Texto, fotos y mapa: Antonio Delgado Pinto, autor de REMANDO EN ROJO. El Tinto es, junto a su hermano Odiel, un río diferente a todos los que surcan la tierra firme de cualquier continente. Sus aguas rojas y negras, anaranjadas a veces, ácidas y saturadas de metales pesados, atraviesan de norte a sur nuestra provincia otorgándonos un original paisaje lleno de belleza. Los onubenses tenemos la fortuna de tenerlo cerca y poder disfrutarlo. Unos cien kilómetros recorre desde que nace en la sierra del padre Caro hasta su desembocadura en la Punta del Sebo, creando un cauce espectacular preñado de extraordinarios cromatismos y tremendo relieve. Los británicos lo eligieron para trazar una gran parte del tendido ferroviario que se encargó de dar salida a la pirita de las minas de Riotinto. Todas esas singularidades, que hacen del viejo Urium un río distinto a todo lo conocido, han hecho que lo haya elegido para poner fin a esta serie de ocho capítulos que he llamado LOS RÍOS DE HUELVA EN KAYAK.
Para hoy hemos preferido hacer un recorrido diferente al que efectué para REMANDO EN ROJO, y entre mis hermanos y yo hemos decidido salir desde la desembocadura del arroyo Helechoso, junto al molino del mismo nombre, remar hacia el sur rodeando Niebla y llegar hasta el molino de San Martín, más allá de la antigua estación de tren de Las Mallas, lo que queda de la playa de vías y los depósitos de minerales. Es una ruta más corta de lo habitual porque sabemos que tendremos que portear varias veces y que los rápidos que se forman en algunos lugares donde abundan las rocas en el lecho del río pueden obsequiarnos con algunas incomodidades.
Flotamos mientras terminamos de instalarnos en las bañeras de los Konero, al tiempo que el agua nos lleva suavemente río abajo. Por fin empezamos a palear. Aquí el Tinto es amplio y tranquilo. No debe de haber mucho más de dos kilómetros y medio hasta el primer sitio de porteo, el azud del molino del Puente, a un tiro de piedra del puente romano. El día ha amanecido despejado y sin viento. Algunos agricultores nos saludan desde tierra. La charla relajada y los silencios se solapan sin prisa mientras los kayaks cortan el agua negra y rojiza dejando ondas suaves que deforman el reflejo del paisaje en la superficie.
El Tinto dibuja, entre el lugar donde hemos embarcado y el propio pueblo de Niebla, una curva amplia hacia el sur, cuyo final no podemos ver desde aquí (1). Navegamos en paralelo a la explanación ferroviaria, en la que se asentaron las vías hasta bien entrados los años noventa. Esquilmadas por los desaprensivos con la complicidad de las administraciones, nada queda de ellas si no es el rastro de piritas mezclado con el balasto que soportó el tendido minero.
Seguimos paleando cerca unos de otros. La curva bordeada de eucaliptos nos deja ver de pronto el lugar donde se asienta la vieja Ilipla. Ahí está su puente esperando a que lleguemos hasta allí y rodeemos sus murallas por el sur. En la charla que mantenemos hay lugar para los recuerdos de la infancia. No muy lejos de donde navegamos ahora, a pocos metros de la otra orilla, estaba el paso a nivel, engullido ahora por el nuevo trazado de la carretera, donde más de una vez nos detuvimos a bordo del Gordini de nuestro padre, esperando a que pasaran aquellos trenes mineros oscuros y eternos. En esa época de nuestra niñez, no sabíamos que aquellas poderosas Garratts de vapor llegaban a arrastrar cuarenta y hasta cincuenta vagones de mineral. Hablamos de ese recuerdo, aún nítido a pesar de los años transcurridos y del cambio experimentado desde entonces en todo lo relacionado con la minería de nuestra provincia y sus ferrocarriles. De todo aquello solo queda una maltrecha caseta a orillas de la carretera.
Más de un metro de altura tiene esta presa que conducía el agua hasta el molino del Puente (2). Aprovechando que tenemos que desembarcar para portear los kayaks hasta más allá del azud, decidimos hacer una visita al edificio, probablemente el más moderno de todos los molinos harineros que jalonan el cauce del Tinto. Exteriormente tiene el aspecto de una casona encalada. Nos abrimos paso entre la maleza que oculta la puerta de entrada. Hasta cuatro piedras dobles de moler hay en su interior; me tomo mi tiempo para fotografiar este ingenio de más de dos siglos de antigüedad.
Son más de las once y media cuando subimos de nuevo a los Konero para acompañar al río Tinto en esa curva gigantesca que abraza el lado sureste de la muralla. En este lugar el cauce del río no es más que un lecho pedregoso en el que serpentean algunos caminos de agua roja que la lluvia de los últimos días ha transformado en rápidos en los que tendremos que tener cuidado. Los rizos y las ondulaciones blancas que se forman en este lugar destacan más con el color anaranjado de estas aguas superficiales. Aquí tenemos el puente romano de Niebla, como un gigante tumbado a todo lo ancho del río que nos dejase algunos huecos para pasar (3). En realidad, su aspecto actual no es el del primitivo puente romano que formaba parte del itinierario Antonino, ya que algunos de sus arcos fueron reconstrucciones posteriores de la época musulmana.
