Scorsese plantea sus fantasmas sobre la religión en ‘Silencio’

Escena de 'Silencio'.

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Escena de 'Silencio'.
Escena de ‘Silencio’.

Carlos Fernández / @karlos686. “Esta es mi opinión hoy y en este momento de mi vida”. Cuando uno ve la filmografía de Scorsese, y a su vez su biografía, uno comprende el motivo de que Silencio haya sido una de las obsesiones más grandes en la vida y obra del autor. Pese a haber renunciado a ser sacerdote en su juventud, Scorsese nunca ha olvidado la temática de la fe (la fuerza) frente a la religión (el objeto) y frente a ello la división entre terrenal y divino. Ya exploró esto en La última tentación de Cristo (1988), película en la que Cristo bajaba de la cruz y vivía una vida de hombre terrenal o en Kundú (1997), película que reflexiona sobre la educación y vida del decimocuarto Dalai Lama. Así pues, en su cine hay numerosas referencias simbólicas o argumentases a la fe (desde el cuadro de la Virgen que se estampa en la cara de un mafioso en Infiltrados (2006) hasta la guerra callejera que ocupa el metraje de Gangs of New York (2002)). A Scorsese no le gusta entrar en discutir el asunto superficial de las religiones y los pros y contras históricos de cada una. No, su interés va más lejos que aquello: ¿la fe es una palabra, un rito, una salvación… o una excusa que no significa nada y que nos damos a nosotros mismos?


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Silencio no es una película que se posicione de ninguna forma, es una película que trata sobre cómo la fidelidad a una religión puede tragarse a su fe en sí misma devorando lo mejor que ésta podría ofrecer (lo que en medio de la comedia humana, tiene bastante sentido). No es una película sobre respuestas o debates morales (como puede parecer en apariencia), es una película que va más lejos todavía. Scorsese se pregunta por la naturaleza terrenal de las cosas y cómo la divinidad nos viene grandes a nosotros, humanos imperfectos, orgullosos y enfermos de la necesidad de razón y gloria. El humanismo de la película es crudo y, sin duda y por desgracia, realista. No juzga ni hace concesiones de ningún tipo al espectador (al que Scorsese trata como alguien inteligente que no necesita una pizarra y una tiza todo el rato) pero plantea un sinfín de dilemas, preguntas e incógnitas.

Como su protagonista (un soberbio Andrew Garfield), Scorsese nos obliga a atravesar un vía crucis lleno de tormentos, dolor y sufrimiento con la incógnita de no saber qué va a pasar o qué sentido tiene todo aquello. ¿Es acaso la fe una cruz, un Buda… o es otra cosa? ¿Es, bajo nuestra conciencia terrenal, algo a lo que se adora solo porque necesitamos creer en algo por encima de nosotros mismos o es realmente algo por lo que dar la vida como tantos mártires han demostrado a lo largo de la historia? Scorsese nos ofrece su mejor respuesta: el silencio. No sabemos nada acerca de nada. Solo se es dueño de lo que no se dice y por eso, quizá, Dios, o lo que quiera que se considere “Dios”, sea algo nuestro. Como todo lo que calla. Dueños de nuestro propio silencio, nuestra propia incógnita.


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