EFC/LE/RFB. Seguimos andando por la provincia, asomándonos a las Memorias de los Pueblos de Huelva. En esta ocasión hemos disfrutado, también, en El Campillo. Nos han hablado tres personas mayores, de distintas edades, trasladándonos en el tiempo a épocas anteriores cuyas realidades nunca deberíamos perder de vista, al ser las fuentes de lo que vivimos hoy.
Los tres campilleros que hemos entrevistado tienen en común, como no podía ser de otra manera, la mina. José (80) y Manuela Gómez (77) son dos hermanos que bien podrían escribir un libro detallando esa forma de vida de la década de los cincuenta y sesenta en la comarca minera onubense. Petra Guerra Mora, más mayor (95), vivió tiempos aún más duros, siendo testigo de niña del escenario más terrible de la historia reciente española.
Como en entrevistas anteriores para nosotros la experiencia no tiene precio. Escuchamos historias y situaciones en nuestros pueblos que parecen que nunca hubieran pasado, ahora que el nivel de vida y el bienestar material se encuentra a años luz del que nos recuerdan los interlocutores. Pero lo más fascinante es que ellos y ellas miran para atrás con agradecimiento, con respeto y reconocimiento por lo vivido. Con sonrisas en la mayoría de las ocasiones y, en todo caso, sin un mal gesto de rencor o resentimiento.
Así lo expresa Petra Guerra, una mujer que transmite serenidad, con una mirada limpia que expresa honestidad y buena condición. Ella no pudo ir al colegio de primera hora, dado que le cogió de lleno la guerra en lo que debería haber sido ese periodo escolar y luego, pasada esta, ya tuvo que ponerse a trabajar por necesidad. Huérfana de madre y con su padre trabajando duramente en la mina, es una señora que ha salido adelante sin que nadie le regalase nada, a la que resulta fácil admirar.
Manuela y José Gómez son oriundos de Valverde del Camino. La cosa estaba mal de trabajo allí y los padres emigraron a la mina (Riotinto). Llegaron a El Campillo ella con cinco años y él con ocho. Y lo que nos trasmiten, en una realidad con francas limitaciones respecto al bienestar referido, es que han sido muy felices. Tienen otra hermana y se nota en ellos una gran complicidad. Tanta que están casados con sendos hermanos.
«Vivimos primeramente en una casa donde está hoy el Cuarto de la Cruz, para entendernos -nos dice José-. Cuatro matrimonios en una misma casa, con una habitación por familia, cocina compartida y cuarto de aseo compartido«. En la suya, una habitación por tanto, vivían los cinco, padres, dos hijas y un hijo. Al año arrendaron otra casita, esta ya unifamiliar. Y terminaron comprando la casa que aún mantiene la familia. «En aquella época -añade- donde quiera que fueras en Campillo era una casa aquí, un llano muy grande, una casa allí. Había una zona de casas pero luego alrededor muchos espacios libres. –Señala con la cabeza-… allí estaba un llano, al lado de las escuelas y allí teníamos el campo de futbol para los niños. Y donde está actualmente el Ayuntamiento era las Escuelas de las niñas. Allí salían al recreo, al llano«.
Lo que más le gustaba de El Campillo a José era que cuando te acercabas a las casas las calles eran todas derechas, como una vela. Manuela apostilla que «como señala la letra del pasodoble…las calles alineadas«.
Petra nació en el Campillo, y ha vivido siempre aquí. Padre en la mina, madre en casa, un esquema familiar, social y laboral que se ha repetido tantísimo. Ella mira para atrás con buenas vibraciones. «Mis padres se llevaban muy bien, nunca los vi pelear. Era chica y mi padre se iba a la mina y volvía de la mina«. Eran dos hermanas y un hermano, ambos ya fallecidos. Ella era la de en medio. Una niña normal de El Campillo en aquella época. Le preguntamos y nos dice que «claro que me acuerdo de todas mis amigas, Catalina, Victoria, Candela, Rosario, muchas… ninguna vive y algunas se fueron al extranjero. Jugábamos a saltar la cuerda -sonríe recordando-. Luego lo que hacíamos era pasear por la carretera, carretera arriba, carretera abajo. íbamos todas las amigas. Pero no como hoy, no teníamos amigos -se entiende del género masculino-«.
