(Las imágenes y el texto de este artículo, no corresponden a los contenidos del libro «Casinos de Huelva»)
Salomé de Miguel
Grupo Azoteas
Los hombres, desde que se inventaron, han tenido una afición natural: Competir. Nacida de su propia peculiaridad de especie. Hija de ese afán que tienen y han tenido de sobresalir y dominar, aunque sea solamente ante un semejante. No es necesario que sea un colectivo el dominado, que también, sino que basta con marcar el dominio sobre “algo”, aunque este algo sea poco significativo. El caso es vencer, ganar, dominar, aunque sea de manera efímera y puntal.
Los hombres con posibles o con desmesurada ambición, han llevado esta tendencia a los grandes hechos y a la Historia. Como Aníbal, que quiso ser único en el Mediterráneo, Napoleón, que ambicionó someter a Europa, Dalí, que buscó la gloria universal en el mundo artístico, Pomar, que dedicó sus días a ser el invencible con las tres bolas, el hijo del señor Busch, que buscó con ahínco demencial ser el árbitro del orden mundial y un futbolista actual que sueña cada día con ser el mejor del mundo sobre el césped. Y tantos otros que llenan las páginas de los periódicos y los rincones de la Historia.
Así son los hombres, hijos de la herencia que condenó a Adán a sufrir y sudar, para desear el consuelo de un poder que ya no tienen de nacimiento. Eso le pasó por caer en la tentación maldita. Desde entonces los hombres sueñan cada día con recuperar una parte de su poder, aunque solamente sea ganándole a un vecino en lides domésticas o en competiciones de poca transcendencia.
Pero aquí hay un error imperceptible. Los pequeños triunfos, los logros en nuestro diario trajín, son los que más satisfacen y perduran. Los grandes hechos, las conquistas que dan fama, las medallas de prestigio masivo, aportan menos sosiego en el alma y más inquietudes por conservar el famoseo.
Los hombres inteligentes, que los hay, someten su satisfacción cotidiana a ganar en lides de poca enjundia a sus compañeros de afanes. Estos hombres se llevan a casa cada día el placer profundo de una partida ganada a un rival del casino o la esperanza de “mañana me desquitare”, que no es mal consuelo. Estas lides pequeñas, sin afanes de vanidades dominantes ni reseñas en páginas importantes, son las que llenan la vida de pequeños placeres, que son, al fin y al cabo, los que aportan felicidad a la mayoría de los hombres, a su vanidad controlada, a su modesta gloria personal.
Este es uno de los grandes logros del hombre (en masculino), del que nadie habla y al que nadie reconoce valor. Pero es la más importante victoria sobre el sacrificio de vivir, porque aporta ese placer sencillo y gratificante de la vanidad satisfecha. Sin detrimento del vencido porque en estas lides los vencidos no resultan ofendidos ni humillados.
Esto se llama carácter competitivo, que es peculiar en los hombres desde aquel día en el que Adán dio su primer paseo por los alrededores del Paraíso. Ese día debieron inventarse los juegos, porque Adán sintiera la necesidad de ser algo notable en su entorno.
Y se inventaron muy pronto, hasta el punto de que en todas las civilizaciones conocidas hay constancia de la existencia de juegos y competiciones, más o menos incruentos, que se ha ido heredando de generación en generación, hasta llegar a nuestros días perfeccionados y multiplicados.
Pero vayamos directamente a la Edad Media, esa época que nos ocupa en esta pequeña serie de artículos. Esa época en la que los soportales se convirtieron en zaguán de los ritos religiosos, reseña en piedra de costumbres y sitio en el que los actos sociales y los ritos se asentaron.
También el ocio, en esa forma admirable del juego, buscó el cobijo de atrios y zonas porticadas para estar protegidos del frio y otras inclemencias naturales.
Charlas, debates, acuerdos y compañías, compartieron con el juego este lugar admirable que las iglesias posibilitaron y los canteros construyeron. Lugar de encuentros y de charlas, los soportales fueron algo más que la antesala de las iglesias, porque albergaron eso tan de los hombres como es la competición.
