Mari Paz Díaz. Hay monumentos emblemáticos que trascienden fronteras y que adquieren fama mundial. En Andalucía podemos presumir de contar con grandes joyas del patrimonio histórico artístico, como puede ser La Alhambra de Granada, la Mezquita de Córdoba o La Giralda de Sevilla, ciudad de la que también es un símbolo la Torre del Oro, lugar habitual de visitantes y turistas a orillas del río Guadalquivir. Sucede algo similar en Huelva con el Muelle de la Compañía Minera de Riotinto, que, a orillas del Odiel, se ha convertido en uno de los lugares más fotografiados de la capital onubense. Lo que pocos saben es que la provincia de Huelva también tuvo su propia Torre del Oro, una atalaya de la Costa de Huelva bastante desconocida que hoy queremos descubrir.
Pero, ¿dónde se encontraba la Torre del Oro onubense? ¿Cómo era? ¿Cuál fue su función? Son preguntas que para responderlas nos acercamos al artículo publicado en la revista Erebea. Revista de Humanidades y Ciencias Sociales, realizado por los investigadores Juan Villegas y Antonio Mira bajo el título de ‘Un gigante con los pies de barro: La Torre del Río del Oro en el siglo XVIII‘. Un trabajo en el que se pone de manifiesto que este monumento jugó un papel defensivo primordial en el litoral onubense, dado que se encontraba en un punto estratégico.
Lo que puede sorprendernos es que esa magnífica Torre del Río Oro de Huelva fue, en realidad, lo que hoy conocemos como la Torre del Loro, situada en Mazagón, en el entorno al acantilado del Asperillo, en Doñana, en una playa donde Moguer, Palos, Lucena del Puerto y Almonte comparten término municipal. Sí, por su estado de conservación, cuesta imaginarse que aquellos muros, en realidad, pueden contar miles de historias.
Tal y como explican Villegas y Mira, «la torre del Río del Oro, también llamada simplemente del Oro, era una de las almenaras más fuertes del litoral onubense. La atalaya, que compartía esta condición con las de San Jacinto, Punta Umbría y Canela, se levantaba exactamente en la frontera de los dominios señoriales del duque de Medina Sidonia, señor de Almonte, con los del conde de Miranda, señor de Palos, y era la única de grandes dimensiones que no protegía desembocaduras o estuarios de ríos. Esta excepcionalidad tenía sin duda una justificación: la defensa de un lugar estratégico de gran importancia, como era el paraje del Río del Oro». Se trata de un espacio en el que vivía un sector importante de la población dedicada a la pesca, siendo un lugar de abastecimiento habitual para los marineros, por lo que atrajo a la piratería berberisca, que había incrementado su presencia en la Península durante el siglo XVI, de ahí la necesidad de construir una fortificación en la zona que llevara artillería.
Esta construcción, como sucede con el resto de las torres almenaras, fue mandada edificar con carácter defensivo por Felipe II, siendo ejecutadas durante el mandato de Felipe IV (1621 – 1665), en el siglo XVII. A partir de aquí, existen referencias del buen papel desarrollado por la Torreo del Río del Oro en periodos bélicos. Por este motivo, es una verdadera pena que de aquella torre tan sólo queden unos muros. Mampostería que se oculta cuando hay marea alta. Una construcción que a lo largo de su vida se vio sometida a alguna reforma, como sucedió en el siglo XVIII, tal y como veremos a lo largo de este reportaje.
Y es que el punto débil de esta torre fue precisamente su posición estratégica. «Construida sobre las arenas, al pie de un arroyo –el llamado “Río del Oro”– cuyo curso acariciaba su base, y expuesta directamente a los embates del mar, la poderosa almenara era potencialmente un gigante con los pies de barro. No obstante, (…) no hay motivos para dudar de la consistencia de la torre al menos durante el primer siglo y medio de su existencia», recogen los investigadores onubenses. Y eso que, arquitectónicamente hablando, era la atalaya más especial de las existentes en el litoral onubense. En total, en la provincia de Huelva se conservan once torres almenaras, si bien se tiene conocimiento de la existencia de, al menos, catorce.
