RFB. Impresiona el relato de una vida como la de Manuel Santana Fernández. La serie ‘Memoria de los pueblos de Huelva‘ se enfoca con él hoy en Lepe, donde el padre lo registró al nacer. Con Santana nos acercamos a un mundo, el de la mar, el de la pesca, que para nosotros es irremplazable como elemento de identidad del singular término costero onubense.
En Manuel se representa a una gente que ha trabajado duro, que ha buscado la sonrisa con tesón en la adversidad. Todo muy lejos de las comodidades que una mayoría de las actuales generaciones disfrutan, pero con la suerte de vivir conectado con la naturaleza, con aquel lugar del que todos procedemos, el inmenso horizonte marino. Gente valiente, auténtica, cabal, de la que debemos sentirnos orgullosos.
Hablábamos con Manolo ‘Pasitas’ -el mote de la familia que según advierte se ha quedado en él, porque no lo usan en el pueblo para sus hijos- en la marquesina de la Ermita de la Bella. Al escucharlo pensábamos que este hombre es patrimonio vivo de Lepe, un verdadero tesoro etnográfico. Su voz ronca y un inconfundible acento de la tierra aderezan un relato que sentimos apasionante.
Esas vivencias grabadas en su mente y corazón son el libro de historia más valioso que cualquier paisano puede abrir y consultar. En los restos del poblado de la Real Almadraba de Nueva Umbría, frente a El Rompido pero del término municipal de Lepe, hoy felizmente en restauración, se encuentran muros, piedras, tejas y otras estructuras. Como dice el alcalde, Juan Manuel González, en la introducción del audiovisual, tal enclave, y el conjunto de la flecha, no deja de ser emblemático para la localidad costera.
Fascina imaginar la vida en ese núcleo en su etapa de apogeo, con doscientas familias conviviendo con armonía y solidaridad en la temporada del preciado e inmemorial atún transeúnte. El antiguo poblado, máxime restaurado, nos da la oportunidad.
Pero, mejor aún, contamos con el privilegio de la presencia de Manuel Santana, quien abrió los ojos por primera vez allí, que jugó en la arena, en el río y la playa más virgen que uno pudiera pisar, entre tomillos, cardos, azucenas de mar, junquillos y retamas. El está vivo y formó parte de aquello en primera persona hace más de siete décadas. Por ello puede darnos la mano en un maravilloso viaje por el tiempo y llevarnos a esos años cuarenta y cincuenta de tan emblemático lugar. Los atunes se destinaban a la venta, pero el resto de especies que capturaban, bonitos, anchovas, caballas y demás, eran repartidos entre los trabajadores.
Nos decía Manuel, el último almadrabero de Nueva Umbría, que en la Almadraba de la postguerra había restricciones, escasez… pero más había en Lepe. Ellos pasaban seis meses en el poblado y los otros seis de cada año en el pueblo. La madre de nuestro protagonista cuidaba de sus hijos y trataba de alimentarlos apañándose como podía. Recuerda Manuel el pan que hacía con trigo e higos y que cocía en un horno de una vecina. «Los higos quitaron mucha hambre en aquellos años -resalta-«. Cuando venían temporales y pasaban los días sin faenar era el recurso más agradecido para poder comer.
Su padre trabajaba en la almadraba y luego se lo llevaba, adolescente, a la chirla, a coger cañaíllas y otros productos de la bendita mar. Manuel habla y las palabras que le surgen denotan sabiduría e intensa experiencia terrenal. Sus arrugas y la tez morena son el tatuaje del acontecer en más de cuarenta años de embarque desde que empezó muy joven y al poco definió su profesión como contramaestre. Un gran contramaestre que ha dejado huella, siendo querido y respetado por los marineros que han convivido con él en las duras faenas de la mar.
Muchas las anécdotas que puede contar y algunas de las cuales compartió con nosotros. Nos acompañaban amablemente dos de sus hijos, José y Francisco, y su nuera Pepi Colorado. Ellos, con discreción, intervienen en algún momento de la charla para darle alguna pista a Manuel en la búsqueda de recuerdos en la memoria. Se percibe el orgullo que tienen por su padre y suegro, respectivamente, sentimiento germinado por la trayectoria labrada de una buena persona, amante de su familia y ejemplar como profesional.
