El cuartel

El Cuartel.

Félix Morales Prado. Los civiles, de los que la legendaria silueta, tricornios charolados, capas y fusiles colgando del hombro, formaba parte de la lejanía de la costa en días de sol, nubes o viento, en vigilancia y prevención del contrabando u otras fechorías, habitaban la Casa Cuartel.

El edificio, rectangular, con cubierta a dos aguas de teja árabe, paredes encaladas y zócalo de cerca de un metro de ancho, de ladrillo así como los marcos de los vanos de puertas y ventanas, tenía cuatro viviendas por cada lado largo, que daban al sur y al norte respectivamente. Por otro extremo, al oeste, se ponía el guardia de puerta y estaba el despacho del sargento y también el cartel habitual con el lema “Todo por la Patria”. Arriates en su perímetro llenos de geranios rojos y rosas, margaritas y periquitos blancos y púrpuras le daban un aspecto ajardinado y alegre. Recuerdo una mimosa que había en una esquina. Como tantas otras cosas del pueblo,esta construcción decimonónica que mereció la atención de los dibujos del pintor José Caballero, también fue derruida. Su conservación, no como vivienda, pues realmente nunca reunió condiciones suficientes a tal propósito, pero sí para dedicarla a algún proyecto de interés cultural o social, pudo haber sido otra de las muchas cosas inteligentes que los consistorios del lugar no han hecho.



Con salir de mi casa, girar a la izquierda y dar una pequeña carrera (entonces, como suelen hacer los niños, iba a casi todos sitios corriendo), estaba allí. Allí tuve a mis primeros amigos, como Pepe Luis, con el que jugaba a los caballeros del Rey Arturo o sostenía debates enjundiosos de política territorial. Él opinaba, con toda la razón, que estábamos en Punta Umbría; yo sostenía, con no menos motivo, aunque lo hiciera porque me sonaba mejor, que vivíamos en España. La discusión solía zanjarse y diluirse en una partida de bombos.

Al llegar a la adolescencia oí cosas. Se contaban. Sotto voce. Cosas de las que no había oído nada en mi infancia. Lorca lo había cantado en sus poemas. “Veinticuatro bofetadas./ Veinticinco bofetadas; / después, mi madre, a la noche, / me pondrá en papel de plata. / Guardia civil caminera, / dadme unos sorbitos de agua. / Agua con peces y barcos. / Agua, agua, agua, agua. / ¡Ay, mandor de los civiles / que estás arriba en tu sala! / ¡No habrá pañuelos de seda / para limpiarme la cara!”. Se decía, se hablaba. Pero también oí historias, las oí, como aquella de un agente que había sido duramente sancionado por negarse a disparar a unos chavales que parecían huir de un chalé en el que habrían entrado tal vez a robar. Fueron tiempos penumbrosos, recorridos por falorias y hablillas, tal las de los sacamantecas que secuestraban a las criaturas para extraerles la sangre.


Puerto de Huelva

El padre de mi inseparable Pepe Luis era simpático, amable, excelente persona, como demostró en muchas ocasiones, bueno y justo y me parece a mí que hasta pacifista. No le gustaba que jugásemos a la guerra, cosa que hacíamos casi constantemente. Nos decía: “No juguéis a eso, jugad a juegos bonitos”. Lo que escuchábamos con suma atención para después ignorar completamente su consejo. Pero él insistía, paciente, con cordialidad: “Que no juguéis a eso, chiquillos; jugad mejor a la pelota, al trompo… ¡Pues anda que no hay juegos!”. Su hijo más chico, Paquito, apenas sabía hablar aún y siempre estaba diciendo palabrotas, lo que le hacía muchísima gracia a otro guardia, grueso y guasón, que se llamaba Juan y lo animaba a ejercitarse en el asunto de recitar tacos, para enojo de su madre, Rafaela, mujer bondadosa y afable. Su hija se llamaba Fali y era amiga de mi hermano Jesús.

Muchas de nuestras amistades vivían en el Cuartel. Conchita, Lina, Ceci eran amigas de mis hermanas Blanca y Rosa. Rafael, a cuyo hermano Antonio mi padre puso el sobrenombre de “El Machote”, Beneroso o Tomás (otro hombre bueno que de mayor también fue miembro de la benemérita y víctima, sin comerlo ni beberlo, de ETA), lo eran de Emilio, el primogénito de mi familia. Normalmente nos movíamos por allí con absoluta libertad, corriendo arriba y abajo y, como chiquillos, lógicamente, supongo que formando un barullo considerable. Excepto en unos días concretos. Los de la visita de inspección del Brigada. En esos estaba completamente prohibido andar por medio y mucho menos armar jaleo. Para mí, el Brigada y sus apariciones, que lo cambiaban todo, siempre fueron un enigma, una especie de asunto mítico. No sé por qué extraño motivo, en mi memoria las asocio a las de una pareja de civiles a caballo que vi muy de tarde en tarde. En Punta Umbría no los había, así que seguro que venían ocasionalmente de fuera, lo mismo que aquel oficial. Será por eso por lo que los relaciono.

Frente a las viviendas solía haber pequeñas plantaciones para autoabastecimiento, cosa corriente en esa época y que hoy parece estar poniéndose de moda. En su caso, estos huertecitos tenían su origen en los que ya cultivaban los carabineros del lugar en el siglo XIX. Era una tradición antigua e implantada también entre otros habitantes de la población. Mi padre, por ejemplo, tenía uno en el lado norte de la casa. Cuando íbamos a jugar al campo, mis compañeros se mostraban muy hábiles para localizar eventuales brotes de garbanceras, habichuelas, habas, tomateras… que sacaban con sumo cuidado de la tierra y trasplantaban a sus sembrados.

Todos los alrededores, entonces arenales llenos de retamas, pinos, siempreverdes o transparentes, ricinos, chalets antiguos, como ya he contado, eran nuestros territorios de juego. En ellos corríamos aventuras imaginarias y, a veces, con cierta pátina de realidad. En una ocasión, estando por el pinar cercano a La Peña, el hotel de solteros de la Compañía de Río Tinto, al lado de la Casa Dirección, la número 1, mi amigo Pepe Luis, Gonzalito, un niño de Huelva que sólo iba a Punta en verano, y yo, vimos entre los matorrales un portafolio de piel negra bastante nuevo. No recuerdo si fue de Pepe Luis o mía la idea de cogerlo; entonces, Gonzalito, que debía de hartarse de ver películas policíacas, nos detuvo con autoridad. “Vais a dejar vuestras huellas y podéis borrar pruebas”. Asentimos reconociendo su gran sabiduría. Él agarró un papel que había por allí tirado, asió con su ayuda la carpeta y ahí que nos fuimos los tres a entregarla sintiéndonos importantes detectives. El guardia de puerta recibió el objeto, nos preguntó dónde lo habíamos encontrado y nos dio las gracias. Durante días aquel hallazgo y la posible naturaleza y origen de la cartera ocupó nuestras apasionadas conversaciones. ¿Qué contendría?, ¿documentos secretos, dinero? Pasó el tiempo y otros sucesos más vitales, como el estreno de “Los vikingos” o una excursión a nado a la Otra Banda a coger cangrejos, hicieron diluirse en el olvido aquel, para nosotros tan novelesco, asunto.

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