La vida en 4×20

Jaime de Vicente. Inicio con estas líneas mi colaboración con Huelva Buenas Noticias, un periódico que vi nacer y crecer con simpatía. Efectivamente, el hecho de que su enfoque fuera poner en conocimiento de sus lectores hechos noticiables de carácter positivo era novedoso y digno de elogio. Se salía de la tónica habitual en la prensa de dar relevancia a los desastres, tragedias y desgracias, tan frecuentes en el mundo.

Se ve que hay un público numeroso que se interesa especialmente por la parte oscura de la vida. Otros, sin cerrar los ojos a los aspectos negativos de la existencia, prefieren –preferimos- ver lo bueno que también nos ofrece. También nos atraen más las figuras ejemplares, su trayectoria, su lucha, que nos sirve de modelo y de estímulo, que los famosos sin causa, personajes elevados caprichosamente a la fama para alcanzar audiencias inusitadas a base de satisfacer el morbo que infiltra el tejido social como un virus psicológico, con el que convivimos de grado o por fuerza.


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Ahora, por la amable invitación de su director, voy a intentar trasladar y compartir una visión particular sobre el mundo o, al menos, sobre la parcela del mundo que alcanzo a percibir y la que atañe a mi universo personal. Pretendo que mi aportación sea solo una parte del diálogo con los lectores, en el bien entendido de que ellos pueden coincidir o disentir y, sobre todo, presentar otros puntos de vista que nos enriquezcan a todos.

Lo hago cuando voy a pisar el umbral de mis ochenta años y esa circunstancia tiene que ver bastante con el título de este artículo. Asimismo podría quedar como encabezamiento de la serie que posiblemente les seguirá. Trataré de explicar los motivos.


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Es sabido por los que estudiaron francés –en la etapa escolar antes éramos muchos; ahora cada vez menos por el avance imparable del inglés, impulsado por el gigante estadounidense- que este idioma no tiene un  vocablo para designar los números 70, 80 o 90. Para los francoparlantes las palabras setenta, ochenta y noventa se traducen respectivamente como soixante-dix (sesenta y diez), quatre-vingts (cuatro veintes) y quatre- vingt-dix (cuatro veintes y diez).

No soy experto y no conozco la explicación de esta singularidad, pero me inventaré una para la ocasión que tenga cierta coherencia: Mucha gente tiene miedo, no solo a envejecer sino al simple hecho de aparecer envejecido a los ojos de los demás. En eso se basa el auge de la industria cosmética, que hace bien poco tenía a las mujeres como clientela casi exclusiva y al día de hoy se extiende ya a todos los géneros. Como secuela de esta tendencia, abunda igualmente quien se resiste a declarar su edad cronológica.

Imagino que se trata de un prejuicio universal que procede de muchos siglos atrás. En los días en que se fijó el idioma francés, solo llegaba a los 70 años una pequeña parte de la población y quizá estos seres privilegiados se resistían a reconocer su edad abiertamente y utilizaban el circunloquio 60 + 10. Con las mismas razones, pudieron sustituir los 80 por 4 x 20 y los 90 por 4 x 20 + 10, aunque pocos llegaran a esta longevidad.

Reconozco que el fundamento de lo anterior es débil. Pero, como dice el proverbio italiano “Se non è vero, è ben trovato”. Puede ser que yo también, aunque crea que tengo asumida mi edad, en el fondo oculte una cierta rebeldía ante la inevitable decadencia física y sea esa la causa última de que quiera mostrarles, ojalá que por mucho tiempo, “la vida en 4 x 20”.

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