Manuel Santana en varias ocasiones durante la conversación se emocionó reviviendo pasajes y hablando de quienes quiere. En particular de su mujer, Manuela Adelina, «una santa -proclama-«, que supo desempeñar con brillantez ese trascendental rol de esposa en tierra. Él, a base de mucho esfuerzo, nunca dejó de sustentar a la familia con holgura. Pero ello comportó grandes sacrificios, mucho más tiempo en la mar que en tierra. Señala a José y nos dice, por ejemplo, que nació cinco días después de que zarpara en una marea. Tardó once meses en volver y el pequeño llegó inicialmente a rechazarlo. Su Manoli -otra hija, que era algo mayor- no lo extrañaba, pero con el niño no era lo mismo entonces. Paciencia y cariño resolvieron la situación, pero reconoce que sufrió por ello.
De más joven, tras la crianza en la Almadraba, Manuel Santana estuvo trabajando en ella dos temporadas. El padre lo hizo durante nada menos que cuarenta años -el mismo dilatado periodo que su hijo luego estaría embarcado en pesqueros onubenses-. Posteriormente esta pesca artesanal del atún en Nueva Umbría dejó de operar y nuestro protagonista se fue a la mili. La hizo en la Armada, y estuvo destinado en el destructor ‘Churruca’. Curiosa anécdota el hecho de que fue uno de los que enseñó a jugar al tute al entonces príncipe Juan Carlos de Borbón, con quien coincidió en la tripulación del buque en 1961.
Santana empezó a navegar en un pesquero de Antonio Pelayo, en ‘fresco’. Más tarde embarcó en congeladores, faenando en diversos caladeros de la costa occidental africana. Le preguntamos por el buque que más le gustó, en el que se sintió más cómodo. Nos dice que en el ‘Marismeño Primero’, también de Antonio Pelayo, en el que se llevó mucho tiempo.
Fue un pesquero que estaba muy bien habilitado y en el que coincidió con un patrón gallego, Manolo el Gordo -no se acuerda del apellido-, que para él ha sido el mejor con el que ha navegado. «Era un patrón maravilloso, ese hombre era un santo, era gallego pero llevaba mucho tiempo en Huelva… era huelvano. Y el barco estaba muy bien arranchaito -apostilla-«.
Al hilo le preguntamos por el mejor patrón que ha conocido pero lepero, y nos señala con orgullo a José, su hijo, que es patrón de altura. Lo comentamos riéndonos por la ocurrencia pero sabedores de que lo dice en serio. De hecho, efectivamente, ha llegado a navegar con él, en un par de mareas.
Eso nos da un poco de pie para la guasa, preguntándole sobre quién daba las órdenes, el patrón o el padre. Nos reímos. Entra en la conversación entonces la pequeña historia en este sentido de Francisco, el otro hijo -de los cuatro que tiene- que nos acompaña. A Francis siempre le gustó la mecánica, aunque hoy es policía local. Derrotero muy distinto a sus deseos iniciales, porque lo que quería es ser mecánico naval. El padre no estaba por la labor y trataba de quitárselo de la cabeza. Francis no lo entendía y reclamaba que si su hermano se dedicaba al mundo de la pesca porque no lo iba a hacer él.
Un día, nos cuenta Manuel Santana, «lo llevé con el hermano a las pruebas de pesca de un barco recién botado, que se llamaba ‘Bella’. Iban varios invitados, incluso el Comandante de Marina y el propio armador. Pero había levante y el barco tuvo bastante movimiento. Casi todos se marearon y Francis terminó vomitando sin parar. Al final pedí que volviésemos que si no al niño le iba a dar algo. Se le quitaron las ganas de ser mecánico naval para siempre«.
Nunca estuvo en tierra en el nacimiento de sus cuatro hijos, uno de los tributos pagados en su dura profesión.
Le preguntamos a nuestro protagonista por si ha tenido miedo embarcado. Se pone serio y afirma sin reservas. Nosotros pensamos que sería el miedo del valiente, tras lo que vino a contarnos. Seguramente en muchas ocasiones pudo tenerlo, pero en dos en concreto resulta de sendas historias que nos dejan verdaderamente impactados.
Una de ellas nos sitúa en la costa africana. Estaban faenando de madrugada, en noche cerrada, y se dispuso a realizar una de las tareas que asumía personalmente en la zona de la rampa del pesquero. De pronto el barco dio una guiñada brusca con el desgraciado resultado de que se vio en el agua sumergido, agarrado a una de las puertas de pesca.
