Ramón Llanes. Se abrió aquella enorme puerta y los goznes sonaron a rigidez y óxido. El silencio se despertó asombrado, las ramas se hicieron notar en los árboles preciosos del prado, el mundo empezó a ser otro. Había llegado el hombre de papel a retirar la malversación y los enredos que tanta pestilencia dejaran los gerifaltes en el ambiente puro de un paisaje sin mancha.
El hombre vestía de muchos colores, como un payaso; reía enseñando una dentadura que parecía de cristal y hablaba en tono alegre y distendido. Venía cargado de escrituras, libros y cuadernos, y los niños acordaron llamarle “el hombre de papel”. Era una especie de mago que se tragaba las hojas de los libros, bebía aguardiente de azúcar, cantaba canciones en un idioma que nadie entendía y tocaba una guitarra de veintidós cuerdas. Acaso pareciera fantasma o diablo, la multitud le aclamó como a un salvador, le engrandeció en honores, le fue asignado el mejor palacio y le dotaron de poder, de todo el poder posible que la comunidad poseyera.
El hombre de papel no hablaba la lengua nativa, no conocía sus costumbres, no entendía las formas de convivencia y rechazaba cualquier sugerencia que se le hiciera. Promulgó sus leyes, impulsó sus caprichos a través del grupo de adictos que se le sumaron a la pleitesía y dominó un mundo nuevo hasta el maltrato, en todos los órdenes.
Aquella comunidad no pudo huir y quedó hundida en una desolación imposible de vencer. El hombre de papel, salvador y mago, rige su destino desde la soberbia y se jacta del poder conseguido, convirtiendo su reino en una sombra de lo que fuera.