Rocío Márquez deslumbra en el Festival Suma Flamenca de Madrid

La cantaora onubense Rocío Márquez. / Foto: Pako Manzano.
La cantaora onubense Rocío Márquez. / Foto: Pako Manzano.
La cantaora onubense Rocío Márquez. / Foto: Pako Manzano.

Vicente Muñoz-Reja Alonso. Envidio profundamente a los primerizos, a los no iniciados, a los que acudieron a La Abadía de Madrid a escuchar a la onubense Rocío Márquez aún sin conocerla, aún habiéndola escuchado sólo escuetamente. Quién pudiera ponerse en los zapatos del novato y descubrir de nuevo esa voz, cruce imposible entre fuerza y delicadeza, que te sacude y te deja temblando desde el hipotálamo hasta los talones. Volver a entrar al flamenco, escucharla de nuevo por primera vez.

Por fortuna, algo parecido ocurre siempre que hay ocasión de volver a escucharla. “Esos fandangos no pueden cantarse mejor” –piensa uno, y entonces vuelve a cantarlos y ya suenan mejor y de otro modo, hasta que acabas por asumir que ella va un paso por delante y no deja de avanzar. Y esto es precisamente lo que sucedió en la intervención de Rocío Márquez en el Festival Suma Flamenca 2014. Con un añadido: el propio recital se planteaba en forma de una incógnita –¿Por qué cantamos?– que obliga a elaborar respuestas originales.


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“¿Por qué cantamos?” es una pregunta digna de poetas de la que el flamenco no puede escaparse. Puesto que la relación entre la poesía y el flamenco es tan honda y diversa como ineludible, la estrategia de la cantaora parece más que pertinente: desplazar la pregunta de por qué cantamos a la de cómo cantamos y, a través de ese rodeo, alcanzar al fin una comprensión más compleja y más fecunda del problema. En coherencia con lo anterior, el concierto comenzó evidenciando el vínculo entre la poesía y el lenguaje musical. Una “granaína invertida”, como la bautizó la propia cantaora, en la que la voz y la guitarra intercambiaban los papeles; el cante reproducía la melodía del toque y viceversa. Versos de Benedetti que acabaron por jotilla de Aroche y fandangos de Huelva. Un golpe de gracia al purismo estéril e inmovilista contra el que Rocío Márquez combate de manera sutil pero contundente. Como ella ha dicho ya en muchas ocasiones, y como muchos otros dijeron antes que ella, hay que aprender de la tradición y respetarla sin que ello obstaculice la creación de algo nuevo. O como dice por bulerías en su disco Claridad: “ese agua con vida ya nunca descansa buscando las huellas de nuevas pisadas”. El agua que mana de la fuente de la tradición fluye por caminos siempre nuevos. El futuro del flamenco avanza, incluso por delante de nosotros.

La artista lleva sobre los escenarios desde niña.
La artista lleva sobre los escenarios desde niña.

¿Cómo cantamos? Resolviéndonos en la tensión entre tradición y vanguardia, parece contestar Rocío Márquez. Y en este concierto en concreto, mediante la incursión en algunos de los caminos que dicha tensión bosqueja: flamenco ancestral, experimentación, poesía de nombre propio, poesía culta y poesía popular. De este modo, tras la granaína llegaron los tangos –inspirados por Enrique Morente, innovador de referencia–, con versos de Shakespeare y Santa Teresa. A continuación nos condujo hasta Juan Ramón Jiménez, recordando “Te deshojé como una rosa” y cantando también su poema más breve y penetrante: “¡No le toques más, que así es la rosa!”.


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Y así hasta el meridiano del concierto, momento en el que el flamenco se convierte definitivamente en un laboratorio de experimentación.

Sale a escena por sorpresa el Niño de Elche (Francisco Contreras Molina), cantaor inquietísimo que por heterodoxo es también performer y artivista, y con el que Rocío ya había trabajado en el espectáculo ‘Convivencias’. Conviene escuchar detenidamente a este cantaor alicantino.

Se acercan al proscenio y empiezan a montar voces y versos que se rematan, como en la lejanía, por guajiras. Acto seguido, Rocío se graba en un pedal de loops (un aparato que permite registrar una melodía y repetirla cíclicamente) y sigue cantando mientras el Niño de Elche recita, canta, interpreta el Salmo 21 de Ernesto Cardenal: “Nuestro pueblo celebrará una gran fiesta. El pueblo nuevo que va a nacer”. El pueblo que ya ha nacido en esa precisa escena. El flamenco devenido performance.

Tras es el ensayo, vuelta a la erudición. Pero el cante por derecho ya nunca volvería a sonar del mismo modo, gracias también al toque ágil y rotundo de Miguel Ángel Cortés –que, no hay que olvidarse, colaboró con Morente y Lagartija Nick en Omega– y al respaldo de Los Mellis, palmeros de indiscutible garganta flamenca. Cantó por seguiriyas y por cantiñas. También se acordó de Sánchez Prieto, el Pastor Poeta, y de su “Canto a la mujer cordobesa”, o en palabras de José Tejada, “Romance a Córdoba”. Con un poco de suerte, Rocío incluirá esta última pieza en su próximo trabajo, centrado en la figura de Pepe Marchena.

Así cantamos, parece que concluiría la cantaora, enlazando tradición y vanguardia. Y con esto parece contestar también a la pregunta original: ¿Por qué cantamos? Pues precisamente por esto, porque hay que volver al pasado y hay que conjurar el futuro. O quizás no. Quizás la pregunta no tenga respuesta, como ocurre en la taranta primitiva con la que Roció terminó de doblegarnos. Taranta que reproduce una conversación inmemorial entre dos trovadores de El Argal de Cartagena. Uno pregunta por qué el hombre muere, por qué el sol ha de alumbrar, por qué los astros se mueven y “el mundo en qué ha de quedar”. Y el otro contesta, con la ironía trágica del que se sabe mortal, que para contestar a todo eso tendremos que esperar a que alguien “haga un mundo y lo compruebe”.

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