Entre otras características, podemos destacar que se trataba de la más alta, al tener entre 16 y 18 metros de altura, lo que, junto a la de Canela, la convierten en la almenara de mayor envergadura de la costa onubense. Además, era una torre de doble cámara, con dos bóvedas y una escalera de caracol con 1,5 metros de radio. Como curiosidad, el edificio no tenía ventanas y, para acceder a la misma, tenía una puerta en el lado contrario al mar, a siete metros de altura, por lo que había que acceder a la misma con una escalera. Todo ello con claros objetivos defensivos.
Las primeras noticias del deterioro de la construcción aparecen en la primera mitad del siglo XVIII, cuando un ingeniero declara que sería necesario reedificar una parte de la torre para que su bóveda no se viera afectada. Unos desperfectos que encontraron una rápida respuesta por parte de la administración al producirse justo en un momento en el que Fernando VI «desarrolló un importante programa de mantenimiento y restauración de las instalaciones militares existentes, mejorando la capacidad defensiva del país», apunta el artículo de Erebea, al hilo de las ideas borbónicas que circulaban, que permitieron «múltiples proyectos destinados a la puesta en estado de defensa de las fortificaciones españolas».
Y la Costa de Huelva sería un punto estratégico en este sentido ante la presencia de un importante número de torres almenaras en la línea litoral, que seguían siendo fundamentales para la vigilancia y la defensa de la provincia onubense ante los ataques que pudieran producirse por el mar. Sin embargo, tal y como constató un ingeniero militar llamado Ignacio de Sala en una visita a Huelva, el estado de muchas de estas torres onubenses las hacía inútiles o muy frágiles, como sucedía con las de Zalabar, situada en la playa de Castilla, La Higuera, hoy un símbolo de la playa de Matalascañas, o El Asperillo, ubicada en Almonte, entre Matalascañas y Mazagón, que a comienzos del XVII estaba sin acabar debido a que los piratas corsarios la derribaron cuando se estaba construyendo.
Aún así, parece ser que las principales preocupaciones del ingeniero Salas se dirigieron a la Torre del Río Oro, lo que derivó en «la realización de costosas obras de reforma y consolidación en la atalaya», apuntan Villegas y Mira. Y es que, aunque se habían desarrollado muestras de preocupación por el estado de la Torre, realmente no se tomarán en serio hasta que diferentes responsables de la conservación y estado de defensa de la torre lo comunican al rey.
Fue el caso del requeridor de las Torres de Poniente, Pedro Mateos, y el conde de Roydeville, capitán general de la Costa de Andalucía, que pidieron una solución a los problemas de la edificación, especialmente después de las consecuencias que tuvieron sobre la misma un fuerte temporal que afectó a Huelva en el invierno de 1748, «como se demuestra en el hecho de que a la torre del Río del Oro le hayan “arrancado más de veinte y ocho baras de zimiento o zapata”, [según afirmaron], dejando al descubierto la mayor parte de esta estructura», por lo que había un gran peligro de que quedara en estado de ruina, puesto que la almenara venía sufriendo desperfectos desde una década atrás, lo que se apreciaba en la aparición de varias brechas en su estructura, que ponían en peligro su estabilidad. Una erosión en la que no sólo influía el mar, sino también el arroyo del Oro, ramificado en su desembocadura en una serie de canales que afectaban a la base de la torre en la bajamar.
Estas demandas llegaron a una administración, que, al seguir el sistema borbónico, quería dar imagen de buen funcionamiento, por lo que «sólo cuatro días después del requerimiento», se pone en marcha la maquinaria para que esta torre de Mazagón fuera reconocida por un ingeniero que estudiase sus necesidades constructivas. No en vano, se entendía que era un edificio indispensable para la seguridad de la zona y para enterarse si se producía algún ataque enemigo. La tarea de inspección no fue nada fácil, como se recoge en este trabajo de investigación, teniendo en cuenta que la atalaya se encontraba en una zona aislada, de difícil acceso y en la que era necesario encontrar el momento de marea baja para poder estudiarla. Todo ello sin olvidar la necesidad de recabar dinero para pagar los salarios de los albañiles que estuvieran trabajando y los problemas de construcción, al no existir un material para cimentar este tipo de torres.
