Emilio Romero. José María Romero Silva, minero de bien, me contaba que tenía un recuerdo de su madre que nunca, ni aunque sufriera de Alzheimer, podría olvidar. Era el año 1941, la situación en su casa era calamitosa, su padre se encontraba bastante grave. El cuerpo lo tenía todo inflamado motivado por los días y días que no tenía nada que comer. El dinero que entraba en su casa eran 2 pesetas que le daba la Sociedad de Socorros Mutuos que habían creado los mineros.
Su madre viendo que su padre se moría, llamo al médico de la empresa, Enrique González, y este le dijo a su madre «Ángeles, lo que tiene Rafael es la falta de alimentos«. Rápidamente su madre se trasladó a la barriada de la Estación, a comunicarle a las Autoridades Municipales lo que el médico le había dicho. La Autoridad Municipal le contestó con estas palabras, «Ángeles si el médico le ha mandado que tome alimentos, pues dale caldo de gallina«.
Su madre regresó a casa llorando, porque sabía que su padre se moría, como habían muerto días antes unos vecinos. Ni sus hermanos ni él salieron de casa a jugar, todo el día lo pasaron al lado de su madre, y siempre temiendo que su padre muriera. Pero ocurrió lo que tuvo que ocurrir para que su padre viviera. Se enteró de que dos amigos, (uno de ello fue luego su cuñado) iban a la Sierra de Huelva a robar higos o castañas. Les dijo que si le dejaban ir con ellos.
En principio no querían, porque era muy niño, pero como siguió insistiendo, terminaron aceptando. Y aquella misma tarde, montándose en un tren mercancías, llegaron hasta la estación de Almonaster-Cortegana, donde dejaron el tren y esperaron que llegara la noche para coger los higos. Aunque no era una cosa bonita lo que estaba haciendo, para él fue maravillosa porque, sin haber comido nada en todo el día, coger aquellas higueras cargadas de higos era lo mejor que le pudiera pasar.
Comieron todos los higos que quisieron, y una vez llenada la cesta, cogieron el camino andando hasta Valdelamusa, retirada más de 30 kilómetros. Llegar a su casa sobre las 4 de la madrugada, pero ver a sus padres y a sus hermanos comiendo los higos sin quitarle la piel, con aquellas ganas es lo que le quitó el cansancio que traía.
Siguió haciendo esa barbaridad todos los días. Unas veces traía higos, otras veces tomates y muchas veces castañas. Pero esas barbaridades que cometió, las cometió para salvar a su padre de la muerte y a sus hermanos y su madre darles de comer. Me decía «hoy recordando esto he tenido dos momentos muy diferentes. Uno que me acuerdo de que a la media hora de llegar a casa con los higos ya no había ni higos ni cascaras, y segundo que es el que me emociona cada vez que lo recuerdo, es las veces que le oí decir a mi padre, cuando comentaban la situación de aquellos años, ‘A mi quien me salvó fue mi José‘«.
También me contaba el minero de bien que «uno de los problemas que me resultó más satisfactorio resolver, en mi etapa sindical, fue evitar el despido de dos buenísimas personas, como eran ‘Tío Juan‘ y ‘Domingo el Cabrero‘. El trabajo de estas dos personas era el de pastor con las cabras que la empresa Sociedad Francesa de Piritas de Huelva tenía en su finca, con más de 1.000 hectáreas. La empresa decide vender las cabras, y no se le ocurre otra cosa que despedir a los dos Pastores.
Tío Juan y Domingo el cabrero, que era como a ellos se les conocía, vienen y me cuentan lo que les pasaba. En ese momento decido ir a ver al director de la empresa, que entonces era el francés Pedro Desbrest, para conocer los motivos del despido. Les digo a los dos que me acompañen, que voy a ver al director. Eran tan buenas personas que los dos a la vez me dicen, ‘¿José María no es mejor que nosotros vayamos por otro lado para que no nos vean juntos a Vd.?’. Mi contestación fue clara, vosotros os venís conmigo, y me esperáis en la puerta de las oficinas.
Llegué a las oficinas donde estaba el director, y le dije al guarda que estaba en la puerta, que le trasladara al director mis deseos de hablar con él. El guarda regresó y me dijo que podía pasar, y pasé y en la puerta de su despacho, me recibió dándome la mano y ofreciéndome una silla para sentarme. Me senté y antes de que yo le dijese nada me ofreció un cigarro, recuerdo que era de la marca Ducados. Me preguntó que le explicara los motivo de estar yo allí. Le dije que lo único que yo quería saber por qué motivo habían sido despedidos los dos pastores.
El director me contesto diciendo: José María quiero que me escuche usted lo mismo que le he escuchado yo. Me dio otro cigarro, que yo volví a coger y a fumar, y a renglón seguido me dice: Mire usted, nosotros no queremos que estos hombres pasen hambre, les vamos a indemnizar con arreglo a la Ley y el despido va a ser legal.
