Antonio José Martínez Navarro. Salimos de la casa morada en un día de mayo de 1756, ya en las escasas calles de la villa de Huelva no hay barro, atrás quedaron las lluvias, ni los escasos caballos que hay en ellas nos molestan al estar bebiendo en los diversos abrevaderos que existen en la población, ni los carromatos nos ofrecen los riesgos de que podamos ser atropellados, ni el sol nos quema, ni tenemos el menor miedo a la lluvia ya lejana. Es más, llega un agradable airecillo de la cercana vía que confortan nuestros pulmones. El cielo está azul, limpio, radiante, manteniendo ese misterioso contrato que la Naturaleza ha contraído con la villa del Tinto y del Odiel para convertirlo en una extraordinaria esfera. Es mediodía, paseamos sin prisa, voluptuosamente, la calle Concepción es un amplio salón en el que algunos barberos ejercen su profesión al aire libre. No faltan en esta vía referencial los vendedores ambulantes en escaso número ya que son pocas las necesidades que precisaban aquella sociedad, ya fuera Huelva o Madrid: habiendo una hogaza de pan y unas aceitunas la vida iba llevándose… No hay muchas tiendas, éstas se abrían, como en las viejas ciudades, en los pisos bajos de las casas, se ven diversas fábricas de jabón y otras especies, almacenes o puestos habituales de venta al por menor y se limitan las primeras a ofrecer su limpieza, su elegancia y sus ricos paños que los comerciantes han de sacar de viejos arcones. Estas tiendas están desprovistas de escaparates. Nos cuenta nuestro imaginario cronista que para él un paseo por el espacio o estrecha plataforma central de la plaza de las Monjas (que en aquellas fechas ocupaba la tercera parte de la de hoy, hasta que en 1907 adquiere la extensión actual) suponía tomarle el pulso a la vida de la villa y verla cargada de transeúntes que van a sus quehaceres. Para él un paseo por una calle sin asfaltar y sin aceras constituía un excelente trabajo: esquive de carros cargados de hortalizas o de pescado que horas antes habían dejado los galeones, mozos de cordel que corren y tropiezan al realizar los mandados con los que ganar los maravedíes necesarios para el sustento de su familia, charcos que hay que evitar a cada instante, desniveles y escalones con los que hay que tener mucho cuidado para no romperse la crisma, esquinas con sus protecciones de hierro para evitar la ruptura que les puedan ocasionar los carros a las fachadas.
A mediados del siglo que historiamos la villa entera atravesaba una triste y gris etapa que flotaba en el ambiente: Había hambre y miedo a que sus hombres fuesen incorporados al ejército imperial (aunque al ser puerto de mar y una población de escaso número de almas eran pocos los onubenses que salían de ella,), de pobreza, y junto a eso, unos cuantos políticos y comerciantes adinerados llevaban vidas de lujo, en amarga mezcla y confusión. Los cañones que defendían la villa de Huelva estaban emplazados en los numerosísimos cabezos que se elevaban en la población y servían para defender la villa de los ataques de las escuadras portuguesa, francesa o británica e invasiones de tales enemigos,, según el enemigo contra el que combatía nuestro país en la . Para atenderlos hay dos polvorines: el que existía al final de la calle Puerto y en las afueras de la ciudad que hoy conocemos con el nombre abreviado de Balbueno y que hace unos 270 años tomaba el nombre de una finca denominada Valle Bueno.
