Aprendiendo de las canas en Zufre, con tres zufreños admirables

 

RFB. No hace falta tener mucha sensibilidad ni clarividencia para apreciar a Zufre como uno de los pueblos más bonitos de la provincia… y de fuera de sus límites. La serie ‘Memorias de los Pueblos de Huelva’ nos ha permitido disfrutar una vez más de este paradisiaco lugar pero, sobre todo, de conocer a una gente interesantísima, admirable, que nos ha dejado las mejores sensaciones, además de unas tremendas ganas de volver a charlar con ellos.

Candelaria -Lala- Mallofret. /Foto Edith-HBN.

Una maravillosa tertulia la que configuramos, con la ayuda del alcalde de la localidad, Santiago González Flores, que nos ha permitido acercarnos a la intrahistoria, a lo cotidiano de otros tiempos en Zufre con Candelaria -Lala- Mallofret Montero, Félix Villa Gálvez ‘El Perra’, y Joaquín Rodríguez Rodríguez ‘El Susano’. En este artículo hemos contemplado algunas de las múltiples anécdotas que fueron surgiendo en la conversación. El audiovisual cuyo enlace adjuntamos, con el encuentro completo, no tiene desperdicio. Es una lección humana y de vida, ideal para cualquier tiempo pero quizá aún más para el que corre hoy en día.


Festival de Cine de Huelva

Los tres nacidos en Zufre. La mayor es Lala, que ha sobrepasado las noventa primaveras. Félix se acuerda de ella y su marido desde cuando era niño. Nos dice este que «su marido y ella se dedicaban a matar a las cabras, lo que se necesitaba para comer en el pueblo, eran carniceros. Y entonces pues los chiquillos teníamos un poco de… íbamos de vez en cuando a ver a Velázquez -se llamaba así el marido de Lala- a ver matar a las cabras en el Matadero. Las cubría con una cosa colorá, se la echaba al hombro y las llevaba a la Plaza de Abastos«.

Félix Villa Gálvez./Foto Edith-HBN.

Ante nuestra ignorancia, añade Félix  «a las cabras las mataban igual que a los toros, con una puntilla«. Lala intenta corregirlo, apuntando que «si, pero como los toros no«. Quiere decir con ello la zufreña que «matar a los toros hace una injusticia, soy completamente en contra de ello«. Félix responde de forma cariñosa que «no, Lala, no estamos hablando de corridas, eso es otra cosa. Los toros se mataban en el Matadero, en un hierro que hay allí«. Ella insiste en que si, pero que lo que quiere decir es que no se martirizaban a los toros.


Puerto de Huelva

Lala nos cuenta que hacía menudos en la carnicería una vez que se casó. Antes ayudaba a su madre, que se quedó viuda con cuatro hijos porque al padre lo fusilaron en la Guerra. Félix comenta que él tiene recuerdos casi desde que nació. «El hambre era tan grande -recuerda- que desde ‘chiquenino’ estuve siempre tratando de buscarme la vida«. Su padre estaba enfermo del corazón y murió muy joven, con cincuenta y un años. «Y yo me acuerdo viviendo en la calle Escoba, cuando era chico… pues me mandaba mi padre -que no podía trabajar- a pedir a las casas de los ricos.

Joaquín Rodríguez. //Foto Edith-HBN.

Éramos cuatro también -prosigue Felix-. Mi padre se dedicaba a pelar bestias, lo poco que podía hacer. Y entonces cuando nació mi hermana, que tiene ya sesenta y tantos años, fuimos a pelar bestias a una finca que se llama ‘portugalé’, y el encargado tenía una burra, con un burranquillo parío. Los burros por aquellas fechas no valían nada, y se mataban. Y dice ‘vamos a matar al burranco’. Estaba el cojo Málaga y mi padre ¿te acuerdas del cojo Málaga, Lala?». Asiente Lala ,»perfectamente«, y prosigue Félix «coño, ¿lo vas a tirar? le dice mi padre…vamos a llevarnos los jamones. Y lo matamos allí y nos llevamos los jamones para casa. Se iba a bautizar mi hermana al otro día o al otro.

Y, claro, no había nada. Y se hizo en mi casa un guiso de carne… ¡bueno! Entonces se invitó a algunos vecinos y más tarde no se como se enteraron de que habían comido burro. Y aquello, como estaba bueno continuó, se compraba un burro por nada y menos… y nosotros llegamos hasta hacer chorizos. Se puso la cosa de tal manera que aquí, en los bares, se comía carne de burro en todas partes. Aquello acabó al intervenir Sanidad.