La campillera formaba parte de un escenario social muy distinto al actual. «Las mujeres no podían ir al Casino, como no fuese de fiesta en fiesta. No salían con sus maridos como no fuera de fiesta en fiesta. Las cosas como son«.
Manuela dice que en aquella primera época en la que vivió en El Campillo no había saneamiento en las calles. Ni había agua, ni cuartos de baño. «No había apenas luz. En aquellos años que nosotros nos vinimos aquí teníamos que ir a lavar fuera, a los huertos, al campo. Había un socavón público, que estaba un poco más abajo todavía, y había que ir a lavar allí y a coger agua para abastecernos todos los días. A los huertos… había muchos huertos en aquella época y todas las mujeres iban a lavar con la panera en la cabeza, el barreño y el cubo o el cántaro para traer el agua para beber«.
José recuerda que conserva una panera de aquellos tiempos en su casa de campo, así como los focos que llevaba el padre para iluminarse en la mina. Y el canasto para llevar la comida, que era de metal para que las ratas no se comieran su contenido.
En ese canasto, -señala Manuela- su madre le echaba el bocadillo todos los días a su padre. Ocho horas de trabajo. «Fíjate un detalle de mi padre… todos los días cuando el venía del trabajo, de lo poco que podía echarle mi madre, todavía guardaba un poquito para darnos a los tres hermanos, que lo esperábamos para que nos diese lo que llamábamos ‘el cachito’«. Recuerda José que los turnos eran de entrada en la mina eran a las 6AM, 2PM y 10PM. Por eso se hacían en aquella época comidas fuertes por la noche, para que los hombres se llevasen comida fuerte a la mina.
Duros apuntes que refleja una realidad con penalidades. Circunstancias que no impedían alimentar la ilusión y esperanza por una vida mejor. Y, más que eso, aprovechar el momento para tratar de disfrutar, aún en ese contexto, lo máximo posible. «Salíamos del colegio de chiquillos e ibas a la calle a jugar desde las tres o las cuatro de la tarde hasta que oscurecía» -apunta José-.
Para ambos, habida cuenta del desarrollo de sus respectivas vidas y el arraigo contraído, llegar a El Campillo de pequeños fue una suerte. José dice que esa suerte la apreció de primera hora: cuando llegó a El Campillo el primer amigo que se echó fue el que es hoy su cuñado. Y tuvo la suerte de que se casó con su hermana también.
Volvemos con Petra, que tiene en su memoria como personajes de aquel Campillo antiguo a un sacerdote que nos dice que fue muy bueno. No recuerda el nombre. «Me puse muy malita, de una epidemia que afectó a los jóvenes. Murió mi hermano, y luego yo caí muy malita. Yo ya no tenía a mi madre -se murió cuando yo era muy chica-. Y ese sacerdote me traía todas las mañanas mi desayuno. Porque mi hermana era más chica, cinco años más chica que yo, y mi padre se tenía que ir al trabajo, a la mina. El sacerdote era hermano de un médico que estaba aquí, Don Eligio«.
Petra recuerda una fiesta especial donde la expresión comunidad se hacía especialmente patente. la fiesta de los Pirulos. En cada calle hacía un pirulito. Los vecinos juntaban las comidas y pasaban la noche -ella ya después de casados-. A esta abuela campillera lo que más le gusta de su localidad es la calle principal, la calle Sevilla. De pequeña no iba a Huelva. Lo hizo cuando se fue a trabajar. «Trabajé sirviendo, que se decía entonces ‘servir’. Lo primero que le dije a la señora, cuando entré, es que me tenía que enseñar a trabajar. La mujer, cuando me puse a limpiar su habitación se sentó en una silla y se sorprendió al ver que si trabajaba bien«. Ya dejó de servir cuando se casó con su marido. Este trabajaba en la mina, «abajo, yo no se cuantos metros abajo«.
