HBN. La belleza de Doñana ha sido un reclamo a lo largo de la historia. Su riqueza vegetal y animal no han pasado desapercibidas para el ser humano desde las civilizaciones más antiguas, pero ha sido con el paso del tiempo cuando éste ha empezado a apreciarla y protegerla como se merece. Durante siglos, el espacio natural fue un importante coto de caza que atrajo a destacadas personalidades, sobre todo de la realeza, hasta el sur de la provincia de Huelva.
Ya en el siglo XIII, Alfonso X ‘El Sabio’ convirtió estas tierras en su coto de caza real tras recuperar el reino de Niebla del dominio árabe. En la misma línea, pero en época distintas, podemos hablar de Fernando el Católico, Carlos I, Felipe II, Alfonso XII, Alfonso XIII y Felipe V, el primer rey de la dinastía de los Borbones. Incluso Alfonso XI describió Doñana en estos términos y por primera vez en su ‘Libro de la Montería’.
Al principio, el coto recibía el nombre de Coto Real, Real Bosque y Palacio de la Rocina, pero cuando aquellas tierras pasaron a manos de Alonso Pérez de Guzmán el Bueno y Zúñiga, VII duque de Medina Sidonia, éste le construyó a su esposa, Ana de Mendoza de Silva, hija de la princesa de Éboli, una casa que fue conocida como Casa de Doña Ana, de ahí que, con el tiempo, el bosque y el coto recibieran el nombre de la dama.
Testimonio excepcional del uso cinegético que la Casa de Medina-Sidonia hizo de este enclave son los primeros versos de la Fábula de Polifemo y Galatea, que Góngora dedicó al conde de Niebla, en el que pide al noble que aproveche la suspensión de la caza para oír sus versos.
Aunque, como hemos visto, varios reyes pasaron por esta reserva natural, hubo uno cuya espectacular visita ha quedado para los anales de este paraje. Hablamos de Felipe IV, quien en 1624 fue huésped en Doñana del VIII duque de Medina Sidonia, Manuel Alonso Pérez de Guzmán y Gómez de Silva y su esposa Juana Gómez de Sandoval y Rojas y de la Cerda. El monarca llegó a la provincia onubense acompañado de una enorme corte, con la que disfrutó del 12 al 18 de marzo de varias jornadas de grandes cacerías y banquetes por cuenta del duque.
Curiosamente, entre el séquito del rey se encontraba al gran autor del Siglo de Oro Francisco de Quevedo Villegas, que acompaña a su señor, y al conde duque de Olivares, en el largo viaje por Aragón y Andalucía que había emprendido aquel mismo año.
De aquella fastuosa visita tenemos noticia gracias, por un lado, a las cartas que el insigne literato giró al marqués de la Velada y San Román, pero, sobre todo, por la crónica que dejó para la posteridad Pedro de Espinosa, poeta al servicio de los duques de Medina Sidonia. En su obra ‘Demostraciones que hizo el duque VIII de Medina Sidonia a la presencia de S. M. el rey Felipe IV en el Bosque de Doñana’, el escritor afirma que la casa de Doña Ana se reconstruyó para ser convertida en un palacio de mayores dimensiones, pues debía dar alojamiento a las 700 personas que conformaban el séquito del monarca.
En su crónica, Espinosa detalla de manera muy profusa la enorme cantidad de comida que se trajo desde todas partes de la Península para agasajar al monarca, llegando a celebrarse uno de los banquetes más fastuosos de la historia de España, en el que se sentaron a la mesa 12.000 comensales.
Como relata Espinosa: “Setecientas fanegas de harina de flor. Ciento para los perros de su Magestad y el Duque. Ochenta botas de vino añejo. Gran cantidad de vino de Lucena y bastardo. Diez botas de vinagre. Dozientos jamones de Rute, Aracena y Vizcaya. Cien tocinos. Quatrocientas arrobas de azeyte. Mil de agua del caño dorado de S. Lúcar. Trezientas arrobas de ubas, orejones, dátiles y otras frutas. Seyscientas arrobas de salmón, atún de ijada y pescado. Gran suma de arencones. Cinquenta arrobas de manteca de Flandes. Quinientas palmas de manteca de vaca, fresca, y ochocientas orças de la de puerco. Muchas orças de leche de vacas. Trezientos quesos de Flandes. Quatrocientos melones. Mil barriles y botijas de azeytunas. Cien arrobas de açúcar, sin otras ciento en pilones. Cinquenta arrobas de miel. Dozientas arrobas de caxas de conserva, cubiertos y almíbares. Ocho mil naranjas dulces y agrias. Tres mil limones agrios y dulces. Mucha especería de todo género. (…) Doze cargas de palmitos de Meca, de que gustó mucho su Magestad. (…) Trezientas cucharas. Diez carretadas de sal. (…) Para la cavalleriza de su Magestad se embiaron dozientas cinquenta carretadas de paja, mil y quinientas fanegas de cevada, veyntiquatro de trigo y diez de harina con que regalar los cavallos».
Pero eso no es todo, también habla la crónica de que cada día llegaban 20 cargas de pescado de 15 arrobas, pues se había dado orden de que todo lo que se sacara del mar, se llevara al Palacio de Doña Ana. A ello se sumaron 50 cabritos, 400 perdices y conejos, 1.000 gallinas, 500 pollos y pavos, 100.000 huevos y 600 cabras que daban cada día 20 arrobas de leche.
Nada más que en comida se puede uno hacer a la idea del enorme despliegue que los duques realizaron para honrar al monarca, pero hubo mucho más. Manuel Alonso Pérez de Guzmán y Gómez de Silva construyó carpas para mayor comodidad de sus invitados, a los que también realizó varios regalos, renovó su indumentaria y organizó diversos espectáculos para entretener al monarca y su séquito, como representaciones teatrales, desfiles, una excursión para que su majestad viera pescar a los barcos, fuegos artificiales (los primeros que se tiraron en el coto y que, según cuentan, se veían desde los pueblos más cercanos) y hasta una corrida de toros, la primera que se llevaba a cabo por aquellos lares.
Así pues, Felipe IV no sólo disfrutó de la caza, una de sus grandes aficiones, sino que su estancia contó con todo tipo de comodidades y distracciones, convirtiéndose en uno de los acontecimientos más grandiosos de todos los celebrados en el Coto.
Como es lógico, el coste de este enorme dispendio salió del bolsillo del duque de Medina Sidonia, a quien la broma, según el cronista Espinosa, le salió por más de 270.000 ducados. La gracia de todo es que ni siquiera pudo disfrutar de toda la parafernalia que había montado, pues se hallaba enfermo de gota en Sanlúcar.
Por otro lado, siguiendo con el repaso de personajes ilustres que han pasado por Doñana, merece especial mención Francisco de Goya, que en 1797 se alojó en el palacio invitado por la XIII duquesa de Alba y su esposo, el XV duque de Medina-Sidonia. El gran artista aprovechó su estancia para pintar a la noble dama y existe la creencia de que la utilizó como modelo para pintar sus famosas majas.
Vinculada al universo cinegético de nuevo, localizamos otra prestigiosa visita, la que a mediados del siglo XIX, realizó la esposa de Napoleón III, la emperatriz de Francia Eugenia María de Montijo, quien asistió en el coto a una gran montería que fue muy famosa por los invitados que acudieron a ella.
El siglo XX supuso un cambio en la forma de explotar Doñana, comenzando a protegerse su fauna y flora y terminando con las cacerías que hicieron recalar en ella a tantos personajes ilustres.