Juan Carlos Jara. El paisaje minero de Huelva sigue mostrando cada día la enorme belleza de una tierra onubense que aglutina, con diferentes formas e imágenes infinitamente opuestas, una riqueza incalculable. Incluso dejando a un lado sentimientos chovinistas, la impresionante variedad de imágenes que la provincia depara al visitante merece que nos sintamos orgullosos de este entorno y que tratemos de poner en valor lo que podría convertirse en una fuente fructífera para nuestra maltrecha economía.
Pese a ello y sin restar protagonismo a las fotografías que cualquier forastero puede tomar en playas como las de Mazagón, Punta Umbría o Isla Cristina y al incalculable encanto íntimamente unido a la aldea de El Rocío, a Doñana o a los acogedores rincones de nuestra sierra, siempre he sentido una especial atracción por esa Huelva que modeló el pasado minero y el afán por explotar la riqueza escondida en nuestro subsuelo. Riotinto y Tharsis, junto a otros exponentes algo más reducidos y desconocidos pero también con un especial atractivo, se constituyen en lugares mágicos que sorprenden a cualquier visitante y en producto diferenciador en el mercado del turismo con respecto a otras provincias de España.
El paseo por la historia minera onubense, tan salpicada e incluso inundada por la cultura británica, atrapa en un paisaje espectacular e inigualable que al mismo tiempo viene acompañado por la enseñanza que los errores de la sociedad clasista de hace más de un siglo pueden aportar a nuestro mundo actual. Sumergirse en aquella tierra teñida de rojo sangre y respirar el misterio de la mina abandonada es, hoy por hoy, un regalo para los sentidos que deberíamos mostrar con sumo interés a quienes aún no han tenido la suerte de recibirlo.