Ramón Llanes. Se queda el sol en este tramo, baldea los jopos del estío, le riega a modo de calor sensaciones de permanencia, del mustio al verde se acostumbraron los ocres del labrado, la siesta es un deseo que no se olvida y sueltan los lares un escozor de resplandores impropios de este fulgir. Dicen los hombres de sembrar la parte invernal de la huerta en un intento banal porque el tiempo no acompaña las lindezas de las hojas largas de coliflores y lechugas.
En el zaguán de casa huele a eucalipto nuevo, en la encimera huele a guiso hecho, en la alcoba huele a octubre, en la vida huele a Huelva y así hasta un requiebro de olores constantes fijados en la infinitud de la sierra y pactados en las orillas románticas, adonde aún los pies mojan caricias; y en la estribación primera, donde allá culmina el fausto vergel de mina, los rizos de la tarde quieta determinan un Andévalo de cuños agrestes, tierras pintadas y olor a vieja encina y buscada soledad.
La madre de otoño conserva su ternura de octubre, protege de ventoleras la aridez, cuida los hondones y empieza a criar criaturas de setas y humedales en los cauces que la tierra dedica a tales manjares. Y así siempre, no solo ahora que la fuerza del sol se ha librado de límites, no solo ahora que se alivian los terrones, es así siempre, porque es la donación de Huelva al entretenimiento de sus seres adorables a quienes la naturaleza obliga la protección expresa. Y no deja de ser otoño aunque no se nublen los ocasos y aunque no grazne la tormenta. Y no deja de ser octubre aunque suba un poco la pringue a los ojos del jaral. Y por eso es más Huelva, amada cuenca de encuentros ancestrales y habitables sitios de estancia y creación. Huelva en una exaltación de empatías y credos.