Emilio Romero. Hoy su relato lo dedicaba a una de las grandes personas que en todo momento ha tenido a su lado José María Romero Silva. Bueno, cariñoso, simpático, con un corazón que no le cabía en el cuerpo y el humor que le rebosa por los cuatro costados. Este no es otro que su hermano Rafael. Era 17 meses más joven que él y fue otro de esos niños que tuvo que irse muchas noches a dormir sin haberse llevado nada a la boca. Es verdad que a él le daban de comer al medio día en el Auxilio Social, pero era lo único que comía en todo el día.
De niño tuvo que dejar la escuela para irse a guardar cerdos, con un salario de 15 pesetas al mes. Era y sigue siendo tan bueno que nunca fue capaz de venirse a Cortegana o Almonaster a robar higos o castaña, me contaba. «Mira…siempre que le decía que se viniera conmigo, rápidamente me decía, Chacho es que me da mucho miedo, ir de noche por el«. Además de guardar cerdos, también le obligaron a vender leche en el tren que pasaba por Valdelamusa a las 6 de la mañana.
Estuvo algunos veranos de hortelano sin ganar sueldo alguno. Su trabajo lo hacía a cambio de un plato de comida, con un horario desde la salida del sol hasta que llegaba la noche. «Y luego para dormir lo hacíamos en un pajar donde era tal cantidad de ratas las que había que teníamos que dormir con la cabeza tapada. Yo que trabajaba con el mismo campesino, ganaba la comida y 15 pesetas diarias, pero el solo la comida«.
Mis recuerdos, me decía, «están siendo una de las cosas que más felicidad me están aportando hoy día. La fiesta de San Juan me ha traído unos recuerdos de felicidad inmensos. Fui con 18, 20, 30 o 40 años una persona que todas las fiestas me encantaban, recuerdo las noches de San Juan que pasé en Alosno, las que pasé en Los Acebuches y por supuesto las que pasé en los Piluritos que hacíamos en Valdelamusa. Todavía seguía recordando algunas de las canciones que por San Juan cantábamos.
Una de ellas decía,
«San Juan y la Magdalena jugaban al esconder,
San Juan le tiró un zapato porque no jugaba bien»
esta otra decía,
«La mañana de San Juan levántate tempranito
para ir por las adelfas, y adornar los Piluritos»
y también me acuerdo de esta otra que decía
«Pirulito que bate, que bate, Pirulito que ya bateo,
Pirulito de blanca azucena, Pirulito de verde limón».
y la que yo repetía mucho era esta otra que decía,
«Día de San Juan alegre día, triste para mí,
porque Juanita se llamaba, la prenda que yo perdí«.
«Todas estas canciones las cantábamos formando un corro con las chicas alrededor del Pirulito y siempre acompañado de una copita de aguardiente, que te daba el puntito necesario para que la diversión fuera completa. Ni las he olvidado ni las pensaba olvidar, porque son tan bonitos esos recuerdos, que no hay otra cosa que los pueda igualar. Y para seguir recordando diré esta otra canción que se me ha venido en estos momentos a mi memoria y que decía,
«Eco, Eco, que tengo un chaleco,
Eco, Eco de tira bordad,
Eco, Eco que no me lo pongo,
Eco, Eco, hasta el día de San Juan”.
Otra vez me contaba….»No sé por qué será que cada vez que miro el calendario, aparece un recuerdo en mi mente. El de hoy también es de esos que dan ganas de llorar, aunque yo los cuento para reír. El año que se produjo este recuerdo era el año 1950, el mes era agosto, y donde pasé las duras y maduras, fue en las Fiestas Colombinas.
Llegado julio y por orden del gobierno se les pagaban a los mineros una paga extraordinaria del salario de
10 días. Mi madre aprovecho esa ocasión para comprarme los primeros zapatos que se iban a poner en mis pies. Recuerdo que el zapatero que me hizo los zapatos se llamaba Manolo, era de Valverde del Camino, nosotros le llamábamos Manolo el zapatero.
