El Cerrito, un plantío de mariguana y la casa del Capitán

Félix Morales Prado. La Calle del Cerrito era posiblemente uno de los límites entre la zona de los veraneantes y el pueblo habitado en invierno. También es de las zonas que mejor se conservan, aunque esto no quiere decir que se conserve muy bien. Compuesta por casas de estilo colonial que se quedaban vacías entre setiembre y junio, sus jardines, como los de toda la zona deshabitada hibernal, por los que tanto transcurrirían mis poemas, se convirtieron en nuestro “Strawberry field” y cumplían para nosotros la misma función que aquellos del orfanato de Liverpool para John Lennon y sus amigos. Se iniciaba con el chalet Pérez Carasa, un edificio mítico, tanto por su forma evocadora de un barco como, sobre todo, por el hecho de que, construido muchos años atrás cerca de la Canaleta, a orillas del mar, donde lo derribó un temporal, el arquitecto lo volvió a levantar exactamente igual aquí, junto a la Torre. En cierto modo, era como si aquella tormenta lo hubiese trasladado a este lugar haciéndolo navegar o volar desde la playa. Seguía, inmediata, la casa del reloj de sol, con su gnomon y su venero, que siempre me asombró. Enfrente, un bosquecillo mágico hoy, ¡ay!, destruido: La Retama.

En una de las primeras viviendas a continuación a la derecha veraneaba un amigo con el que me ocurrió una anécdota graciosa. Fue a comienzos de los años setenta del siglo pasado. Estudiaba yo entonces mis primeros años en la Facultad de Filología de Sevilla. Un conocido me pidió que le ayudase a hacer una mudanza. Lo ayudé y, en agradecimiento, me regaló una bolsa con marihuana y otra con cañamones, con semillas de lo mismo. A pesar de mis negativas, insistió y me las guardé. La yerba, como yo no fumaba esas cosas, se la di a unos compañeros de la universidad, que acabaron con ella en el campus en tres o cuatro sentadas. Me comentaron que era muy buena. Bien. El sobrecito de plástico con las simientes lo guardé en mi maleta y allí quedó olvidado. Cuando fui en las vacaciones de Navidad a Punta, al deshacer el equipaje encontré aquello debajo de la ropa. Vertí las bolitas en la palma de la mano, las miré distraídamente, las tiré, para deshacerme de ellas, sin intención ninguna, por la ventana abierta y olvidé el asunto.

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En los primeros días del verano, ese amigo que, como dije, vivía en una de las primeras casas del Cerrito a la derecha, apareció en mi marquesina a saludarme y pedirme libros. Después de que eligiese algunos en mis anaqueles y de tomarnos una cerveza, nos despedimos. No habían transcurrido ni cinco minutos cuando me gritó desde afuera: “¡Féliiix! ¿Tú has visto lo que tienes al lado de la tapia?” Pegando a la barda de mi jardín, por la parte exterior, había una plantación de cannabis de unos diez metros cuadrados. Matas altas de hojas palmeadas, lanceoladas, dentadas, repletas de magníficos cogollos. Me quedé completamente estupefacto. Mi cerebro se puso a funcionar a toda velocidad y rebobinó hasta el momento en el que mi mano, visualizada ahora a cámara lenta, arrojaba los cañamones. Le conté a éste lo que había pasado, estuvimos comentando la poca información práctica de que debían disponer las fuerzas del orden, que pasaban cada día por allí sin advertir la presencia del arbusto prohibido, se ofreció a ayudarme a hacer la cosecha, le dije que yo no la quería, me pidió permiso para llevársela él, se lo di, trajo una cuerda y en tres o cuatro viajes acarreó toda aquella maría bien agavillada. En setiembre me contó que se la habían fumado durante el verano sus hermanas y él, en las tibias o calurosas noches de su terraza, mientras el abuelo les contaba historias. Me aseguró que era muy buena. Bien.

En la primera casa de la izquierda, completamente plagada de lantanas (banderita española se llama también esa enredadera que da unas flores rojas y amarillas, aunque las hay de otros colores), vivía Florentino, el capitán (o jefe) de la “patrulla” de los veraneantes, siempre enfrentada a la de los puntaumbrieños, cuyo jefe secular era Retamales. Legendarias fueron sus batallas.


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Después, además de otras muchas, Villa Buenos Aires, cuya bolera privada en el jardín constituía mi sueño inalcanzable, Villa Italia (más de una vez visitamos su albaricoque, si bien siempre nos encontrábamos con damascos verdes) o Villa Joamaluy (con ese complicado nombre que nos retábamos a pronunciar  mi primo y yo), que se ubicaba frente a su casa, en la arena del patio delantero de la cual, todo lleno de adelfas, nos poníamos a jugar a la hora de la siesta con soldaditos de goma. Recuerdo que, no sé si por el calor o por los efluvios dulzones y mareantes de aquellas plantas, la fantasía lúdica era especialmente intensa, como si me hallase dentro de un sueño. La memoria de aquellas tardes me haría escribir después: “En el jardín, los niños retozan entre adelfas / perdidos en su aroma que abre mundos vecinos…”.

Pasaba más adelante, en los atardeceres, ante una de las últimas viviendas, envuelta en buganvillas, de la que creo haber oído salir notas de una melodía de piano. Siguiendo más allá y luego más allá de donde acababa la calle, se adentraba uno por una zona inmersa en pinares, cerca del Hotel Riasol, donde estaba el chalé de verano del Capitán de las Dunas, poeta, aventurero y pintor. En reuniones vespertinas que se prolongaban hasta tarde en la madrugada ante una botella de vino tinto, alguien cogía «Las Rubaiatas», de Omar Khayyám e, interrumpido por el resonar del saludo de algún esporádico viandante en medio del sagrado silencio nocturno cercado por cantos de grillos, leía: “Aunque suave y poético, / el resplandor de la luna / asusta e inquieta / a las noches sedientas de tinieblas. / ¡Bebe! / ¡Aprovecha el instante único! / Por mucho que vivas, / ningún instante / a éste se comparará! / ¡Regocíjate, amigo! / Esta misma luna brillará, / por los siglos de los siglos, / sobre mi tumba / y sobre la tuya”. Cultivábamos el Carpe Diem.


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