El can del patrullero PVZ-32

Espléndida fotografía del patrullero “PVZ-32” a través de la cual el caballeroso Comandante de este barco agradecía a Juan Gil la recuperación del perro “Nelson”.
Espléndida fotografía del patrullero “PVZ-32” a través de la cual el caballeroso Comandante de este barco agradecía a Juan Gil la recuperación del perro “Nelson”.
Espléndida fotografía del patrullero “PVZ-32” a través de la cual el caballeroso Comandante de este barco agradecía a Juan Gil la recuperación del perro “Nelson”.
Espléndida fotografía del patrullero “PVZ-32” a través de la cual el caballeroso Comandante de este barco agradecía a Juan Gil la recuperación del perro “Nelson”.

Antonio José Martínez Navarro. Se trata de una moderna unidad de la Armada española, patrullera de vigilancia de la zona huelvana, construida totalmente en aluminio en El Ferrol, que fue recibida por la Marina el 12 de enero de 1982, teniendo como misión fundamental la vigilancia de las doscientas millas reglamentarias, así como la lucha contra el contrabando. Tenía medios técnicos para socorrer a un barco incendiado y servir como remolcador si el caso así lo requería.

Su dotación, al frente de la cual se encontraba el alférez de Navío José Luis de la Cea Cuenca, la formaban, además de éste, trece hombres; dos suboficiales, cinco cabos primero y seis marineros. Contaba con tan escasa tripulación por ser una nave totalmente automatizada. Tenía una eslora de treinta y cuatro metros y sus dos motores, con una potencia conjunta de 3.000 H. P., le proporcionaba una velocidad de treinta nudos/hora con una autonomía de mil doscientas millas. Iba armada de siete ametralladoras de veinte milímetros y armamento ligero del calibre 12,7 y 7,62 mm. Con la finalidad de hacerla más ligera, su interior no estaba revestido de ningún material.


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La patrullera que historiamos formaba parte de una producción de cuatro barcos exactamente iguales que realizaban idéntica labor a la destinada al puerto de Huelva. Tenían como base los puertos de Mahón, Málaga y Barcelona.
El PVZ resultó de gran utilidad para nuestras costas, realizando numerosas tareas de auxilio en alta mar. Así, en julio de 1982, socorrió al barco “Alfonso Francés”, taponándole una vía de agua por medio de un submarinista.

En una visita prolongada a nuestra capital se dio un caso que se constituyó en cátedra de amor a los animales, en una lección de defensa de los humildes canes y un ejemplo de nobleza entre la oficialidad y Juan Gil Zamora merecedor de ser perpetuado y para el que voy a poner la humildad de mi pluma al servicio de contarlo con todos sus detalles.


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En los primeros meses de 1982 trabajaba Juan Gil en la entonces llamada Junta de Obras del Puerto y su acendrado cariño a los perros hizo que familiarizase con algunos de los miembros de su tripulación. El patrullero tenía a bordo una mascota, un hermoso perro de ignorada procedencia, que tenía un nombre muy apropiado en las lides de la mar. Se llamaba “Nelson”, no ladraba, pero “discurría” y en su actitud informaba de muchas cosas y que se había ganado el cariño de los marineros y oficiales del buque por humildad y nobleza.

Juan Gil veía las evoluciones y juegos que protagonizaba el perro tanto en tierra firme como a bordo. Y siempre le hacía arrumacos. Y con el transcurrir de las semanas llegó a tener tanto trato con la tripulación que subía a su bordo de vez en cuando para hacerle las consabidas carantoñas.  Esto dio motivo a que Juan fuese cogiendo amistad con el caballeroso comandante del buque, el teniente de Navío don José Luis. Todo marchaba estupendamente pero, un día de mayo de 1982, el perro perdió su alegría y estaba vencido, amodorrado: había enfermado y sus ojos esperaban un alma caritativa que le aliviara sus dolores.

Juan Gil le expuso las características de la enfermedad que observaba el can al veterinario que prestaba servicio en la Sociedad Protectora de Animales, don Juan Ortiz Moreno, y éste, tras auscultar al animal, le recetó unas inyecciones que acabaría con su mal. Juan Gil tenía la documentación que le habilitaba para ayudar en la Sociedad Protectora a don Juan Ortiz. Por ese motivo, le inyectó durante varios días el remedio y la enfermedad fue cosa pasada.

Nelson” volvía de nuevo a la vida y Juan Gil y aquellos caballeros del mar volvieron a sonreír. Y muchos, sí, muchísimos comprendieron que Dios reparte su bondad como los rayos de sol, ya que si habían puesto toda su ilusión por salvar a un animal, si se le hubiera presentado la ocasión de salvar a un hombre, no hubieran regateado esfuerzo para ello.
El teniente de Navío, don José Luis de la Cea Cuenca, marino veterano que encarna el poder y la gentileza, la grandeza y la humildad… agradeció aquel gesto de Juan Gil dedicándole una hermosa fotografía del patrullero que éste guarda como si se tratara de un auténtico tesoro y que acompaña a este trabajo de investigación.

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