La Huelva del siglo XVIII aún conservaba en su callejero denominaciones muy peculiares en su denominación: plazas, plazuelas, callejones, calles… bautizados con nombres tan congruentes como seductores: Berdigón o Verdigón, Bocas, Plaza de los Carros, del Peligro (al parecer porque se cometían muchos robos por estar poco iluminada y que corresponde con la actual calle del Carmen; por cierto el barrio céntrico de tal nombre, donde se levantaba el desaparecido Mercado del Carmen) era plena marisma y comenzó su actividad a mediados del siglo XIX), Callejón de los Lobos, Palacio, Plazuela del Rastro, Vega Larga, Vega Abajo, Puerto, Hospital, Casa del Callejón, Cuesta del Carnicero, Gamero, Monjas, Callejón de la Sierpe, Rascón, Mena, Sacristanes, Calderilla, Calzada, Calzadilla, Chorreadillo, Salinas, La Joya (en alusión a una finca que le dio nombre al lugar y que pertenecía a la saga de los Suárez), Coloradilla, Romeralejo… Feliz, sí, aquella Huelva en cuyo callejero aún no se habían colado los nombres que vendrían después de generales, jefes y oficiales y sí los de santos y santas como San Sebastián, San José y siglos más tarde, San Francisco, San Andrés, San Cristóbal y los alusivos a nombres vinculados con su propia historia: Doce de Octubre, Plaza Niña, Pinta, Santa María, Cristóbal Colón, Alonso Sánchez…
El paseo por la futura capital de la provincia se hace extenso, ya que hay que dar muchas vueltas para pasar de una calle a otra. Así, no se alcanza lo que comenzaba a formarse como plaza Niña, ya que todavía no estaban unidas la calle Berdigón y la que un siglo y pico más tarde recibiría el nombre de Rábida, ni tampoco están conectadas la denominada de los Ricos con la que se conocía como Monasterio (actual Vázquez López), ni existe las Piterillas, ni la calle Gravina y la villa está adueñada por numerosos cabezos. Así, uno de ellos comienza a elevarse en la calle del Puerto (vía que todavía no tenía la extensión que posee en la actualidad y en el que se encontraba el Convento de la Victoria, el Palacio de los Trianes…) y alcanza la Parroquia Mayor del Señor San Pedro al que se llega bajando. Este cabezo (que ocupa lo que es en la actualidad Paseo de Santa Fe) tiene en las proximidades del templo el célebre Molino de Viento que le da nombre. Este enorme montículo o cabezo fue derribado en 1871 o 1872. Resulta curiosa la escena de que los transeúntes que iban por la calle de la Fuente podían saludar a los habitantes de las cuevas situadas a unos metros de altura, esto es, en el dorso del mencionado cabezo del Molino de Viento. Daban a la llanura (entonces no existía la plaza de San Pedro) donde se encuentra la Parroquia Mayor de San Pedro algunos edificios notables de la futura capital, como el Pósito, la vieja Cárcel, el Molino de los Labradores… y en la cercana calle Silos la Ermita de la Soledad.
El Pósito o Panera representaba un papel muy primordial en la agricultura onubense. Así, el agricultor se le cedía la cantidad de trigo que necesitara y, más tarde, tenía que devolver lo que se le había cedido.
Escaseces, hambres, carestías, incertidumbres, explicaban el regocijo con que se celebraba la terminación de las labores de una cosecha generosa. Es más, el fin de una buena recolección encerraba el eco ancestral de una victoria sobre la muerte.
Muchos de los habitantes de la Ciudad debían constantemente recurrir a los servicios de la nobleza –molino, horno, lagar…-. En este sentido, eran numerosos los molinos que tenían actividad: Mercaderes, Molino de Viento, Molino de la Vega, Molino Chico.
No falta en la pequeña población la servidumbre doméstica dedicada a los bajos y enojosos menesteres de solucionar algún mandado o de recoger el agua necesaria que traen los vendedores en grandes vasijas transportadas en carros de la Noria Faría, de la Fuente Vieja, de la Reja o del Pozo Dulce…., ya que su abastecimiento de aguas potables no estaba bien asegurado y, en muchas ocasiones, tenían los vecinos que autoabastecerse de sus propios pozos de donde no se obtenía, precisamente, riquísima agua… Ya en el siglo XX, y tras los intentos fallidos del ingeniero Sr. Uhagón, el alcalde Quintero Báez adquirió el embalse de Beas y su yerno, el también alcalde González Barba compró para la Ciudad de Huelva los terrenos por donde era conducida el agua de Beas a Huelva. A partir de los años cuarenta del siglo veinte es cuando los vecinos de Huelva comienzan a contar con agua corriente.
Algunos de los habitantes de la Huelva del siglo XVIII poseen un sentimiento ribeteado de superstición o paganismo y pigmentado de un hondo anhelo igualitario, en el que el rico y el pobre se encuentran identificados ante la guadaña de la muerte y en el tribunal de la justicia de Dios.
Es una pequeña población convertida en encrucijada de cruces. Las había por doquier: en la calle Placeta (trasladada al Santuario de la Cinta), labrada por los herreros de la calle del mismo nombre a finales del siglo XVI; la Cruz del Pregonero (ubicada en la Plaza de la Soledad); en la calle La Palma existía otra; así como en la calle Puerto. De cualquier forma, el visitante que llegaba a Huelva y entraba por la calle San Sebastián se encontraba con una gran cruz de piedra que le daba la bienvenida a la entonces Villa.
Hasta los años cincuenta del siglo XX han permanecido en Huelva una gran variedad de imágenes de santos, vírgenes y de Jesucristo (Casa de la Cruz, Cristo de la calle Enmedio….).
(Continuará)
2 comentarios en «Un paseo por la Huelva de 1750 (I)»
Me gustaría saber más de la historia de huelva
Muchas gracias. Es muy interesante conocer la historia de nuestra ciudad,poco difundida.