Siguió diciéndome que lo que querían es hacer una empresa de categoría, donde todos sus trabajadores tuvieran una seguridad en el trabajo, y no sé cuántas barbaridades más, que yo escuché bastante tranquilo. Después de más de media hora explicándome mentiras de lo que quería hacer, y que nunca se hizo, y de fumarme tres o cuatro cigarros que me ofreció y que yo acepté, se levanta del sillón y me dice: «José María, ya sabe usted todas las cosas que la empresa quiere hacer en favor de sus trabajadores, pues ahora quiero que usted se siente ahí, y usted es en este momento el director de la empresa, ¿qué haría usted con esos trabajadores?.
Le contesté, Don Pedro yo haría tocar el timbre que usted tiene ahí, llamaría al guarda, y le diría, ‘lléguese usted al postero y le dice a los pastores que mañana se vengan a trabajar a la plaza que se está haciendo por delante de la Iglesia’. Terminar yo de decirle eso y soltar un buen ‘berrido’ fue todo igual.
Me despedí de él y rápidamente fui donde estaban los pastores. Le conté que no había sido posible arreglarlo. Les dije que todas las mañanas se fueran al postero y allí estuvieran las 8 horas diarias, aunque estuvieran sentados. A la mañana siguiente cojo mi tren y marcho a Huelva, para exponerle la situación a las Autoridades Provinciales. Me reuní con Francisco Hidalgo, que era el jefe de la Inspección Provincial de Trabajo, que por cierto cuando me vio se alegró, porque tenía pensado ir al día siguiente a Valdelamusa para informar el Expediente del que yo le iba a informar.
Estuvimos toda la mañana reunidos, hablando del tema, y afortunadamente lo convencí, y el Expediente que la Empresa tenía presentado en la Delegación Provincial de Trabajo fue rechazado. Tío Juan se quedó trabajando en Valdelamusa y Domingo el Cabrero fue destinado de peón al Ferrocarril de la Empresa. Esta es una de las vivencias que en mi etapa sindical no puedo olvidar.
He vivido lo bueno y lo malo que tiene la Mina. Es verdad que vivir en la mina, tiene muchas cosas maravillosas. He vivido de joven días inolvidables jugando al ‘Corro de la Alcachofa‘, en el Llano del Corralón, aquellos días que dedican vamos a preparar las flores de la Cruz de Mayo o las cadenetas para adornar el pirulito. O aquellas noches que en Villalata o en el Casino de Antonio Ramírez pasábamos al lado de una copa de aguardiente.
Son cosas que nunca voy a olvidar, como no puedo olvidar la solidaridad del minero. Como cuando se ponían, en aquellos tiempos que no había Seguridad Social, a pedir los días de cobro para cualquier compañero que estuviera enfermo. Todo esto recordarlo desde ahora es maravilloso. Éramos muy pobres, pero siempre teníamos la risa en los labios y el corazón dispuesto hacer favores.
Que era duro el trabajo en la mina, yo digo que durísimo, y más cuando todo el trabajo que había que hacer era con el esfuerzo del hombre. La perforación de la roca se hacía a mano. En muchas ocasiones vi a los barreneros haciendo la perforación tendidos en un tablón con los pies 70 centímetros más alto que la cabeza.
Y tener que darle fuego con un foco de carburo, que era lo que teníamos para alumbrarnos, a 15 o 20 barrenos, corriendo ese gran peligro que supone que una mecha se corriera y la explosión se produjera antes de terminarlos de encender.
Otro de los trabajos duros era la carga y el transporte hasta la boca del pozo principal, ya que la carga de mineral se hacía a mano con un rodo y una espuerta, como el transporte de los vagones que se hacía con el esfuerzo del hombre por una vía estrecha y a más de 300 metros de distancia.
Pero si duro era el trabajo, lo más duro que siempre viví fue la muerte de un compañero en el interior de la mina. Por mucho tiempo que pase, nunca podré olvidar aquellos accidentes que produjeron la muerte de compañeros y amigos. Fueron varios accidentes mortales los que conocí en la mina donde yo trabajaba, pero nunca podré olvidar el que se produjo en la misma faja en la que yo estaba trabajando y que le costó la vida a aquel compañero maravilloso que fue Antonio Fernández.
Fue tanto lo que me afectó que quise abandonar el trabajo de la mina. Y si no lo abandoné fue por aquel levantamiento de ánimo que me dio el vigilante Valentín Ramos. Hoy, después de medio siglo, cada vez que visito el cementerio, visitó sus tumbas y los recuerdos se acumulan en mi cabeza, para nunca poder olvidarlos. Seguro que no los olvidaré.
Historias de un minero de bien.