Juan Carlos Jara. Con 17 años ya transcurridos del siglo XXI, aún resulta muy complicado percibir cambios profundos que la nueva centuria haya dejado en nuestra ciudad. La Huelva del presente es muy poco diferente a la ciudad que dejó escapar el tren del 92 y necesitaba un fuerte impulso que generase riqueza y bienestar a finales del siglo pasado.
Aunque suele tildarse al onubense de pasivo, a mí siempre me ha sorprendido más nuestro poder de autodestrucción, puesto de manifiesto no solo en nuestra capacidad de hacer posible que un auténtico paraíso como el que nos envuelve apenas sea conocido en el exterior y solo resulte atractivo para una pequeña parte del turismo que cada año pulula por nuestro país. Un paseo por la ciudad o un rápido y poco profundo repaso a su historia nos ofrece multitud de ejemplos de lo que hemos tenido y hemos perdido e, incluso, de lo que aún tenemos pero nuestras autoridades abandonan y descuidan sin que la inmensa mayoría del ciudadano de a pie sienta, ni siquiera, un mínimo sobresalto por ello.
En Huelva abandonamos fuentes, jardines, plazas o descampados situados a la vista de todos, pero también grandes e históricos edificios, monumentos, bienes culturales o vestigios de nuestra historia. Incluso una de nuestras avenidas más señeras y mejor remodeladas, la conocida popularmente como Gran Vía, se va deteriorando a pasos agigantados por no querer colocar unas paradas de autobús o taxi unos pocos metros más abajo.
Deambular por Huelva, de paseo sosegado o en nuestro ajetreo diario, supone encontrarnos una ciudad con un alma escondida que apenas aparece por algún rincón esporádico. Solo el bullir y el carácter de los onubenses, al frío de una cerveza o al calor de un café, y nuestra sublime gastronomía abrazan al visitante y lo seducen entre calles que resultarían muy acogedoras con solo un poquito de mimo.
Nuestra ciudad no percibe el gran salto del siglo XXI en forma de progreso e incremento de la riqueza. Pasan los años y toda la provincia, como ya comenté aquí en otra ocasión, solo puede presumir de ese extraño orgullo de la tercera España que nos hace sentirnos mejores aunque el resto del país alcance el futuro mucho antes que nosotros. Pero lo peor de todo es que, además, continuamos autodestruyendo nuestros pequeños tesoros.