Alejandro Bellido. Coradino Vega (Minas de Riotinto, 1976) es uno de los escritores nacidos en la provincia de Huelva más destacados de la actualidad. Pertenece a esa generación de narradores onubenses, junto a Lara Moreno (Huelva, 1978) o Pablo Gutiérrez (Huelva, 1978), que han sabido abrirse un hueco dentro del panorama literario nacional, publicando en algunos de los sellos de narrativa más prestigiosos. Moreno, por ejemplo, ha hecho de Lumen su editorial de confianza; Pablo Gutiérrez lanzó tres de sus novelas en Seix Barrals, y Coradino ha publicado sus últimos libros en Galaxia Gutenberg.
Licenciado en Derecho, Vega trabajó durante un tiempo en el mundo editorial hasta que finalmente logró situarse como profesor de Lengua y Literatura en un instituto de enseñanza secundaria. Como escritor saltó a la palestra con El hijo del futbolista (Caballo de Troya, 2010), una novela de fuertes reminiscencias autobiográficas, puesto que el autor creció en Minas de Riotinto y es hijo del futbolista Coradino de la Vega Guerrero. A esta novela, que se ganó el aplauso de la crítica, le siguieron otras como Escarnio, La noche más profunda y un libro difícilmente clasificable, entre el ensayo y la narrativa, titulado Una vida tranquila.
Sus dos últimas obras publicadas son Arturo Barea, retrato de un temperamento (Zut, 2023), una biografía sobre el autor de La forja de un rebelde, y la última, Entre Mujeres (Galaxia Gutenberg, 2024), una novela ambientada en el Riotinto de las elecciones municipales de 1983 y la reconversión industrial. Sobre estas dos últimas incursiones literarias, sus diaristas y novelistas de cabecera o el Riotinto del pasado, versó la conversación que mantuvimos. Espero que la disfruten.
—En primer lugar, Coradino, ¿cómo surge Entre mujeres?
Como todas las novelas que he escrito, de una manera muy azarosa e inconsciente. Empecé a escribirla durante el confinamiento de la pandemia. Se me metió en la cabeza la voz de mi abuela, que era peluquera, y eso me abrió todo un mundo, el de las mujeres que yo conocí en mi infancia. Entonces me apeteció escribir sobre mujeres sin incurrir en el trazo grueso, la jrga de moda ni la novela de tesis.
—Me ha parecido una novela muy galdosiana: el enfoque realista, esa vuelta al pasado —como si de uno de los Episodios Nacionales se tratase—, la importancia de los personajes femeninos, especialmente la protagonista… ¿Qué importancia tiene en tu obra?
Para mí Galdós es un escritor fundamental y me enorgullece cuando me adscriben a su línea. Fíjate además en que un personaje de la novela tiene un tic verbal que es un homenaje a uno de esos secundarios recurrentes de Galdós, cuando aparece en Fortunata y Jacinta. Lo que pasa es que, en este país, la etiqueta de “galdosiano” se aplica con frecuencia de una manera despectiva. Ocurre también con el realismo, que casi siempre suele preceder al adjetivo “decimonónico” o, peor aún, “costumbrista”. Cada vez que un crítico español habla de costumbrismo lo hace con desdén o condescendencia. Y eso no propicia un debate serio, porque lleva sucediendo casi desde los tiempos de Galdós. La principal influencia que yo he tenido en esta novela ha sido la de Colm Tóibín, que ambienta sus novelas que a mí más me gustan en su Enniscorthy natal, y yo no he visto que nadie lo llame costumbrista. Ni a Edna O’Brien, a Alice Munro, o a Natalia Ginzburg… Al parecer, debe de ser algo que misteriosamente solo pasa en España…
—Me ha resultado curioso que en los años 80 todavía persistiese esa diferencia de clases, entre los que vivían en Bellavista y el resto de Riotinto. Ese muro que había antes, de alguna forma, siguió durante mucho más tiempo…
Sí, comenzó en el tercio final del siglo XIX, con la llegada de los ingleses a Riotinto, y continuó más allá de su marcha, a mediados de los cincuenta. Riotinto es un lugar muy adecuado para aprender qué son las clases sociales, pues su planta urbanística las determina muy claramente. Todo estaba estratificado. En consecuencia, también fue muy visible siempre el clasismo. Yo lo percibía de primera mano en la escuela, con mis amigos, en las historias que contaban mis abuelos… Era algo presente para quien quisiera verlo.
—¿En qué momento dirías que desapareció del todo ese mundo que reflejas?
