Félix Morales Prado. Un año, muy entrada la primavera, casi en verano ya, llegaron en la canoa, de excursión, unos amigos de mi colegio de Huelva. Eran del Andévalo. Nunca antes habían estado en Punta Umbría. No sólo quedaron asombrados por el aspecto del lugar (“Parece un pueblo del oeste”, me dijeron), más estupefactos se mostraron al verme andar descalzo por las calles.
“-¿Vas descalzo?
-Todos vamos descalzos aquí” –respondí divertido.
No les estaba mintiendo. Andar descalzo era allí un signo de identidad de los niños, y también de algunos no tan niños, adquirido en el ejercicio de una infancia asilvestrada que nos llevaba a retozar entre las retamas y los pinos, a los que nos subíamos a coger piñas o por el simple gusto de subirnos. Por lo mismo andábamos descalzos, por gusto, por la libertad que conllevaba. Por cualquier sitio. Por la playa y la ría, por las calles, la Ancha, el Cerrito, por la Plaza Pérez Pastor, por los Pinos… Sentíamos en las plantas de los pies una suavidad mullida al andar, pero también el dolor de los pinchazos de los cardos marítimos en las dunas, de los pequeñísimos aguijones de la viborera que nos sentábamos a quitarnos con gesto reconcentrado en la postura del anónimo Niño de la Espina, el escozor de las ortigas, la quemazón de las losas o de la arena en los mediodías de verano y el alivio en la sombra del toldo o del árbol o en el agua de la orilla.
La piel constituía una conexión, un órgano más con el que percibir y amar el sitio y comulgar con su espíritu. Nos vinculábamos a él cuando nos lanzábamos de cabeza, en medio de un calambre glacial, en el agua helada y transparente de la pleamar, que nos acariciaba como seda al practicar aquel crol tan peculiar de los puntaumbrieños en el que los brazos se mueven, tosca pero eficazmente, tal aspas de molino, huyendo de una posible o así considerada blanda afectación, o al bucear en compañía de los peces para coger fondo, en un reto, en la mitad de la desembocadura, viendo el cercano mundo de silencio en el que sólo se oía algún remoto murmullo de motor de barco. Sin gafas, sintiendo en los ojos el ardor del salitre. O nos fundíamos asimismo con aquella esencia cuando salíamos tiritando del baño y corríamos a tirarnos sobre la tierra, ese polvo dorado seco y caliente, a abrazarnos a ella y en ella rebozarnos como pescadillas.
Vivíamos Punta Umbría en la piel también al caminar por el fango marismeño de la otra banda y hundirnos en él y enlodarnos las veces que íbamos a la isla para coger cangrejos, barriletes o albiñocas, gusanas para pescar, (o si íbamos sólo porque sí) y nos cortábamos con los bordes afilados de los ostiones o simplemente, al librarnos del atolladero y detenernos encima de las salicornias, notábamos ese barro resbalar entre los dedos y luego secarse y cuartearse y estirar la piel igual que hacía la sal bajo el sol después del baño. También sufríamos el espíritu herido del lugar los días en los que la marea arrojaba a la playa trozos de chapapote que la infectaban como una enfermedad de lunares negros, pegajosos, que se nos adherían a la planta de los pies e intentábamos quitarnos con un palo o una caña o una concha.
Una noche de agosto dábamos mi hermano y yo un tranquilo paseo sobre las algas acolchadas de la rompiente. Era un caminar muelle, como en nubes sólidas. Frente a Terramar íbamos cuando nos dimos cuenta de que nuestras huellas se quedaban durante largos segundos luminosamente impresas en el suelo. Habíamos visto el mismo fenómeno otra vez en nuestra vida, hacía años, en invierno, en una ocasión en la que regresábamos del Portil. Entramos en el agua, que estaba tranquila, sin olas, y la pateamos. Fogonazos de luz surgieron de ella para nuestro gozo. Nos zambullimos y, al emerger, teníamos los cuerpos resplandecientes, recubiertos de una fosforescencia azulada. Fue completamente mágico sentir el brillo de aquel mar sobre nosotros, aquella forma transfigurada de su ser.
Es un prodigio raro, Ardora lo llaman, provocado por una invasión de microorganismos biofluorescentes trasladados por las corrientes marinas. Volvimos a casa, felices en medio de la suave brisa nocturna y la maresía, con la sensación de estar aún en el centro de la maravilla.