La orden de rehabilitación de la Torre del Oro de Huelva fue emitida por la monarquía en 1752, desarrollándose la obra a partir de ese año y estando finalizada ya en 1756, «tratándose de una obra de gran alcance para la solidez de la atalaya», apuntan estos investigadores, que recogen que «parece que las reparaciones y la “renovación” llevadas a cabo en la torre del Río del Oro en estos años centrales del siglo sirvieron para frenar su deterioro, aunque no se tuviera la certeza de que la situación estuviera salvada por mucho tiempo. En efecto, el visitador de 1756 volvía a mostrar su preocupación por lo expuesto de la construcción a los embates del mar y a la erosión del “arroyo que en las menguantes corre por su pie”. La solución parecía clara: construir una nueva torre tierra adentro, libre de los envites del mar y del arroyo. Sin embargo, este proyecto nunca se llevó a cabo. Eso, aunque en el siglo XIX, volvieron a tenerse noticias de ingenieros que aconsejaron acometer una nueva torre más alejada del mar.
No olvidemos que también había existido la Torre de Morla, que defendía el espacio existente entre la del Río del Oro y la de la Arenilla, es decir, entre la Laguna de las Madres y El Picacho. Y, de hecho, se había pensado en edificar otra atalaya en la Punta del Picacho, cerca de la torre Morla. Un proyecto basado en la necesidad de tener vigilado otros puntos del extenso litoral, que, finalmente, nunca vio la luz.
Pero, a pesar de las carencias que pudo tener, estos historiadores onubenses reconocen que «la torre del Río del Oro parece haberse mantenido en el siglo XVIII en un correcto estado de defensa, conservando casi siempre artillería en buen uso y personal específico para su manejo». Por ejemplo, en 1756, contaba con tres cañones. Lo que sí parece claro es que siempre estuvo donde se encuentra ahora y que, a diferencia de otras torres, no ha ido metiéndose más en el mar a medida que ha ido cambiando la línea del litoral, sino que siempre estuvo mar adentro, lo que la convirtieron en una auténtica maravilla de la ingeniería para que se mantuviera en pie.
De hecho, la Torre del Oro continuó en funcionamiento buena parte del siglo XIX, aunque lo más probable es que lo hiciera con algunos desperfectos. Villegas y Mira aseguran al respecto que «aunque no contamos con un dato preciso sobre el momento de su destrucción, en 1867 un derrotero de la costa ya la presenta “casi en ruinas”, de forma que “de lejos se parece a una escollera, o más bien a una embarcación varada” (…) la del Oro, situada en la parte baja de la playa, se resquebrajó y se partió en varios fragmentos ante el agravamiento de los fallos de cimentación».
Entre los restos que se conservan de la torre, -tal y como hemos podido comprobar en las imágenes adjuntas en este reportaje, que han sido tomadas en la actualidad-, «puede observarse parte de la cara interna del tercio inferior (…). Todo apunta a que este espacio había sido anteriormente el aljibe de la torre. Otro elemento visible en el conjunto de los restos apoya la idea de que el suelo de la cámara fuera de madera». Unos restos que sólo a través de una excavación arqueológica podría dar a conocer más datos sobre este emblemático lugar.
Sea como sea, no podemos olvidar que se trata de una de las torres almenaras más interesantes de la costa onubense. Pero, a pesar de su simbología y su importancia histórica, lamentablemente, el desconocimiento y su situación alejada de cualquier núcleo urbano han provocado que los restos de esta Torre del Oro se encuentren a la merced de la continua erosión del mar, que parece que seguirá mermando estos muros.
Hasta que se produjo el incendio de Mazagón en 2017, a cualquier visitante que quiera conocer la torre o, simplemente, disfrutar de la playa en la que se encuentra, en pleno parque natural de Doñana, con arenas blancas y un paisaje envidiable, le llamaba la atención el estado del camino de acceso a la playa. Era una vía en la que había entrado el agua del arroyo del Oro, provocando suciedad, acumulación de ramas y, sobre todo, mucho barro. Un panorama que, en ocasiones, incluso, provocaba problemas para llegar a esta preciosa playa onubense. Pero, en la actualidad, la situación ha empeorado y, ahora es imposible llegar por este camino.
Por el momento, no cabe duda que todavía existen muchos episodios del patrimonio de Huelva que deben descubrirse. ¿Acaso no merece la pena conocer esta Torre del Oro? ¿No podría fomentarse su conocimiento por parte de visitantes y locales? Su historia y las imágenes de gran belleza que nos regala nos demuestran que sí.
Si quieres conocer más detalles sobre las torres almenaras onubenses puedes recordar el siguiente artículo de HBN:
‘Las torres almenaras diseñadas por Felipe II en la Costa de Huelva’