El barco avanzaba y la puerta no emergía. El se quedaba sin aire y comprendió que se podía ahogar, de modo que terminó soltándola y pudo salir a la superficie a respirar. Pero eso suponía abandonar la asidera que le unía al buque, quedándose solo en medio del océano. Se emociona Manuel reviviendo aquel momento en el que, en la noche fría y oscura, se iban alejando las luces del pesquero, donde no habían detectado la caída al agua del contramaestre.
Imaginarse ese terrible escenario, que abocaba a un fatal desenlace, le pone a uno los vellos de punta. A parte de la incertidumbre, de la angustiosa soledad, tratando de mantenerse a flote sentía el contacto de tiburones, que le daban con la cola.
En el barco empezaron a preguntar por Manuel al notar su ausencia. Afortunadamente el pesquero viró y puso rumbo de vuelta al camino recorrido. Dos horas después de la caída al mar, los potentes focos del buque divisaron a Manuel Santana entre las olas y pudieron embarcarlo, abatido por el esfuerzo. Tras unos momentos tumbado en cubierta recuperándose, se fue al camarote, se duchó, se cambió de ropa y se colocó unas botas nuevas -las otras las había soltado para flotar mejor-. Sorprendió al resto de la tripulación poniéndose de nuevo a faenar, a pesar de la insistencia en que lo dejase y se fuese a descansar. Hoy lo puede contar, gracias a Dios y a la Virgen de la Bella.
Pero no quedan solo en este impresionante suceso los avatares del contramaestre lepero. En otra ocasión, a principios de abril de 1966, en el ‘Tía Alodia‘ salieron de Dakar a media noche. El patrón de costa y un timonel en el puente y los demás descansando o dormidos en los catres. Al poco, el barco encalló en los bajos rocosos próximos a la Isla de las Serpientes. El susto fue inmenso por lo estruendoso del golpe y sus consecuencias. Barco a pique y otra noche fría y de miedo en el agua, a la que se echaron diez de los quince tripulantes -cinco embarcaron en una balsa-. Los primeros nadaron hasta quedar a salvo en la isla, y al cabo del tiempo una patrullera francesa los rescató y llevó a Dakar.
Allí pasaron una odisea de 21 días, dado que el armador decía que no disponía de recursos para repatriarlos. Al final pudieron volver a España gracias al recordado cura de Huelva Ignacio Palacios, que buscó dinero y gestionó el ansiado retorno.
Una vez jubilado, en tierra, a Manuel Santana le faltaba un poco de actividad, tras tantos e intensos años en la mar. El iba a ver al San Roque de Lepe desde la grada, como un aficionado más. Y un día le llamaron para actuar de utillero. El que ocupaba ese puesto iba a responsabilizarse de otro desempeño y quedaba vacante. De primeras no se veía en ello, pero el saliente le dijo que le ayudaría a dominar el asunto y así lo hizo. Tardó solo una semana en tener el tema controlado. Se llevó allí tres años y terminó dejándolo, pero en el periodo en el que estuvo el San Roque ascendió a Segunda B.
Se considera afortunado. Está muy contento de haber nacido en el término de Lepe, y más concretamente en la Almadraba, donde destaca que fue muy feliz. Las difíciles situaciones por las que pasó en la mar le hacen valorar la supervivencia. «Hombre, estoy vivo -dice». Añade, que si tuviera que empezar de nuevo «con la experiencia que tengo ahora, me la buscaría en tierra. No iría a la mar, eso por supuesto que no«.
Tiene ocho nietos, cuatro biznietos y dos que vienen de camino. Disfruta mucho con su gran familia, sabedor de que es una segunda oportunidad que la vida le ha dado para compensar aquellas ausencias que tuvo que padecer en relación a sus hijos. Estos, cuatro como decíamos, también tratan de recuperar un tiempo que el destino lo hizo difícil, pero que a Dios gracias felizmente queda en olvido al poder verlos hoy, a Manuel y su señora, cada día que amanece en la querida localidad lepera.
AUDIOVISUAL:
Manuel Santana, almadrabero.
Manuel Santana , contramaestre de Lepe.
Fotogramas y audiovisual de Lucía Espinosa.