Redacción. El Festival de Teatro y Danza Castillo de Niebla echó ayer el telón con ‘El avaro’, de Molière, a cargo de Atalaya bajo la dirección de Ricardo Iniesta. Se homenajea en esta función al dramaturgo francés, de cuyo nacimiento se cumplen 400 años. Para celebrarlo, nada mejor que la propuesta de Atalaya sobre el inmortal personaje creado por Molière, Harpagón, paradigma universal de la mezquindad y la avaricia desmesurada.
Es la primera vez que la compañía andaluza aborda este clásico de la literatura gala, asumiendo un registro donde ya ha demostrado su pericia: el musical. Baste recordar sus aclamadas ‘La ópera de tres centavos’ y ‘Marat/Sade’. Sirviéndose del formato de la comedia musical, Iniesta ha neutralizado las partes consideradas menos actuales del original, trocando en metáforas y sugerencias la impronta naturalista de la obra.
Fiel a la actualización de los clásicos tan del gusto de Atalaya, Moliere, dramaturgo implacable cuya pluma denunciaba los vicios de la sociedad que le tocó vivir, sirve en esta ocasión para que Ricardo Iniesta nos recuerde la vigencia de ciertos pecados capitales, entre los que destaca de manera airosa la avaricia.
Así, los ocho actores que participan en este festín musical, capitaneados por Carmen Gallardo en el papel del viejo Harpagón, el rico y mezquino burgués obsesionado por la integridad de su fortuna, recuerdan el lado más egoísta y miserable de la condición humana; los estragos que causan el dinero y el poder, el sexismo o la desigualdad de clase que siguen vigentes en la actualidad.
El avaro de Molière se representó por primera vez en París, en 1668. La comedia, escrita en prosa y dispuesta en cinco actos, recuerda las composiciones similares de enredo de la época, inserta en una trama bastante convencional. Porque más allá de las historias principales que trufan la obra, las de los hijos del avaro y sus respectivas cuitas, el interés del escritor reside en el retrato de las vilezas y miserias de Harpagón, personaje que trasciende la mera caricatura de época para convertirse en símbolo intemporal.
Tal vez no sea coincidencia que el estreno de esta obra se hiciera bajo el amparo del rey, y de ahí la sátira sin censuras que el dramaturgo descarga sobre la avaricia y sus adoradores. Porque más allá de sus logros literarios, o tal vez por esa razón, Molière aprovechó cada una de sus obras para denunciar, a través de la risa y la socarronería, a los santurrones, a los usureros, a los especuladores y otros detritos sociales empeñados en dificultarles la vida a los demás.