Félix Morales Prado. Me inicié en la lectura con los tebeos. Aún antes de comenzar a ir a la escuela me gustaban y miraba los ejemplares de la colección de “El Cachorro” de mi hermano mayor. Él me cuenta que se los destrozaba. No soy consciente de tal cosa.
Desde muy chico era aficionado a “El Capitán Trueno”, “El Jabato”, “El Cosaco Verde”, “Pantera Negra”, “Sigur”, “DDT”, “Pulgarcito”, “Tío Vivo”, “Batman”, “Roy Rogers”… y todo su universo de personajes (el Reporter Tribulete, Carpanta, Crispín, Goliat, Taurus, Claudia, la Familia Ulises…), que poblaron mi imaginación infantil. Mi economía no estaba a la par con mi necesidad de estas publicaciones, así que sólo con el intercambio podía atenderla. Canjeaba las que ya había leído por otras al precio de unas perras gordas en el puesto de la madre de Azuaga. Estaba en la calle de Enriquito, un poco más adelante de su mercería, frente a donde más tarde los Tarantos y se solía encontrar a Jacinto tocando la guitarra. Toda la rúa llena de quioscos situados a la derecha, de los que el primero vendía hortalizas, frutas y otros alimentos, el último, si mal no recuerdo, era el de los tebeos, un quiosquito más bien exiguo en el que se amontonaban por los rincones y lucían hacia el exterior colgados de cuerdas y sujetos con pinzas no sólo un buen número de estos sino también revistas, fotonovelas y novelas del oeste y sentimentales, de Marcial Lafuente Estefanía o de Corín Tellado.
Llegaba allí con mi montoncillo de preciados cómics y con la ansiedad de un buscador de tesoros. La señora los tenía ordenados por temáticas: del oeste, de romanos, bélicos… Al margen estaban los de hadas, para niñas: Florinda, Sissi, Piluchi, Gazela, Azucena, etc.
Tenía la dueña del negocio algunas normas muy estrictas. Por ejemplo, los de Supermán sólo se podían obtener a cambio de otros de Supermán. Esto era innegociable.
Las fotonovelas, curiosos y efímeros productos, narraciones de folletines amorosos de camuflado tono sicalíptico, construidas con fotografías y bocadillos de texto, versiones gráficas impresas de lo que hasta entonces habían sido las radionovelas y pasarían a ser las telenovelas, no eran material demandado por los chavales de mi edad; tampoco las novelas de Corín Tellado. Sí eran aficionados algunos a las del oeste, como las de Marcial Lafuente Estefanía o Silver Kane.
Resulté, en fin, un verdadero devorador de historietas, de las que nunca saciaba mi hambre. Allá donde estaban expuestas, normalmente colgadas de cuerdas o cables o alambres y sujetas con pinzas, allá estaba yo merodeando con codicia de adicto, remirando una y mil veces las portadas. Escenario de tal ejercicio solía ser, en verano, el quiosco de chucherías, refrescos y prensa que abría esos meses entre el Cuartel y la que llamaban Casa del Agua (porque en ella se abastecían de agua las familias de los guardias civiles), al pie de la iglesia. Trabajaba allí, allí lo conocí, quien llegaría a ser mi buen amigo Julián Ávila que, a veces, me dejaba leer los que quisiera. Sin abandonar esta afición, pronto descubrí otro tipo de lectura, más laboriosa, diferente, en la que me inicié con los libros de la Colección Historia, de Editorial Bruguera. Alternaban estos una página de historieta con dos del, por entonces aún tedioso, texto, con lo que constituían una transición agradable entre una modalidad lectora y otra. Ahí leí “Los tres mosqueteros” o “Los viajes de Gulliver”. Poco más tarde o casi al mismo tiempo, Mark Twain, Dickens, Richmal Crompton y sus personajes ocuparon mis ratos de ocio y Guillermo Brown, junto a Tom Sawyer, David Copperfield o Pirrip pasaron a formar parte de mi imaginario. De hecho, el terremoto del año sesenta y tres, que se sintió, y mucho, en Punta Umbría, interrumpió momentáneamente mi lectura de Grandes Esperanzas y las insidias de las que la desventurada y siniestra Miss Havisham hace víctima al pobre protagonista. Ya hacía tiempo que no necesitaba el apoyo de las viñetas gráficas con globos, pero en mi mente se dibujaba con toda perfección la perversa vieja, incluso percibía el que me figuraba su olor a naftalina y rancio perfume de lilas, cuando el ropero de mi cuarto comenzó a agitarse como un flan y la lámpara a oscilar cual botafumeiro.
No recuerdo si fue mi padre o fue mi maestro, Don Eustaquio, quien me informó de que en el pueblo había una biblioteca pública. Era un edificio pequeño, también Oficina de la Cofradía de Pescadores, cercano a la casa de Combe, frente al Bar Santi, apenas un pequeño espacio con cuatro paredes llenas de estanterías repletas de tomos y con una mesita tras la que atendía el bibliotecario proporcionándote el título que querías leer allí o llevarte en préstamo tras rellenar una hoja de solicitud. Saqué muchas novelas de Julio Verne, “Cinco semanas en globo”, “Los hijos del Capitán Grant”, “Viaje al centro de la Tierra”, en las ediciones ilustradas de Editorial Sopena. Volvía contento a casa, con mi libro bajo el brazo por la Calle Ancha, de prisa para evitar la lluvia que ya amenazaba y para sentarme en la camilla, junto a la ventana del comedor, desde la que podía ver el Murito, el pinar de la Peña, la casa del guarda… a ejercer la aventura de leer mientras el rumor de las gotas golpeando los cristales me acompañaba.
La lectura ha sido siempre, desde mi infancia, lo sigue siendo, una de mis pasiones principales. Y cualquier lugar era adecuado para practicarla, mi dormitorio, el sótano, el rellano de la escalera de la azotea frente a una ventana con forma de ojo de buey o la sombra de los gigantescos eucaliptos delante de la casa de Don Emilio Cano, con su característico chapitel tan tipo mansión de Arkham y sus aires de película fantástica o de terror, donde leía a Lovecraft, “El caso de Charles Dexter Ward”, o “Las aventuras de Huckleberry Finn” de Mark Twain, a la vista de las verdes y transparentes corrientes de la ría evocadora del viejo Mississipi, escenario de la novela. En las hondonadas dunares, entre auroras de los campos y flores de cuchillo, junto a las casas de los ingleses, leí la “Antología de la Ciencia Ficción española” publicada por Edhasa en 1967. En aquel verano del amor, de efervescencias hippies, me dejaba absorber tumbado en la arena, observado por las lagartijas, en ese místico cuento de ciencia ficción de Domingo Santos, «La canción del infinito»: “Era como un rumor de fondo, como el leve oleaje del mar. Parecían las olas al lamer incesantemente las arenas de una playa, una y otra vez. Las arenas de su querida y lejana playa, allá en la Tierra…».