Con el cierre de la mina, el club de Bellavista se abrió al pueblo, admitiendo entre sus socios a miembros provenientes de orígenes diversos. El club era lo que había simbolizado con más nitidez el elitismo de los altos cargos de la empresa. Todo eso empezó a desmoronarse, creo, en los años noventa…
—Me parece que con esta novela hay, de alguna manera, un elogio hacia los triunfos que desde entonces hemos ido consiguiendo como sociedad, especialmente en el ámbito laboral: la discriminación a las mujeres por embarazo, las oposiciones, la reivindicación de las horas extras. De alguna manera, Riotinto se convierte en sinécdoque de esa España aún en construcción de su democracia. Incluso Olga encarna esa transformación…
El tipo de novela que prefiero es la que funde el plano psicológico de las historias particulares con el contexto histórico, con un tiempo de un país concreto. Pertenezco a la generación que nació en la Transición y se educó en los primeros años de la democracia. Soy beneficiario de las medidas expansivas en los terrenos de la educación y la sanidad que establecieron los gobiernos de Felipe González. Viví de niño la efervescencia política de aquellos años. El país cambió completamente en muy poco tiempo. A veces es bueno acordarse de los logros que hemos conseguido, y no solo en lo criticable que —ahora se ve con más claridad— también entrañó esa época. Soy un ferviente defensor del Estado del Bienestar y por eso me parece tan importante no dar ni un paso atrás en sus conquistas.
—Recientemente has publicado también Arturo Barea, retrato de un temperamento (Ed. Zut). ¿Cómo nace esta biografía y, sobre todo, cómo surge hacerla desde un enfoque tan personal, entrecruzando tu propia vida con la del biografiado? ¿Había algún precedente que tuvieses en mente para abordarla de esta manera?
Ese ensayo nació de una propuesta de Juan Bonilla, que dirigía una colección en la que escritores actuales trazaban un perfil biográfico de otros del pasado. Yo pensé en Arturo Barea desde un principio. Por afinidad literaria y política, y porque quería reivindicar la narrativa española entre el 98 y la posguerra, como la de Chaves Nogales o Max Aub, que ha quedado siempre olvidada en los planes de estudios… Barea es, a mi juicio, el siguiente eslabón de la cadena que proviene de Cervantes y Galdós. Paradójicamente, al revés de lo que suelo hacer cuando escribo ficción, donde rara vez empleo la primera persona, ahí se me presentó como una necesidad inevitable: contar por qué había elegido a Barea, qué fibra personal tocaba su figura y su obra. Seguro que hay más precedentes, pero el único que yo tuve deliberadamente en cuenta fue un librito de Tóibín de nuevo que creo que no está traducido al español, On Elizabeth Bishop.
—Me ha impresionado muchísimo la relevancia que tuvo la obra de Arturo Barea fuera de España. ¿Qué destacarías de La forja de un rebelde como obra literaria más allá de la coherencia del personaje? ¿Fue una obra demasiado moderna para la época?
Es una trilogía esencial para comprender la España de principios de siglo XX y, de camino, la de hoy día. Es un documento único. Además, sobre todo el primer volumen, es una novela de primera calidad, con una frescura e inmediatez que no han conservado otras obras de la época. El lenguaje sencillo y directo de Barea, desprovisto de florituras retóricas, ha envejecido mucho mejor que el de la mayoría de sus coetáneos. En ese sentido, sí me parece más moderna que la narrativa que se estilaba por entonces. Date cuenta también de que explora un terreno híbrido difícil de catalogar. Porque qué es exactamente: ¿una novela autobiográfica, unas memorias noveladas, eso que ahora llaman con pedantería autoficción…?
—Diría que hay unas similitudes muy claras entre tú y el personaje de Arturo Barea, al menos en lo que a personalidad se refiere.
Bueno, no lo sé. Tal vez… Quizás, sobre todo, en los brotes de mal humor… Eso difícilmente podría decirlo yo. Tendrían que decirlo los otros.
—Olga, la protagonista de Entre mujeres, es una mujer en plena transición, como en ese momento se encuentra el pueblo de Minas de Riotinto. ¿Qué conexión tiene con Arturo Barea? Salvando las distancias, me han parecido personajes similares. Ambos son difícilmente encasillables, tuvieron que trabajar muy duro para hacerse un hueco en el mundo pese a su familia, al tiempo que fueron rechazados por toda clase social. ¿Son todos un trasunto de ti mismo?
No se puede comparar. Barea no es un personaje de ficción. Existió y, por mucho que uno haya investigado sobre su obra y su carácter, es imposible saber completamente cómo fue. Pero si aceptamos el paralelismo, podríamos decir que ambos son unos desclasados: Barea de abajo arriba y Olga, más o menos, al contrario. En el libro sobre Barea cuento cómo yo también me he sentido siempre un poco fuera de lugar… En eso quizás haya algún parecido… Además está esa forma de valor que para mí consiste en decir no, sobre todo cuando a quienes se lo tienes que decir son supuestamente los tuyos… No lo sé.