Era una época en la que si hacías un cocido un día y sobraba lo tenías que comer por la noche, y si sobraba te lo tenías que comer al día siguiente -asienten los tres-. Y gazpacho, y ya está».

Antes de morir el padre de Félix le dio cuarenta duros. Con estos se compró un burro, una máquina de pelar y unas tijeras. Y se dedicó a pelar porque eso se lo había enseñado desde «chiquinino«, como nos dice. Iba en el burro «de aquí a la Granada de Riotinto, de aquí a El Ronquillo… a pelar a los burros. Le comentamos que entonces era ‘peluquero de burros’, responde afirmativamente y Lala interviene para decir que ‘y de personas también‘. Nos reímos todos y Félix dice que si, pero que eso fue después.

Las vivencias que nos cuenta Félix, y como las cuenta, nos tienen embobados -insistimos en recomendar el audiovisual cuyo enlace publicamos en este artículo-. Nos traslada a una época de penurias, como hemos señalado, pero de imaginación y superación. Habiéndolo pasado mal en esas vicisitudes sin embargo lo transmite de tal forma que parece que se siente feliz por tal proceso vital. Desde luego muestra una dignidad admirable que le da motivos más que suficientes para sentirse orgulloso. Un buscavidas de libro que también trabajó en una fábrica de corcho en Higuera de la Sierra.

Joaquín habla de cuando era «chiquitillo«. Casi siempre estaba con su abuela en el campo, en un cortijo donde ella trabajaba. Venían a Zufre los fines de semana. Tiene un bonito recuerdo de las comidas que hacían juntos en el cortijo todos los trabajadores. Lo trataban con el cariño que se le puede tratar a un niño y, como no podía venir a la escuela, -nos dice- «me mandaban una cartilla que había y las tareas que yo tenía que ir haciendo. Ya mas mayor estuve trabajando en el campo hasta los dieciocho años, a donde me caía. Íbamos andando, que yo recuerde, de aquí a la finca esa que le estoy contando. Andando para allá y andando para acá. Estaba a tres horas de camino, y después de la jornada de ocho horas allí«. Félix apunta que ibas de noche y te volvías de noche.

Luego -prosigue Joaquín- cambié mi forma de vivir. Me fui a una empresa, Abengoa, y me he llevado veinticinco años fuera. Después he vuelto otra vez, y ya me he dedicado a trabajar por aquí. He estado de guarda de cotos bastante tiempo hasta que ha llegado la jubilación… y ya, a vivir lo que pueda.

Recuerdo mucho, lo que le he dicho antes a Lala, que los fines de semana es cuando yo conocía el pueblo. Venían por la cabaña -el costo para toda una semana- mi abuela y mi abuelo en un burro. Ellos en un burro y yo andando, y luego nos volvíamos a ir otra vez con el burro. Siempre en el día hasta que hice la primera comunión, que fue en 1964. La cabaña contenía también el pan para toda una semana. Ese pan no tiene nada que ver con el de hoy. Mi abuela lo mantenía metido en una tinaja, y duraba toda la semana«.

Destaca Joaquín el sentido comunitario de los trabajadores del cortijo. Comer juntos y repartir cuando se mataba algo. Sonríe nuestro interlocutor cuando rememora aquellos momentos vividos como chaval. Y a pesar de la escasez lo siente como espacio y situaciones de relación más bonitas que las de ahora. Reconoce que vivió en un escenario un poco mejor que el de la niñez de Félix, porque su abuelo estaba encargado de la finca y ello le daba más posibilidades.

La apasionante charla -al menos para nosotros- continúa con una anécdota de picaresca que nos cuenta Lala. «Mi madre tenía una panadería, venían los arrieros, de ahí de la parte de Extremadura, que le echaban tierra al trigo para que pesara más. De modo que así lo molían y el pan no había quien lo levantase. Y le decíamos a los arrieros, esto tiene mucha tierra. No, no, respondían ellos, no tiene tierra. ‘que se me sequen mis ojillos si tienen tierra‘». Había entonces seis o siete panaderías.

Félix advierte que ese número de panaderías era porque entonces había en el pueblo más de tres mil habitantes, casi cinco mil en el conjunto del término municipal. Añade que contaban con varias zapaterías. «Entonces los zapatos no venían hechos, si no que había que hacerlos aquí, y teníamos que estar más tiempo con los zapatos en el hombro que puestos, porque te hacían unas ‘sabauras’ en los pies… Cuando el cuero se mojaba, ahí en el campo, todo bien, pero cuando se secaba… coño, te los tenías que quitar y echártelos al hombro, y era mejor andar descalzo«.

