Ramón Llanes. Los huecos del armario olían a recuerdos y las ropas tenían el mismo color que los recuerdos, ese color ambiguo entre ocre y gris plisado, con suficiente perfume incrustado en la urdimbre hasta hacerlas perfectamente guardadas; las perchas se mantenían en la inmunidad, siempre se salvaban de las pérdidas, siempre se apegaban al barrote blanco que las cobijaba y las aguantaba todos los tiempos necesarios. El armario se fue convirtiendo, con la necesidad, en un cuaderno con páginas colgadas donde se podía leer la vida.
A los armarios también les llega su tren de partida para divagar sin rumbo por las extremidades de los sueños, unas veces con el equipaje a cuestas y otras -las menos- con lo puesto; desde el armario al infinito solo hay un tramo de pequeñeces y los viajes parecen siempre los mismos, como si solo se moviera el pensamiento y nunca la memoria. Ayer, tarde de agosto, diera en casa por cambiar las arrugas de las mangas y ponerlas al orden izquierdo para que las camisas gozaran de distinto espacio, teniendo para ello que desocupar sitios, tirar las prendas en más desuso y refrescar con ellas el pozo de las emociones. Allí estaba el traje de vivir, cada corbata de andar por las esperanzas, cada pantalón hecho al molde del cuerpo, cada mancha o retazo de mancha que quedara como intérprete de las andanzas; allí podían buscarse madrugadas, besos, canciones, desengaños, amores, signos, el armario es también un murmullo del pasado con alma quieta.
Al terminar de colocar de nuevo y de otra manera las cosas del armario se vino a la punta de la lengua la primera palabra o la penúltima pasión y los hondos altillos apretujaron otra vez los mismos recuerdos, dando a entender quizá que los cambios de lugar traen a la evocación la mística del sentimiento y la consignación de otro orden pero jamás impiden que se borren los estigmas, las brechas, la resignación y los recuerdos que tan cuidados permanecen con lealtad en el misterio del armario.