«Del pueblo no se podía salir -nos dice Manuela-. Porque hoy hay medios de transporte y muchos espectáculos fuera que hacen que la gente se mueva, pero entonces no lo hacía nadie. Una diversión para nosotros era un domingo reunirnos unas cuantas de amigas e irnos al campo a comer. Y al cine íbamos en aquella época pero cuando ya éramos más mayores. Yo tenía mi novio y a lo mejor íbamos el sábado, pero entonces no podía ir el domingo, ya no había dinero. El cine era los miércoles, los sábados y los domingos. Había dos cines, uno de invierno (sigue ahí y hoy es un gran cine, aunque no hay cine, lo utilizan para otros espectáculos) y otro de verano (era un edificio que ahora son casas). Antes en el pueblo había mucha más gente«.
Los hermanos Gómez hablan de que a Huelva en aquellas fechas se iba de médicos nada más. «De la cuenca minera venía todos los días el tren hasta Zalamea, para los mineros. Y este tren lo cogíamos nosotros en Zalamea. Había dos estaciones, la estación vieja, y cogías el Taf que te llevaba a Huelva, nosotros parábamos en Valverde o al médico si teníamos que ir hasta Huelva. También autobuses, pero lo que funcionaba más entonces era el tren. Y en San Juan del Puerto hacíamos transbordo también, si queríamos coger el tren de Renfe» -puntualizan-.
Recuerda con entusiasmo Manuela las fiestas de El Campillo. «Nos hemos divertido muchísimo. Éramos un grupo grande de amigos y amigas, de parejas, y las fiestas en julio… eso era….esperando siempre que llegasen, tanto de chica como de mayor».
Las fiestas de verano y las fiestas de fin de año se celebraban en el cine. «En el fin de año venía una orquesta, quitaban todas as butacas de la sala, y ponían mesas y sillas. La gente que íbamos al baile preparábamos comida que llevábamos a las mesas. Y allí estábamos toda la noche bailando, y cantando… pasándolo bien. Y en verano, en la feria, estaba donde hoy está el ayuntamiento. Muy bonita. Los muchachos se iban a buscar novia a Zalamea, y los de Zalamea se venían aquí«. Historias de Campilleras y zalameños y viceversa.
Es el caso de José, con dieciséis años se echó novia en Zalamea y su vida terminó siendo en Zalamea. Iba a trabajar, llegaba a descansar un rato a El Campillo y se iba a ver a la novia a Zalamea. Iban en tren, pero los turnos en el trabajo a veces hacía que lo perdiesen y entonces iban en bicicleta. Luego se compró una moto y ya iba en esta.
A don Eligio, el médico, al igual que Petra, también lo recuerdan Manuela y José. Y a otros médicos, don Miguel, don Alejandro, así como al cura, don Antonio Bueno.
Petra tiene una mujer, de los Servicios Sociales, que le viene a casa. Dos horas y una hora por la tarde otra. «Es la que me hace las cosas. Yo no hago de comer, es mi hija la que me trae de comer«. Quiere seguir viviendo en su propia su casa en El Campillo. Está atendida por su hija, la nieta y el yerno, que van a verla y llevarle comida.
Lejos quedan aquellos tiempos en los que su divertida ocupación era jugar al corro, a la cuerda y a las dos cuerdas. «Yo no he tenido colegio, he tenido colegio después de casada. Cuando estalló la guerra aquí yo era muy chica, los colegios los quitaron«. Y a la edad en la que podía ya se tuvo que ir a trabajar, porque le hacía falta. Fue a la escuela de adultos ya casada. Si pudiera haber estudiado una carrera la que le habría gustado habría sido la de Matemáticas. «Me encanta… ¡hoy lo que me encanta!«. Cuenta que el maestro le sorprendía la facilidad con la que aprendía las matemáticas. Leer no le gustaba tanto.
José, que vive en Zalamea, viene a El Campillo ahora cuando viene su hermana, que a su vez reside en Huelva. Les tira la tierra y aprovechan los fines de semana y cualquier oportunidad para abrir la casa y rememorar viejos tiempos, disfrutando los actuales. Precisamente la Romería que hay hoy les gusta mucho, que en aquellas fechas de niños no había. «Mucho ambiente, mucha gente, la gente viene de fuera. Los que se han ido a trabajar fuera (Barcelona, Madrid,…), cogen vacaciones y vuelven en Romería y en Feria» -señala Manuela-.
