Ramón Llanes. Huelva tiene un son armonioso y natural que combina con el acorde de la vida que se va formando en cada paso y en cada instante por el núcleo de su mundo y de sus calles. La Plaza de las Monjas es el centro cálido de toda esa armonía; aquí se juega, se manifiestan los problemas, se canta, se piensa, se pasea, se ponen libros para ser leídos o comprados, se sueña y se ríe, es el lugar que atesora, como ningún otro, el sentir más completo de la ciudad y de sus ciudadanos.
Un convento la preside y le da nombre, unas palmeras la elevan, una fuente la identifica y un monumento al insigne Colón le pone nota de cualidad y orgullo. Discurre por esta plaza toda la vida de Huelva, de todos sus asuntos conoce y a todas sus caras atiende e identifica; la calidez y la luz dominan gratamente la estancia y el agua ofrece una sinfonía útil que se adhiere a la idea de agrado de los innumerables viandantes que a diario la gozan.
Es suficiente para ayudar al acomodo de los onubenses y para escuchar, al ritmo de las palabras, el trasiego amable de todos los pormenores del transcurrir de la vida sin que apenas se moleste el vuelo de las palomas y sin que se pierda una nota del pentagrama del templete ni se evada un sueño de aquellos que la ciudad tiene pendientes en su lista de solicitudes.
La olvidada sede del Banco de España, que pronto será cultura, la belleza del antiguo Hotel París, los recodos de la antesala de la Gran Vía, la avenida recta hasta su final con El Punto, los edificios antiguos y modernos que la componen y sobre todo la cadencia de la Plaza de las Monjas la convierten en mentidero vivo de una población que respira y se mueve y anhela y lucha y ama; una ciudad con espejos en la mirada y prisas en los zapatos, capaz de todo o de nada pero abierta y funcional hasta la más mínima acción de verdad y compromiso. La Plaza de las Monjas es un hervidero de sentimientos ganados y es también la página más noble y escrita de la historia de la vieja Onuba.