Ramón Llanes. Se va moviendo el mundo con su sincronización prevista, sus aleteos y sus sobresaltos, arrastrando a cuanto cieno, viento o calma encuentra en su devenir exacto, otorgando al engranaje ese adjetivo de perfección que nos parece deducir de los hechos que le incitan y antes de formular causa de culpa siempre concedemos alto nivel de tolerancia y resolvemos que vivir es un deleite y que la máquina mundo tiene una mecánica excelente y nunca decaerá ni desentonará en el universo.
Craso error, que algo de inutilidad se pudre en los adentros o en la estructura al no ser capaz al menos de aportar al humano que lo habita un listado habitual de sensaciones que ofrezcan acaso mínimas causas de placer. El reparto de la buena noticia, para alegrar el aire y el cuerpo juncal del personal de a pie, brilla en la opacidad y en la ausencia. Que si ayer el tornado, que si “antié” el maltrato, que si hoy los corruptos, que si mañana más desempleo, que si pasado mañana y el otro más sobre independencias y tropelías, que si siempre el sobresalto para los ejercientes de los derechos. Mundo con las frigorías excesivas altas.
Apostar, aún con este panorama, por el regusto de la buena noticia y la facultad para transmitirla, ocasiona un extraño impulso que empuja a seguir deseando la vivencia. Buscar una ocasión en el caos y llenarla de la vulgaridad de una pasión por la suculencia de propuestas limpias, ajenas al trasiego endémico de la podredumbre. Inventar la noticia, inventar el sentido de la regeneración, inventar los colores, las fechas, los besos; inventar una lista cotidiana de afanes o de sueños, por ejemplo. Cómo se hace, cómo se llega a una conclusión casi imposible con tanta traba de por medio, cómo enfajarse para tan utópica tarea. No lo sabemos. Hemos perdido los rumbos de la felicidad colectiva, no lo sabemos. Es imprescindible estar cerca de la buena noticia y fundamentar con ella un futuro menos escandaloso. Si puede ser.