Fuera, con el buen tiempo, frontón contra la tapia lisa de la iglesia. Dentro, cuando el sol no ayuda, el juego con el que los canteros suavizaban la dura jornada. Y nada mejor que grabar en la propia piedra de los muretes, a modo de mesa, las tablas de los juegos que estaban en boga en la época. Allí se jugaba a dados, tres en raya, damas, … y otros muchos juegos de mesa como los actuales o predecesores de los mismos. Menos el ajedrez, que estaba considerado juego de nobles y de caballeros y quedaba reducido al ámbito de los salones bien.
Todo lo demás, al aire libre bajo el sol o en el espacio protector de los soportales. Allí los constructores aprovechaban el asueto, los niños jugaba a las canicas o similares y los mayores buscaban la satisfacción vanidosa de ganar a los rivales una partida, como se hace ahora en los casinos. Igual, pero sobre la piedra, sin el suave consuelo del brasero con cisco, ni la taza de café como premio. Bastaba con ganar la partida. Y a veces ni eso. Lo importante era competir, jugar, intentar ganar o llevarse a casa la satisfacción de haber luchado.
Tal vez esté aquí la clave, en que la contienda, la competición, la pugna, aportan una satisfacción que solamente saben comprender los que están en ello. Los grandes conquistadores de éxitos, no pueden gozar de ese placer calado y profundo que tienen los que juegan en las competiciones modestas. Estas luchas incruentas y breves, sobre la mesa o el tapete, o sobre la piedra medieval, deja en las mentes de los contendientes, vencedores y vencidos, ese regusto de satisfacción de quien ha tenido su mente ocupada en el más deseado de los placeres: El juego.
Soportales y casinos. Dos formas de dar cobijo a ese afán de los hombres, desde siempre, de estar en competición en el descanso. Desde Mesopotamia hasta el siglo XVII, desde los Mayas a la Inglaterra colonial, desde Egipto a Huelva, … , siempre ha estado el juego como la mejor herramienta para que los hombres satisfagan sus dos tendencias naturales: Competir y descansar. Las demás actividades son añadidos necesarios, pero no buscados. Sin la tentación paradisíaca, solamente habría dos actividades de los hombres: Jugar y descansar. Bueno y otra tercera que no viene a cuento aquí.
En algún lugar de nuestros escritos hemos dicho algo así como: “La erótica del poder … “. Y efectivamente el poder tiene una erótica adherida que no está definida, pero que se manifiesta en la codicia de los que tienen mucho, en la tiranía de los que dominan, en el abuso de los que pueden… Pero hay un poder que no genera maldad, sino satisfacción auténtica. No produce envidias ni rencores, sino estrechamiento de amistades. No avasalla ni abusa, sino que reparte el pacer de la acción. Es la competición incruenta, la lucha por vencer sin lastimar: El juego, en sus muchas y diversas formas. En todos los tiempos. En todas las civilizaciones. Sobre las piedras de los soportales de las iglesias medievales o sobre los tapetes verdes y mármoles blancos de las mesas de los casinos.
Soportales y casinos. Dos templos del ocio de los hombres.
Equipo Azoteas
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2 comentarios en «Los casinos y la Historia: Competiciones»
¡Qué lindo eso de jugar por jugar! Jugar sin competir, solo por el placer de participar. Yo recuerdo que mi padre se dejaba ganar por mí y eso me producía mucha alegría. Algo parecido hacía yo con mi hijo, pero solo con mi hijo y cuando fue pequeño, pues como bien dice Salomé, el afán del ser humano, no solo del hombre, yo incluyo también a la mujer, es competir para ganar y, a veces, ganar sin competir, es decir, por el mero hecho de tener mayor poder.
Pienso que en los casinos, aunque sea al parchís o al dominó, también planea el deseo de la victoria, pero creo que el “derrotado” no se enfada por tener que pagar los cafés. Una ventaja de que los habituales usuarios tengan ya sobrada experiencia.
Esa es la ventaja de los casinos, que se puede jugar por el mero hecho de jugar. Igual que en los soportales de Fuentidueñas o de Duratón. Pero más cómodos en los asientos. Pero que nadie olvide que en esos soportales y en las calles de la vieja Roma, estaban los antecesores de los casinos.
Gracias por tu aportación amigo Benito.