Alejandro Bellido. El otro día daba un paseo después de salir del trabajo por la Gran Vía de Huelva. Iba yo a lo mío, charlando con mi novia, cuando de repente me encuentro con Elías Pérez, un director de cine onubense, de mi pueblo, San Juan del Puerto. Qué alegría me dio verlo, y eso que supe de su existencia hace poquísimo. Y de casualidad. Fue una noche de estudio en la que necesitaba despejarme, así que eché mano de Filmin. Quise buscar alguna serie o película para desconectar un poco. Buscando y rebuscando me topé con un cortometraje que captó mi atención. El título ya me pareció interesante: Se van sus naves. Pero fue leer la sinopsis y me dije: “Esto es lo que estabas buscando”. Así que le di al play y, al cabo de ocho minutos, quedé encantado. Me pareció un relato magnífico de la emigración, en general; todo ello contado a través de una historia que no sonaba a símbolo barato, subyugado a la idea que trata de representar.
Todo esto lo contaba Elías Pérez a través de unos personajes creíbles, de carne y hueso, con un pesado drama a cuestas que anclaba a la protagonista de la historia a la pequeña tienda de su padre. Y, por encima de todo, me pareció ver detrás a un director –o directora; desconocía quién había dirigido esa película tan bien lograda–. Y me refiero a que vi a un artista de la imagen, alguien que sabía contar con la cámara siendo sutil, sugerente, poético. Recuerdo ese barco pintado de rojo que la protagonista deja flotar en la piscina antes de contarle a su padre que va a dejar la tienda para marchar al extranjero y buscarse la vida. En el momento en que decide resignarse y quedarse con él en la tienda, la cámara enfoca ese barco de papel, hundido, y el rojo de la tinta diluyéndose como si fuera sangre. Un barco y una sangre que nos llevan al fracaso de ese primer paso, frustrado, que da la protagonista para salir en busca de su futuro. Como se ve frustrado el futuro de otro de los personajes del corto, la amiga de la protagonista, que a raíz del Brexit se ve obligada a volver a España. Como los que emprenden el viaje en una patera o un cayuco para acabar ahogados en el mar, su vida diluyéndose en las aguas como la tinta de aquel barco… La imagen de ese barco de papel era, como digo, magnífica.
Así que después de ver el corto, impresionado, fui a buscar quién era su director. Y cuál fue mi sorpresa cuando descubro que era un chaval de mi pueblo y encima más o menos de mi edad —millennial como yo—. Entonces vi que tenía otra película subida a esa plataforma: El prenauta. Era otro cortometraje, aunque esta vez un poco más largo: 20 minutos. Leí la sinopsis y me dije: a verlo. Trataba de ese enigmático marinero onubense, esa figura mítica, ese Shakespeare u Homero de la navegación llamado Alonso Sánchez. Lo vi, y lo primero que se me vino a la cabeza fue: “Esto tendría que emitirse en las aulas de todos los institutos de la provincia de Huelva”.
De nuevo, además, tuve la sensación de que Elías sabía muy bien dónde colocar la cámara, qué efecto pretendía provocar en el espectador. Y todo pese a tratarse de su primer cortometraje, su primera obra, emitida en 2019. Me gustó ese detalle de colocar la cámara casi a la altura del agua para que el espectador sintiese lo mismo que Alonso Sánchez y su compañero, agarrados a un tablón de madera y a merced del vaivén de las olas, prestos a hundirse, a perder la vida sin tener siquiera la oportunidad de contar qué habían visto al otro lado del Atlántico.
Además, la factura técnica era impecable; me pareció que el resultado era muy profesional, perfectamente creíble, cosa difícil de conseguir en un relato histórico, y sobre todo cuando no se disponen de los disparatados presupuestos que manejan allá por Hollywood —y si no, que se lo digan a Águila Roja…—.
Aquí ya me quedé prendado del director y al mismo tiempo muy extrañado. Me parecía haber visto dos obras radicalmente diferentes: por un lado, un cine tremendamente contemporáneo, realista, intimista y al mismo tiempo social, en la estela de directores españoles como Celia Rico o Juan Miguel del Castillo con su Techo y comida. En literatura me pareció muy en la línea de Abraham Guerrero Tenorio (Arcos de la Frontera, 1987), a su poemario Toda la violencia y especialmente a Las luces de Hannover, con ese relato de la inmigración y su fracaso, ese relato de la crisis.
Pero, por otro lado, con El prenauta, mostraba otro tipo de cine; histórico, para empezar, y con pretensiones, parece ser, muy distintas. ¿Qué eran estas dos películas, tan aparentemente distantes entre sí? Me puse a buscar información sobre Elías Pérez, comencé a escuchar y a escuchar entrevistas recientes buscando alguna respuesta. Y entonces todo se resolvió: las dos películas pertenecían a una misma trilogía. La trilogía del agua, se llama. Y ahí todo cobró sentido. Como la trilogía de la depresión de Von Trier o la trilogía de la venganza de Park Chan-wook, Elías quería hacer un estudio, un ensayo, a través de sus películas de la importancia del agua en nuestras vidas. El camino que nos lleva a un futuro mejor, pero también la tumba para algunos. Y, al mismo tiempo, la vía para descubrir un mundo nuevo, como en el caso de Alonso Sánchez. Todo, repito, cobraba sentido: épocas diferentes unidas por lo mismo, por ese líquido elemento llamado agua, benévolo y a la vez terrible. Me recordó aquí a ese poemario de Adalber Salas, Nuevas cartas marítimas, donde el poeta venezolano trata de acercarse a ese monstruo gigante y extraño llamado “mar”, utilizando testimonios de otras épocas.
Pero me faltaba algo. Esa tercera parte que completaba la trilogía. Me escuché una entrevista que dio en la radio y resulta que esa tercera parte estaba terminada y la había estrenado en abril en Holea. Maldita sea, me la perdí, ¿cómo no me enteré antes de que en mi pueblo había un director de cine?, me decía. Quería verla, completar esa trilogía, ver hacia qué nuevos significados sobre el agua nos mostraba Elías Pérez. En esas estaba cuando, unos días después, voy y descubro que Carroña —así se llama la tercera parte— va a emitirse de nuevo en el 50 Festival de Cine Iberoamericano (15-23 de noviembre), ya que es uno de los 19 cortometrajes que van a presentarse en la sección oficial. No me lo perderé.
Decía en otra entrevista que este corto trata de un jefe que se ve atrapado en un desierto desprovisto de agua. Y me gustó eso, porque además suena a onírico, surrealista, radicalmente diferente a lo anterior. Para colmo, este cortometraje le ha valido el premio a mejor director joven en el Festival de Cine de San Sebastián; además, Carroña se llevó el galardón al mejor cortometraje de suspense en el Akida Film Festival de Sevilla.
Todo esto estaba en mi cabeza, todo eso quise decirle a Elías Pérez cuando lo vi pasear por la Gran Vía el lunes: hacerle saber que su obra llega, que hay gente que le sigue la pista y está ansioso por ver Carroña, y el documental que está dirigiendo en estos momentos y todo lo que salga de sus manos. Porque ver despegar el talento de esta tierra es un orgullo, sin duda, pero también una inspiración para los que humildemente queremos aportar algo a esa cosa gigante y extraña, como el mar, llamada arte.