Y las tachuelas, dicen Lala y Joaquín, que se ponían para no resbalarse en el campo. Lala comenta que «tenemos todos deformados los pies de lo mismo… porque yo me he puesto muchos zapatos de esos».

Ya de barbero de personas, Félix nos cuenta otra anécdota. «Una chiquilla, que ahora tendrá poco más de veinte años y ya con hijos, vivía con la abuela dos o tres casas por encima mía. Y por las tardes, cuando abría la barbería, veía a la chiquilla. Todas las tardes venía a pelarse. Decía ‘Félix, pélame’. Todas las tardes, no fallaba. La sentaba en el sillón, le echaba un poquito de agua y hacía así por detrás con la tijera chan chan chan, y hacía el papel. Y me daba una peseta o dos. Le pedía a la abuela una peseta o dos y me las daba. Y el sábado se presentaba en mi casa, y me decía ‘Felix, que me des el dinero’. ¿Qué dinero? le preguntaba yo. Pues el dinero -decía-, ¿no te lo doy todos los días, el dinero? pues dámelo que hoy es sábado, ‘pa gastarlo’«.

Joaquín toma la palabra, «yo me acuerdo de chiquillo que la primera radio que hubo por aquí la compró mi abuelo. Un aparato Marconi que era así -señala con los brazos un tamaño de más de medio metro-. Todos los días para escuchar el parte diario venían todos los vecinos de las fincas colindantes. Aquello era una cosa curiosa, y ya no se iban sin cenar. Qué había leche, pues leche con pan migado para todos, que había cosas de huerto, pues gazpacho».

Félix, al hilo de lo dicho por Joaquín, señala que había más hermandad entonces que en estos días, más convivencia. «Las gentes entonces compartían sus penas y sus alegrías. Hoy la gente no comparte…. lo mío pa mí, y lo tuyo pa entre los dos«.

Joaquín de chico, al venir al pueblo una vez por semana era, de alguna forma, afortunado, pues muchos caseríos eran habitados por quienes no iban al pueblo hasta de feria en feria. Lala nos cuenta que cuando llegaban fechas en las que se acercaban estas personas en las barberías había colas para adecentarse. Señala con la mano desde la barbilla hacia abajo para indicar que llegaban con «barbas así» -como de veinte centímetros-, «y con los pelos largos, los pobres«. «He conocido yo personas -añade- que cuando los cochinos tenían triquina los enterraban por ley para que no se comiesen, y después cuando se iba el veterinario lo desenterraban para no pasar hambre«.

Los hermanos de Lala tuvieron que emigrar a Venezuela buscando mejora de vida. Ella se quedó en Zufre porque se casó. Todavía tiene una hermana allí que vive, y una sobrina. Esto que nos cuenta Lala da pie a comentar sobre el sentimiento de arraigo. Félix lo tiene claro. El también emigró, «me fui a trabajar a Barcelona una campaña y estaba deseando de venirme. Yo vivo aquí feliz. No tengo dinero pero me siento realizado a partir de cierto tiempo. Estoy a gusto, tengo mis amigos, mi familia perfecta… o sea, que soy feliz. Yo no necesito nada, a mi me sobra todo, afortunadamente. Hombre… de salud estoy medio regular -se ríe-, tengo un marcapasos puesto pero, vamos, me defiendo«.

Joaquín coincide con ese sentimiento de Félix, «yo, al cien por cien. Muchas veces ve uno cosas injustas que dices, coño esto en aquellos tiempos no pasaría. Pero hay que vivir con la evolución -acepta-… y aquí me siento yo… ya te digo que me iba a trabajar a Sevilla a las cinco de la mañana y volvía a las cinco de la tarde, y dormía aquí. Que podía tener un piso allí arrendado, que lo tuve al principio. Pero Zufre me tiraba mucho, con lo que me vine a vivir otra vez aquí».

Félix dice que todavía no se ha aburrido del ver el pueblo, llevando toda la vida. Lo recorre muchos días, y descubrió el otro día un sitio -relata- que «me quedé maravillado. La luz, la claridad y lo bonito que es. En la ladera, la casa donde vive -se vuelve hacia a Lala- la Esperanza. Allí te pones, miras para allá… la luz que hay, la claridad que hay…  llevo aquí setenta y cuatro años y lo he descubierto hace cuatro días. Pero a mí me gusta todo el pueblo, eh«. A Lala le gusta más la suya, lo dice y todos se ríen. Joaquín apunta que «otra cosa que es preciosa es la Mimbrera«.