Pasamos bajo uno de sus arcos y entramos en una zona de mayor vegetación. A nuestra derecha, a una cota bastante elevada, serpentea la muralla del castillo siguiendo la orografía del terreno. Los ruidos cotidianos de la fábrica de cemento nos llegan desde la otra orilla, más allá de los árboles que escoltan nuestra ruta. En la margen derecha, surge la torre del Oro (4). Hablamos de la leyenda que asegura que sus campanas de oro cayeron al río Tinto y desde entonces prestan el color anaranjado y rojizo a sus aguas.
Frente a nosotros se levanta un nuevo puente, esta vez de hierro sobre apoyos de hormigón (5). Visto desde abajo es enorme. Es el viaducto sobre el que discurre el ferrocarril Huelva – Sevilla. Pasamos bajo él al tiempo que el río traza una nueva curva a la derecha, cambiando nuestro rumbo hacia el oeste. La compañía de las murallas del castillo continúa fiel a nuestra derecha (6). Seguimos navegando, al frente en la margen izquierda la vegetación ha disminuido. Las elevaciones que hay más allá de donde estuvieron las vías mineras pertenecen a la cantera y al horno de cal, con la que se pintaban las estaciones y poblados que jalonaban el tendido ferroviario minero. RIO – TINTO, puede leerse aún en la parte superior de una de las construcciones (7).
Seguimos remando, bordeando la ciudad amurallada. En la orilla derecha se alza el molino de la Puerta del Buey, no lejos de la nueva estación de tren (8). Justo antes de llegar al puente del ferrocarril minero, que con sus ciento cincuenta metros es con mucho el más largo de todo el recorrido, nos encontramos con una zona rocosa donde no hay más remedio que portear. Tras pasar bajo el antiguo tendido ferroviario, aprovechamos para atracar, subir hasta el puente recién restaurado y cruzar de orilla a orilla sobre él (9). De la gran playa de vías que existió hasta finales de los años ochenta no queda más que una extensión pedregosa y desierta. En medio de este terreno calcinado perviven los restos de los edificios de la antigua estación y de los depósitos de minerales, muy parecidos a los de Zarandas, Valdelamusa o los del Polvorín en la capital. Nos parece mentira que este terreno, yermo ahora, haya sido testigo del trajín diario de los operarios ferroviarios, del ir y venir de convoyes de pirita, del latido rojo que alimentó a gran parte de la provincia de Huelva durante todo un siglo (10).
Dejamos atrás Niebla justamente en el lugar en que el río empieza a separarse del trazado del ferrocarril minero, sabemos que el trecho de vías que queda hasta Huelva fue el primero en quedar sin uso. A mediados de los años setenta el mineral empezó a ser descargado en los depósitos de Niebla y cargado en camiones, para ser llevado desde aquí hasta el puerto por carretera. Diez años más se prolongaría la vida del ferrocarril de Riotinto, aunque fuera sólo hasta este lugar.
Bogamos a veces entre peñascos anaranjados y amarillos, marrones y violáceos, que emergen de la superficie. A unos centenares de metros, también en la orilla derecha vemos el primero de los molinos que hay en esta zona, el de San Martín, punto final de nuestra ruta de hoy (11).
Navegamos en un tramo donde vuelve a haber más profundidad y la remada es cómoda. Nos acercamos al molino. Desembarcamos y arrastramos los Konero hasta dejarlos en seco. Penetramos en el edificio. Su interior tiene forma acodada, aún pueden verse algunas bóvedas curiosas, arcos embutidos en los gruesos muros, en los que se abren algunos boquetes, su interior alberga varias piedras molinares. Hago fotos procurando enfocar algunos detalles que la sombra oculta.
Fuera las aguas del Tinto saltan casi un metro por un hueco en la presa del molino. El blanco de la espuma contrasta con los rojos y los anaranjados del río. Al igual que el resto del cauce, este es uno de esos lugares que reclaman a voces una fotografía. Sacamos bocadillos y fruta de los tambuchos y hablamos del hechizo de colores que nos rodea. Un poco más allá vemos una construcción semisumergida que atraviesa el cauce de orilla a orilla y que recuerda los cimientos de los tajamares de algún viejo puente. Es lo que queda del dique que medía el nivel de las aguas del Tinto (12). Nos acercamos andando mientras comemos. Vemos otro molino, esta vez en la margen izquierda. El molino de Loza, informa uno de mis hermanos señalándolo. Sabemos que algo más lejos están el de Angorrilla y el de la Higuera, también en la orilla opuesta, pero esos quedarán para otra travesía.
Comemos y contemplamos las aguas rojas huyendo hacia el sur, buscando las de su hermano, el río Odiel, para desembocar juntos en el Atlántico, más allá de la Punta del Sebo, sintiéndonos testigos privilegiados de este lugar y de este momento.