Emilio Romero. José María Romero Silva, el ‘minero de bien‘, era una persona que pensaba mucho en el pasado. Y pensando llegó a la conclusión de que su vida había estado totalmente cambiada. Que lo que debía haber hecho como niño, lo estuvo haciendo ahora y lo de ahora se vio obligado hacerlo cuando era un niño.
De niño, cuando lo que debía haber estado haciendo era ir a la escuela, como todos los niños hacen, tuvo que irse al campo a guardar cabras, profesión o labor que es de personas mayores y no de un niño con solo 10 años. Y de haber sido un niño y estar viviendo de sus padres, fue él el que tuvo que buscar comida donde la hubiese, para que su padre enfermo no muriera.
«Tan cambiada había sido mi vida -nos decía-, que mis padres se acostaban sin que yo, que era un niño, estuviera en mi casa. Tenía que dormir junto a las ovejas, sólo y sin compañía, cosa esta que era para que también fuera realizada por un hombre que no le diera miedo dormir solo en el campo«.
Y digo que está cambiada porque las cosas que debió aprender de joven las estuvo aprendiendo recientemente, con cerca 87 años. Ya él me decía que nunca aprendió de niño, por ejemplo, quien era don José Ortega y Gasset, filósofo y reconocido internacionalmente. O don Santiago Ramón y Cajal, con el premio nobel de medicina y ahora, con un tiempo que debía estar guardado para el descanso, es cuando estuvo aprendiendo lo que le negaron cuando era un niño.
«Y fue cuando fui un zagal -continúa-, cuando me obligaron a estar, con solo tenía 10 años, en el campo días de tormentas y lluvias y de noche solo cuando me visitaban los lobos«. Podía decir y me lo dijo con total tranquilidad, que no le guardaba rencor a nadie, por ese cambio que su vida había tenido, y que ahora estaba inmensamente agradecido, por esa posibilidad que ahora tenía de aprender lo que le gustaba saber, y por esos cientos de personas que le pedían que no dejara de escribir lo que de niño tuvo que hacer. Pero dicho todo lo anterior puedo decir que, de aquella época que le tocó vivir, fue mucho lo que aprendió y no quiso olvidar.
Otro día me contaba «hablando este mediodía con mi mujer, la conversación giró sobre el tiempo que hacía que no comíamos unas poleás. Rápidamente se me vino el recuerdo aquel cuando unos cuantos amigos vivimos en el cortijo de Evaristo Carbajo en la finca El Potroso. Los amigos, todos vecinos de Valdelamusa y que estábamos trabajando en la finca, éramos Miguel ‘Cortegana’, Francisco ‘Amador’, Manuel Duarte y yo. Era un mes de marzo, y todo el campo estaba completamente seco por falta de lluvias y aquella mañana, cuando llegamos al cortijo, estaba todo el cielo nublado, como decimos por aquí, amenazando agua. Cuando Evaristo nos estaba diciendo lo que cada uno deberíamos hacer, a mi amigo Manuel Duarte se le ocurre decir, ‘es mejor que nos llevemos un saco, porque yo creo que va a llover’.
Evaristo Carbajo con las ganas que tenía de que lloviera, cuando escucha decir lo del saco para taparnos del agua, rápidamente nos dice, de saco nada, si llueve se vienen para el cortijo que yo os voy a dar la harina para que hagáis unas poleas. Nos marchamos al trabajo, y todos deseando de que lloviera, con el objeto de poder comer algo, pues la comida que llevábamos de casa nos la comíamos por la mañana antes de llegar al cortijo, lo que quiere decir, que hasta que no regresábamos a casa por la noche no metíamos nada en la barriga.
Pero los deseos que todos teníamos de que lloviese se cumplieron, y empezó a llover. Y nosotros, más contentos que si hubieran venido las pascuas, regresamos al cortijo y, una hora antes del mediodía, ya estábamos pidiendo la harina a Evaristo. Y efectivamente nos dio más de 2 kilos de harina, sobre dos litros de leche, azúcar y una cazuela que lleno podían comer más de 20 personas.
Llenos de alegría nos pusimos a hacer las poleas, y más alegría nos entró cuando Evaristo entró en el cortijo que teníamos los trabajadores, nos vio haciendo las poleas, se marchó sin decir nada y al momento se presentó a darnos un pan y aceite para que le friéramos unos trocitos de pan, para que estuvieran mejor. La alegría se apoderó de nosotros, y más cuando nuestro amigo Manuel Duarte, nos decía una y otra vez, que eso se lo debíamos a él, por haber dicho delante de Evaristo que iba a llover. Estos recuerdos que hoy pongo en el papel son muchas las veces que vienen a mi memoria, aunque hayan pasado ya, más de 70 años. Es muy bonito recordar estas cosas vividas, pero por otro lado siento el disgusto de que ninguno de esos amigos esté entre nosotros«.
José María prosigue diciendo que «hoy es otro de esos días que ahora con mi edad vengo recordando, y que me vienen a demostrar cómo fueron aquellos padres que tuve la suerte de tener. Mañana domingo de pascua, no podía pasar sin que pasara por mi cabeza aquellas pascuas, que, para mí, aquel día fueron maravillosa, y que hoy pensándolo una y otra vez, lo sentimiento que tengo son de mucha emoción y que, en la actualidad, solo me sirven para pensar la gran suerte que tuvimos de tener aquella gran madre que dio todo por sus hijos. Era un domingo de pascua, solo tenía 10 años, y ya con esa edad mi trabajo era el de pastor.
En mi casa no había, como casi todos los días nada para comer, y el sábado por la noche, mi madre me dijo: ‘José, mañana domingo me voy yo a guardar las cabras, para que tú te vayas con tus hermanos a las encinas a pasar las pascuas’. La alegría que recibí fue tremenda, porque, aunque no tuviera nada que comer, por lo menos podía jugar con mis amigos, que hacía mucho tiempo que no jugaba con ellos. Me acosté aquella noche deseando que el día saliera, para salir camino de las encinas.
Y efectivamente salió el día, y la alegría se multiplicó por mil, cuando mi madre antes de irse para guardar las cabras nos dijo que en un talego había una cosa para llevar a las pascuas. La alegría se multiplicó cuando vimos qué en el talego había tres roscas de pan con un huevo en cada una de ellas. Cogimos el camino de las encinas rápidamente, en compañía de la familia de uno de nuestros vecinos«.
«Contándolo hoy es cosa de risa, ya que no queríamos comerlas para que durará más, y los bocados los hacíamos chiquitines para que durara mucho.
Pero dicho esto, que me sirvió de tanta alegría, hoy mis pensamientos han sido para aquella madre que tuve la suerte de tener, que sin saber lo que hacía, se fue un día de pastora para que su hijo pudiera vivir un día con sus amigos. Es muy difícil que pase un día que no la recuerde. La quise y la seguiré queriendo hasta la muerte«.
Poleás. José María Romero Silva.