En este viaje por el tiempo que ofrece la tertulia de estos entrañables zufreños vuelven a sorprendernos con las duras condiciones de vida de antaño. Félix señala que «para mi el invento más grande que hay en la historia es el agua en la casa, metida dentro de casa. La gente que se ha criado teniendo el agua, que no han tenido que hacer más que darle al grifo, no saben lo que tienen.

Aquí para lavarse había que ir a la fuente a por un cubo de agua. La calentabas en una candela -no había butano, yo me acuerdo de la primera cocina de petróleo, que ‘ajumabas to la casa’-. Si te querías lavar tenías que traerte el cubo de la fuente, lavarte en la fuente o en un barranco por ahí. Eso y los servicios, los cuartos de baño. Es que a la gente de ahora le parece que eso no ha sido, que eso es mentira». Lala añade –ante esta antigua ausencia de saneamiento- que «había esterqueras en los pueblos donde había que tirar las cosas».

Las mujeres, nos dicen, para lavar la ropa tenían que ir al Barranco del Santo. «Cargaban con la ropa sucia en los tableros, que le decían. Salían por la mañana con los tableros a cuestas, se ponían a lavar y tendían en las carrasqueras aquellas. Y por la tarde, cuando se secaba la ropa, se echaban otra vez los tableros a cuestas y volvían a sus casas. Iban algunas incluso con los niños, a los que les quitaban la ropa para lavarla. Aprovechaban para lavar al niño y a la ropa. Mientras se lavaba y se secaba la ropa, el niño estaba ‘en cueros’ por allí. En estas lides, de niño Felix cuenta que «yo he comido muchos peces cogidos y asados allí en la Rivera. Los cogíamos a mano«.

Recuerdan todos de antaño que los campos estaban llenos de higueras. Eso permitía subsanar en parte el hambre. Las higueras se encontraban entre los olivos, y la gente iba a por higos para comer. «Eso si que era bueno -indica Félix-, no te decía nadie nada, ni los dueños de las higueras ni nada«.

Van sucediéndose temas y anécdotas sin forzarlas, los tres tienen activada la memoria y van dejando caer recuerdos y pensamientos. Lala cuenta que «cuando iban al Barranco a lavar se llevaban las cenizas, le echaban agua y cuando se asentaban las cenizas cogían ese agua para lavar. Para hacer la ‘lejía’. Esa servía para blanquear la ropa. Y después, cuando se hacía jabón, con el caldo de jabón se picaban las manos. Y después chinches y piojos… aquí hay un sitio que le llaman ‘la orilla piojosa’, porque a los chichillos los llevaban las madres allí a expurgarles«.

En el ámbito social recuerda también Lala -y los otros asienten- que «venían también unos charlatanes, con un camión o furgoneta, a vender lotes al pueblo. Una vez se llevó mi madre un lote de una tela que era un ‘fin de siglo’. Nos hicieron unas batas, que íbamos más tiesas…parecían sacos, pero íbamos contentas. Después venían también muchos teatros ambulantes«.

Les preguntamos por sus motes.  A Félix le llaman ‘El Perra‘ y los jóvenes no saben por qué. Nos cuenta que su abuelo era artesano, hojalatero. «Y mi bisabuela Concha era trashumante, ponía puestos de feria y eso. Y al igual que hoy con las tiendas a veinte duros, entonces pregonaba ‘a perra chica’. De modo que quedó para la familia ‘los perra chica’. Yo tengo cuatro o cinco hermanos y al único que le dicen ‘el perra’ es a mi. Pero a mí me da igual, a mi me encanta«.

Lo de Joaquín es más simple, le llaman el ‘Susano’ por su madre, que se llamaba Susana. Lala no tiene mote familiar. A su padre le llamaron el Jerezano, porque hizo en Jerez el Servicio, pero no se le quedó a la familia. Lala es una mujer muy admirada y respetada en Zufre, al igual de Félix y Joaquín. Estos suelen frecuentar, comentándonos que ayer -relativo al día de la entrevista- habían comido juntos en el campo. Los dos disfrutan con sus huertos y a nosotros se nos queda pendiente una visita con ellos, para seguir escuchando, para seguir aprendiendo de la vida, en Zufre.

 

 

 

 

 

 

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