Álvaro Redondo Rey. Aylan Kurdi, era un pequeño nacido en una tierra infausta de una región Kurda. Para más señas, en una ciudad llamada Kobani, de la que pocos hemos oído hablar y casi ninguno situaríamos en un mapa, allá por el norte de Siria. Una ciudad azotada por el terrorismo y por la guerra, que fue ocupada por el temido Estado Islámico en 2014 y recuperada por el ejército kurdo no hace muchos meses, cuando ya había sido destruida en más de un 80%. Difícil recuperar la normalidad en estas condiciones.
Aylan Kurdi era el niño de tres años que murió trágicamente cuando escapaba de la propia muerte. Su cuerpo fue hallado sin vida en la playa turca de Bodrum y, posteriormente, fotografiado, dando su imagen la vuelta al mundo. Foto sí, foto no, ¿acaso importa? No viajaba solo, su hermano, Galip, de cinco años, su madre, Rehan, de treinta y cinco, y su padre, Abdulá, también viajaban en aquel barco, junto a otros refugiados. Todos los integrantes de la familia fallecieron, salvo el padre. Abdulá corrió la suerte que ningún hombre, padre y esposo querría correr. A veces sobrevivir, no es vivir.
Poner nombre y rostro a las tragedias, nos ayuda a comprender la magnitud de un hecho, y una imagen desabrida, por mucho que duela, nos acerca a la realidad más que el mejor de los textos. El periodismo no puede caer en el paternalismo de un segmento de la población que prefiere vivir en su “Mundo Feliz”. El fútbol, el Gran Hermano, Sálvame, etc., pueden ser las cosas más importantes dentro de aquellas que carecen totalmente de importancia, solo eso, pero hay quien prefiere vivir bajo los efectos del soma y no afrontar la realidad. Sin aquella foto, no sabríamos quien era Aylan, ni que había fallecido, ni su historia. Con aquella foto dejó de ser un número y se convirtió en un rostro de la tragedia. La imagen está ahí, nadie obliga a verla.
“Para que algo permanezca en la memoria se le graba a fuego, sólo lo que no cesa de doler permanece en la memoria” – Nietzsche.
Por desgracia, Aylan y su familia no fueron los primeros, ni serán, tampoco, los últimos. Las cifras son escalofriantes, en lo que va de año 351.310 personas han llegado ilegalmente a Europa, pereciendo por el camino en torno a las 3000, según la Organización Internacional Migratoria. Para aquellos, nunca llegó la medalla que les prometieron: hay quien no tiene estrella, sin importar la edad.
Aylan Kurdi, el niño de la foto, no se merecía ese cruel desenlace. Ningún niño debería morir jamás, pero, por desgracia, a diario, muchos lo hacen. ¿Cómo es posible que un niño, que no ha podido cometer acto vil alguno, reciba ese injusto castigo? Resulta inútil tratar de hallar respuestas, ni siquiera encontrar cierta lógica al suceso, y es que, simplemente, no la tiene: la vida puede ser maravillosa, pero también muy cruel. Nadie le devolverá la vida a Aylan, es cierto, pero ahora, gracias a aquella imagen, dura pero real, muchos europeos, aquellos que viven –o vivimos- en nuestra burbuja, hemos mirado fuera de nuestro ombligo, nos hemos indignado y hemos puesto el grito en el cielo por tanta injusticia. El mundo está loco, sí; el mundo es injusto, también; pero no es exclusivo de Siria ni tampoco nuevo, pensemos en Corea del norte, Ucrania –dentro de nuestras fronteras-, Afganistán, Irán, Irak, Israel y Palestina, Pakistán, República del Congo, Somalia y muchos otros. Niños soldados, muertos y más muertos, refugiados, fanatismo y lobreguez, esa es la realidad. Si usted no quiere verla, busque una dosis de soma y sumérjase en su mundo; nadie se lo recriminará.
