El toro de Huelva

Eduardo Rojas. A menos de una quincena repicarán campanas con ecos estridentes de timbales y clarines aunciando las corridas de toros de Colombinas. El coso mercedario estará remozado y el ruedo brillara con sus granitos dorados como falso oropel que colmara durante el ciclo ferial ambiciones económicas para unos, y éxitos artísticos para otros. Recordamos hoy aquel sugestivo y prometedor calificativo que don Manuel Garrido pronunciara en aquel entonces como presidente de la plaza de toros La Merced, acerca del nuevo modelo del toro que Huelva necesitaba para recuperar en un inmediato futuro el prestigio de las corridas de Colombinas, no obstante brillante ya, y bien encausado en su largo devenir para orgullo de su historial taurino, excepto algunas deficiencias respecto al tipo y presentación irregular en la lámina de los astado que no alcanzaron la nota prevista por todos, al intervenir determinados imponderables con sus entresijos durante la gestión empresarial.

El buen aficionado tan solo debe exigir que los encierros cumplan el mínimo permitido y aprobado por el Reglamento Taurino en vigor, y que estas disposiciones sean de obligado cumplimiento y a rajatabla, con la edad cumplida, con el trapío y el peso ajustado a su tamaño y morfología, astas completas y bien formadas sin que necesariamente sean cornalones, después comprobaremos durante la lidia la calidad de su bravura, dado que es imposible conocer de antemano si su embestida es franca, pronta y noble para ser recordado como «el toro de la emoción», tan necesario e imprescindible para que se reboce en éxitos el devenir de la simpar Fiesta Grande española.


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No obstante, es de nuestro modesto entendimiento que las corridas de Colombinas no necesitan un prototipo especial de ese toro exigido por los llamados aficionados «toristas», que se angustian en los tendidos preguntándose cuándo va a salir el toro elefante y bravucón con imponente cuerna que ponga en serio peligro la vida física y artística del torero, inclinados aquellos por el desgarre de las sedas y taleguillas ensangrentadas, y se olvidan de la magia de una chicuelina a manos baja, de belleza sin igual ante el exultante garbo del lidiador, o de un pase natural grandioso y ajustado, un monumental volapié entrando «poruvas» y enterrando el estoque en todo lo alto del morrillo, y también como olvidarnos de un excelente par de banderillas, de frente y parándose el zarpero en la misma cara, asomándose al balcón con el pecho y el corazón colgado encima de los pitones del morlaco.


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