—También hablas de cómo Barea abominaba del mundo literario. ¿También te pareces en ese sentido?
Sí, en ese sentido sí. Indudablemente.
—Cuestionas algunos conceptos, popularizados entre otros por Trapiello, como el de la «Tercera España» y aquella idea de que los escritores afines al bando sublevado ganaron la guerra pero perdieron la literatura…
Porque es que es mentira. Los escritores franquistas fueron leídos y estudiados con profusión durante la dictadura, y Barea o Max Aub siguen sin estudiarse en los institutos. Y luego hay una falacia que tiene que ver con la calidad y la explicitud de la ideología: ¿de verdad me vas a poner en pie de igualdad a Barea con Agustín de Foxá? En cuanto a lo de la “Tercera España”, qué quieres que te diga… Me parece otra mentira. No conozco a nadie que la invoque que en el fondo no sea de derechas. Yo no creo ni siquiera que existieran las dos Españas de Antonio Machado. La mayoría de los soldados que lucharon en la guerra civil lo fueron a la fuerza, como demostró James Matthews; no tenían una ideología tan marcada como para querer matar al vecino. Azaña o Chaves Nogales eran inequívocamente republicanos. Porque ¿dónde ponemos el punto medio?
—Sin embargo, el caso de los Machado es paradigmático en este sentido. Manuel fue olvidado, mientras que Antonio fue glorificado e incluso reivindicado por los sublevados. En este sentido, son reveladores los diarios de José María Souvirón…
¿Y no crees que hay motivos de sobra para que Antonio fuera glorificado? La hondura de su poesía no es comparable con la de nadie… Y a Manuel lo están reivindicando mucho desde hace años… Ahora mismo hay una exposición en Sevilla, inaugurada con todo boato, dedicada a ambos… Pero hablar de Antonio Machado son palabras mayores…
—Recientemente has publicado en la revista Centauros algunas entradas de tu diario. ¿Cómo surge lo de llevar un diario? ¿Qué importancia le das dentro de tu literatura?
No llevo un diario de manera constante, escribo cosas que se me ocurren en cuadernos esporádicamente. Desde 1999 a 2014, sí llevé un diario de forma más regular, pero tiré todas las libretas en las que estaba escrito. Me pareció que era un testimonio de un malditismo falso y quejumbroso, y pensé que no me gustaría que un día lo leyeran mis hijos. Lo que llevo ahora es, más que otra cosa, un ejercicio para matar el vicio de la escritura: pequeñas anécdotas, estados de ánimo celebratorios, notas de libros o música sobre todo…
—¿Diaristas de cabecera?
Me gusta mucho leer diarios. Le dediqué una novela entera a Mihail Sebastian a partir de los suyos. Los de Virginia Woolf también los frecuento cada cierto tiempo. Y luego están los de Victor Klemperer, el de Ana Frank… Con testimonios así no hace falta la ficción, ¿verdad? De los últimos años, me divertí mucho con los de Iñaki Uriarte. A los de Chirbes, en cambio, les pasa un poco como a los de Pavese, que para leerlos hay que tener presencia de ánimo.
—Diaristas aparte, ¿qué escritores te interesan especialmente? ¿Algún autor actual?
Pues me gustan muchos, de todas las épocas y distintas lenguas. Algunos permanecen y otros decaen y son reemplazados por voces a las que antes no había prestado atención por los motivos que sean. Por ejemplo, últimamente leo más a mujeres que a hombres, quizás como reacción a un tipo de literatura que me gustó mucho en su día y que hoy se ha alejado de mi sensibilidad: pienso en Philip Roth, por ejemplo. El escritor al que más debo, en todos los sentidos, es Antonio Muñoz Molina.
—Has presentado recientemente Entre mujeres en la Feria del Libro de Huelva. ¿Qué tal ha sido la experiencia?
Al final no que una presentación. Por lo visto, el nuevo Ayuntamiento ha recortado el presupuesto de la Feria y eso limitó las actividades. Estuve firmando en la caseta de Saltés. Quise ir porque es una librería con la que siempre he mantenido un vínculo sentimental. Además conocí a su actual propietaria y me pareció una heroína, una verdadera activista de la literatura contra las circunstancias.
—Por último, ¿algún nuevo proyecto literario entre manos?
No. Quiero disfrutar de no tener que estar escribiendo un libro. Este verano escribí un ensayo breve sobre Isabel Quintanilla que, quizás, acabe convirtiéndose en el primer capítulo de un volumen sobre pintura. Pero más allá de eso no hay nada. A la ficción no se la puede buscar, tiene que llegar por sí misma.