El varón de los hermanos Gómez se colocó en la mina con 16 años para cumplir 17. El no trabajaba en la mina abajo, lo hacía en la fundición. «éramos tres chiquillos en el departamento. Como éramos aprendices trabajábamos una hora y descansábamos dos, y así sucesivamente«. Una vez mayor de 18 si podíamos trabajar las ocho horas diarias. Su padre si trabajó abajo, en la mina. El suegro de Manuela también. ‘De hecho mi suegro tuvo silicosis y mi padre también‘ -señala-. José y su cuñado por los desajustes en los horarios con el tren iban con frecuencia en bicicleta a la Fundición.
Aunque la mina centraba el mundo de El Campillo y los enclaves próximos, Manuela nos cuenta que «en el pueblo pusieron una fábrica de palmas al lado del campo de futbol. Iban los hombres a buscar las palmas -los palmitos-. Mi suegro siempre decía ‘en San Sebastián, caballero, vale más un palmito que un carnero’. Iban los hombres con los burros al campo a buscar las palmas. Vinieron mucha gente de fuera, de por ahí de los pueblos de Sevilla… en aquella época muchos se casaron y quedaron aquí a vivir. Aquello también dio trabajo a mucha gente. José cuenta que «los niños iban a jugar en los montones que se ponían de palma seca y al mismo tiempo ayudaban«.
En el Campillo en las casas al menos tenían una luz, de corriente 125. La familia tuvo primer televisor de Blanco y Negro de la calle, y todas las vecinas acudían a la casa a ver la televisión.
Relata como aconteció José «el primer televisor público había venido antes al Bar de Ponce. Entonces los reportajes de futbol lo echaban los lunes. Mi padre era un forofo del Sevilla, y me mandaba a mi a coger sitio en el bar. Un día llegué tarde y esta el Casino ‘así’ -hace el gesto con la mano de abarrotado-, y nos pusimos a verlo por la ventana, y cuando veníamos para casa a las diez de la noche o así, venía mi padre cabreao y dijo ‘mañana hay un televisor en casa‘. Y cuando al día siguiente vino del trabajo se fue a Casa Macías y compró el primer televisor que se puso en toda esta acera. Y a partir de ahí se venían todos los amigos de mi padre a ver los reportajes de futbol de los lunes».
Añade Manuela que en el verano al fresco, las mujeres vecinas acudían a ver las novelas. «La Dolores, La Carmela,… mi madre ponía la tele por ahí y toda la gente -las vecinas- se ponía a ver la tele al fresco«. Respecto al Bar de Ponce citado, Manuela recuerda que «lo reservamos nosotros para una reunión grande de amigos y amigas. Y vino a tocar un conjunto de ahí de Riotinto. Y ahí estuvimos toda la noche bailando. Era un sitio emblemático. Y otro, el de la esquina, era el Bar de la Rosa. Ese era el bar nuestro, para entendernos. Nosotros nos íbamos allí todas las parejas que nos reuníamos, teníamos confianza con el hombre del bar y los domingos los echábamos por la tarde en el bar«.
Su hermano añade lo tradicional para ellos que eran los sábados en el bar la Rosa. «Ángel era un hombre competente, e íbamos allí los 25 o 30 amigos, tenía una mesa larga, con tres o cuatro braseros. A la una de la noche llegaba la Guardia Civil y decía -toca las palmas- ‘vámonos’, y cogíamos las botellas de aguardiente y nos íbamos a donde está el surtidor hoy. Y la Guardia Civil escoltándonos para que no pegáramos voces. Y ellos se bebían tanta o más aguardiente que nosotros. -nos reímos-. Allí en el Puente, cuando apuraban el aguardiente, ea, cada uno para su casa».
Manuela y José llevan arraigada la intensa experiencia de haberse criado en El Campillo, una huella que muestran con señales de agradecimiento por tantos momentos felices pasados. Un escenario duro, el que rodea a la mina, pero afrontado con la vitalidad que expresan sus rostros y que nos ha dejado tras la charla una sorprendente carga de energía positiva.
También nos despedimos de Petra, testigo, como ellos, de la singular historia campillera, la de lo cotidiano, incluso desde una perspectiva más antigua-tres lustros atrás-. Con la solvencia que le da haber vivido noventa y cinco años hasta ahora, deja claro que «me gusta El Campillo. He nacido, me he criado y he vivido aquí… y me gusta El Campillo».
Memorias de los Pueblos de Huelva. El Campillo.