Mientras todo esto sucede, mientras miles de personas huyen desesperadas de la guerra, los lideres europeos, indolentes y superiores a la población civil, debaten sobre banalidades y negocian cuotas de refugiados, regateando como si estuvieran en un mercadillo. Hablan de cifras y no de personas. Uno oye y observa y no puede dejar de preguntarse por la clase de ‘animales’ que mandan en el mundo. Este niño nos ha devuelto a la realidad, cada una de esas personas tiene una historia detrás. Su drama y el de su familia, vienen repitiéndose desde hace décadas en las fronteras europeas. Ahora parece que los norteños han descubierto el problema –cuando lo han sufrido en sus carnes-; aquel problema que los pobrecitos de la periferia europea venían denunciando desde hace mucho tiempo. Quizás por ello, porque el problema no es nuevo para España, nuestro querido presidente ha intentado racanear –ridículamente- el número de refugiados que admitirá dentro de nuestras fronteras. Menos mal que la señora Merkel, la que lleva los pantalones en casa, decidió conminarle para que ampliase el exiguo cupo que había planteado en un primer momento. Curioso que sean ellos, con la mala imagen que han proyectado al exterior con el tema de la crisis griega, los que verdaderamente están dando la talla. Quizás Don Mariano posea una memoria frágil y no recuerde cuando éramos nosotros los que salíamos de España, durante la guerra y posguerra; ni que ahora somos los jóvenes los que nos alejamos, para hacer uso de la “movilidad exterior”, como diría nuestra paisana Fátima Báñez -en todos lados cuecen habas- o por nuestro “espíritu aventurero”, la lumbreras de Marina del Corral.
Los dirigentes nacionales son cogobernantes de la unión y tienen amplias competencias en materia de asilo (el Reglamento de Dublín de 2013, solo establece cual es el Estado europeo competente para examinar las solicitudes de asilo -en la mayoría de los casos, el lugar por el que hayan accedido al territorio europeo o aquel que les haya concedido el visado de entrada-), pudiendo organizarse cada país con verdadera libertad. Por ello, el gobierno de España no tiene excusas, debería haber dado un paso al frente y haberse hecho cargo de la situación. Sin embargo, han sido las ciudades españolas, con independencia del color político de sus consistorios, las que se han ofrecido solidariamente para recibir a los refugiados. Desde aquí, mi más sincera enhorabuena al ayuntamiento de Huelva por sumarse a la red de ciudades de acogida de refugiados.
No obstante, todos sabemos que brindar asilo a los refugiados, no es más que un parche eventual. Europa puede ser solidaria, pero la estructura es frágil y el conflicto es global, por lo que necesita de una solución global, igualmente. Por ello, la única forma de disminuir la avalancha migratoria es coadyuvar en el aumento del desarrollo y bienestar de esos paísessumidos en la miseria y en la guerra. La tarea es ardua, porque los intereses económicos de las grandes potencias están en juego, pero el valor del dinero es tan pobre cuando hablamos de personas, que parece sonrojante que algunos prefieran anteponerlo al bienestar de estas. El egoísmo y la estupidez humana son infinitos, desde luego, pero yo aún tengo esperanzas.
Muchos olvidarán la foto de Aylan, otros la conservarán en la retina y otros valoraremos lo que esa imagen ha conseguido –no ha dejado indiferente a nadie-. Personalmente, pienso que es bueno salir de nuestro ombliguismo patológico, de vez en cuando, abrir la ventana, abrir la puerta y salir al aire fresco. Olvidarnos de los nacionalismos rancios, de la xenofobia, racismos y demás memeces, y comportarnos como personas. Existe un mundo fuera de nuestra burbuja, donde el color rosa no existe, y ese mundo nos afecta a todos. A ti y a mí, también.
1 comentario en «Lágrimas en el Egeo»
Genial Alvaro ,haber si ponemos todos un poquito de nuestra parte y cambiamos esto ,y no somos tan egoistas ,sobre todo los que verdaderamente pueden hacerlo. Un beso