Alejandro Bellido. Paseaba por Punta Umbría el sábado pasado, y enseguida me di cuenta. Fue mientras cruzaba la calle Ancha. Hacía calor aún, todo el mundo iba en manga corta y paseaba o tomaba una cerveza en las terrazas de los bares aprovechando la demora del otoño. Parecía verano, podríamos decir. Pero no: eran solo las sobras de aquel tiempo, más pleno, más feliz. Había algo en el ambiente que lo decía. Se notaba en los viandantes y en los que pasaban la tarde al fresco tomando algo. Se notaba en el cansancio de sus rostros, en las ojeras enormes apenas tapadas por las gafas de sol. Se había acabado el verano, y les había tocado ya volver a la triste normalidad. Y, sobre todo, lo decía la falta de ajetreo. La carencia notable de ese bullicio ocioso que a esas horas, hasta hace muy poco, poblaba la arteria principal del pueblo y la colmaba de alegría. Ahora, no había un ápice de aquella ociosidad, sino un cierto movimiento perezoso de gente aletargada por el trabajo, por los compromisos, por los problemas con la burocracia, por los niños en el colegio… En resumen, por esa picadora de carne que llamamos rutina.
Punta Umbría parecía un lugar en standby, en espera: estaba entre un atrezo desangelado, polvoriento, que esperase a los actores para rodar esa película que nos dijese que la vida es bella; y una orilla seca que ansiase la subida fresca de la marea. Esa marea que le traería de nuevo esos paseos sin rumbo por la plaza Pérez Pastor. Esos adolescentes afiebrados que volverían a bordar en letras de oro algún amor inolvidable en su memoria. Las familias encantadas celebrando en un marco perfecto la llegada de un nuevo miembro, ese que vendría a alegrar algo después la Navidad, antes tan triste, tan llena de ausencias. Esas parejas de ancianos paseando por la ría, hablando de que ya mañana al fin llegarían los nietos, ese otro verano.
Todo eso se había desvanecido. Y mientras tanto, Punta era un lugar que dormitaba y dormitaba. Como dijo el poeta: “¡Cuánta nota dormía en sus cuerdas / como el pájaro duerme en la rama / esperando la mano de nieve / que sabe arrancarlas!”. Esa mano de nieve que, en medio de una oficina o de una clase de Matemáticas, aún tiembla, estremecida, con el recuerdo de esa melodía.