La ría

La ría.
La ría.

Félix Morales Prado. La semana pasada acababa el artículo comparando la ría de Punta con el Mississippi. Probablemente exagerada o inapropiada, esta similitud se me antojó al parangonar los míticos barcos de vapor de ruedas con nuestras canoas, a las que dedicaré otro artículo, y la escena de Huckleberry Finn, Jim y Tom Sawyer navegando el legendario río en una almadía con la de mis amigos y yo intentando surcar la ría en un pikitín (balsa hecha con trozos de corcho o/y otros materiales flotantes) perpetrado por nosotros mismos. Aunque el destino de nuestra embarcación fue un prematuro naufragio (supongo que otros tendrían más éxito) la empresa no dejó de sabernos a aventura, que era lo que se pretendía conscientemente o no.

La ría fue, entonces, otro de los principales espacios de nuestras andanzas. Por ejemplo, cuando la cruzábamos a nado para coger bocas y cangrejos en las riberas (fangosas y llenas de afilados ostiones cortantes) de la Otra Banda, que era como llamábamos a la Isla de Saltés. Alternábamos la natación con la práctica de saltos o clavadas desde el muelle del Club Náutico, actividad en la que había quienes eran más virtuosos o más valientes o más bestias y otros, una mayoría, del montón, que éramos más sensatos o mediocres.


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Entre las zambullidas y las brazadas, dejábamos pasar las horas entregados a un dolce far niente bajo los toldos, en pandilla, la canción del verano que alguien reproducía en un tocadiscos portátil de fondo. De vez en cuando, hacían su aparición dos perras bóxer, Bola y Pala, que irrumpían entre ladridos, felices y causando pánico y carcajadas, destrozando a mordiscos, divertido juego, flotadores y pirauchos. Yo creo que los niños las temían y al mismo tiempo las deseaban, como les pasa con las películas de terror. Gritos exagerados mezclados con risas entre los saltos juguetones de las dos perras eran buena señal de ello.

Un día me llevé un buen susto. Eran poco más de las cinco de la tarde. La marea estaba muy llena y comenzaba a vaciar. El agua llegaba a los toldos. Había poca gente. Yo nadaba muy relajado, casi dejándome arrastrar por la corriente. Levantaba un brazo tras otro con la misma lentitud con la que los dejaba caer. Hacía poco que se hablaba de una invasión de las medusas llamadas Barquitos Portugueses. Les habían picado a varios bañistas y se decía que podían ser mortales, que a una chica que estaba en bikini le habían rozado con sus largos tentáculos la zona del vientre y la muchacha, según unos, había muerto asfixiada; según otros, sólo había sido ingresada en urgencias y ya estaba bien. El nombre de Barquito Portugués se debe a que esta variedad de aguamala se desplaza asomando una cresta por encima del agua, lo que la hace parecer un barquito visto desde lejos. En una de mis lentas brazadas sentí un calambrazo, un latigazo en el brazo derecho, se me paralizó todo el cuerpo y comencé a hundirme. Afortunadamente, un amigo que estaba en la orilla, buen nadador, me vio y saltó al agua a sacarme. De la hinchazón, el brazo se me puso del grosor del muslo y durante muchos años se mantuvieron las señales de la picadura.


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En mi regreso a casa, casi siempre más tarde de lo que debía, pasaba corriendo por los bunkers o nidos de ametralladoras de la segunda guerra mundial, hoy también desaparecidos. Eran construcciones de hormigón semicirculares hechas en la orilla por orden de Franco por si se daba la eventualidad de que los aliados intentasen invadirnos por la ría, circunstancia que nunca se produjo. De chicos, dado su carácter bélico, constituían para nosotros importantes monumentos. No sé si lo fueron, pero sí que eran documentos cuando menos curiosos. Sí o no, tampoco tuvieron suerte y fueron destruidos por el tiempo y la piqueta, con lo poco que hubiera costado conservarlos. Hoy se cuidan algunos otros que hay en otras costas cercanas, como la de Mazagón. Después seguía toda la orilla hasta La Peña (un hotel de la Compañía de Río Tinto), cruzaba un pequeño pinar y entraba por la puerta de la cocina adoptando gesto circunspecto para la esperada bronca por mi retraso a la hora de comer.

Por las noches, en las horas suaves y oscuras, la ría cambiaba de aspecto. La orilla, junto al agua negra y brillante como charol, era escenario de la charla íntima, las confidencias, de los cigarrillos clandestinos, del ligue, de los primeros besos. Desde algún sitio, canción de los Beatles y risas, llegaba un rumor de guateques.

1 comentario en «La ría»

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