Manolo me tomo medida de mis pies, y me hizo unos magníficos zapatos, y que yo para lucirlos bien, opté por estrenarlo en las Fiestas Colombinas. Yo debo reconocer que ese día estaba más contento que si me hubiera tocado la lotería. Vine de la mina, me di un buen baño en una panera, donde mi madre lavaba la ropa y una hora antes que el tren llegara ya estaba yo en la estación. Llegué a Huelva y lo primero que hice fue comerme una ración de chocos fritos. Las Colombinas se celebraban en el Paseo de las Palmeras junto al Puerto. Una vez que me comí los chocos y me fui para la fiesta, empezó mi calvario. Mis pies acostumbrados a las alpargatas me empezaban a decir que no querían zapatos.
Aguanté todo lo que pude, pero llegó el momento y no tuve más remedio que sentarme y mirarme los pies. Fue de pena, las sobaduras que me habían hecho los zapatos me daban miedo mirarlas, pues toda la piel había desaparecido con las rozaduras. No fui capaz de volver a ponerme los zapatos, así que tomé la determinación de unirlos por los cordones y pasearme por la fiesta con los zapatos colgados al hombro y con los pies descalzos. Este es el recuerdo tan bonito que tengo de aquellas Colombinas, pero como no hay mal que por bien no venga, las penas que aquel día pasé me sirven hoy para reír y reír.
Con el objeto de ir dando a conocer las vivencias que tocaron vivir en aquella época mala, que vivió España en la década de los años 40, hay una que me produce risa cada vez que la recuerdo. Como ya he dicho en otras ocasiones, el hambre era la penuria más difícil de combatir, toda vez que en esta zona carecíamos de toda clase de alimentos.
Pero el hambre agudiza el ingenio y cosas que no hacían personas mayores, la hice yo con sólo 9 o 10 años. Nos encontrábamos en el verano, en tiempos de la siega de los cereales. Y con mi amigo Manuel Dorado Borrego, que de mote le llamábamos Manolo Tacones, pensamos que cuando entrara la noche irnos a por espigas de trigo que en aquellos tiempos estaban para coger. Recuerdo que la primera vez que lo hicimos fue a una sementera que estaba frente a la Casilla de la Morena, y sin luz de ninguna clase, en menos de media hora, llenamos el cesto.
Ni que decir tiene que la alegría fue inmensa la que una vez desgranado nos dio casi los dos kilos de trigo. El trigo lo molimos en un molinillo grande que tenía Francisco el chófer, y con aquella harina mi madre nos hizo unas poleás y una tortilla de harina, que nos supieron a gloria. Esta operación la seguimos haciendo mientras hubo trigo sembrado y es verdad que gracias a estos fueron muchos días los que pudimos comer algo. Una de las cosas que me produce risa cada vez que lo recuerdo, es lo que mi Amigo Manolo me dijo cuando comimos las primeras tortillas de harina. «Compadre como sigamos comiendo como hoy, nos vamos a poner hasta gordos» ¿cómo no voy a reír con estas cosas que me ocurrieron cuando era un Niño?
Manuel Dorado, para mi ‘Manolo Tacones’ y su hermano Eustaquio, fueron dos magníficos amigos, que siempre compartíamos cualquier cosa que teníamos. Recuerdo el día que mi amigo Eustaquio me llamó para comentarme lo que su hermano Manolo acababa de hacer. Manolo venía del huerto que el padre tenía cerca del ferrocarril, y en el camino cerca de él vio a un gallo haciendo el amor con una gallina y la ocurrencia que tuvo fue pegarle un pisotón al gallo y cogerlo y salír por el campo corriendo, para que nadie lo viera. Nos fuimos detrás de los vacies contiguos a la Corta de Mina Confesionario.
Manolo Tacones era inteligentísimo, y para que la candela no hiciera mucho humo, nos dijo que solo echáramos leña seca. Así lo hicimos y efectivamente el humo era insignificante. Asamos el gallo lo mejor que pudimos, y con toda tranquilidad no lo comimos sin pan ni agua y salimos más contentos que unas pascuas. Esto es lo que comimos aquel día. Y esto mismo fue lo que hicieron dos amigos, que sin tener nada que comer, lo que aquel día tenían lo compartieron con un amigo. Manolo fue un buen amigo, pero Eustaquio fue amigo y medio. Siempre lo tengo en mi recuerdo, porque cualquier cosa que tuvo siempre la compartió conmigo».