Félix Morales Prado. En Punta Umbría, el consumo de agua de pozo fue un asunto problemático. No lejos de los pozos de beber se practicaban los pozos ciegos o negros, a los que iban los desechos fecales. La inevitable filtración propia de un suelo de arena, hacía asimismo inevitable la contaminación de los unos por los otros, lo que conllevó una endemia de fiebres tifoideas, enfermedad grave y potencialmente mortal en aquel tiempo, que erradicó el médico D. Emilio Morales, con protocolos de vacunación y tratamiento con cloro de todos los pozos del pueblo. Esto terminó con esa enfermedad.
Y es que el agua potable de calidad, ya fuese por el problema mencionado como por la dureza de la obtenible por perforación, no era fácilmente asequible entonces. Asunto que, como en casi todos, importaba la pertenencia a una u otra clase social. Aunque podía darse el caso (había pozos de más calidad y mejor cuidados, como el de La casa del Agua, junto al Cuartel de la Guardia Civil), los veraneantes y las clases más acomodadas del pueblo no bebían agua de pozo. El agua para beber y cocinar la compraban en el aljibe.
El aljibe era una construcción cilíndrica encalada y con cubierta cónica (de uralita o de cinc, no me acuerdo bien) que estaba cerca del Muelle de las Canoas y al lado de la Plaza de Pérez Pastor. Lo surtía de agua potable un barco negro que llegaba de Huelva y lo administraban y atendían Pepita, conocida en el pueblo como Pepita la del Agua, y su marido, Adolfo. Los clientes (o, más bien, habitualmente, las muchachas que servían en las casas de los clientes) acudían con sus cántaros de barro (a veces, de cinc) que se llenaban en los grifos de bronce que había en la parte frontal por unas cuantas monedas de a perra gorda. A mí me gustaba ir con mi niñera. Llevaba mi cantarito pequeño y Pepita me lo llenaba sin cobrarme nada. No sé por qué, recuerdo mis idas al aljibe como un frescor de mañanas de primavera. Era uno de esos ritos de infancia tan agradables, tan sencillos y tan llenos de misterio al mismo tiempo.
Ritos como el del camino por la calle del tenis que da a la ría, a la zona de Balbuena, en la que había una puerta en un muro tras la que oía el enigmático balido de un corderito que yo deseaba conocer y que nunca vi, imaginando tras aquella pared un mundo fantástico como el que descubriría muchos años después en el cuento de H. G. Wells ‘La puerta en el muro’, donde Lionel Wallace, su protagonista, afirma que había dos grandes panteras… “Sí, panteras moteadas. Y no tuve miedo. Había un largo y ancho camino flanqueado por macizos de flores con bordillos de mármol a ambos lados, y estas dos enormes y aterciopeladas bestias jugaban allí con una pelota. Una de ellas (…) vino hacia mí (…) frotó su suave y redonda oreja muy delicadamente contra la manita que le tendí y ronroneó. Era, te lo aseguro, un jardín encantado” que se “extendía a todo lo largo y a lo ancho. Creo que había colinas a lo lejos. Dios sabe adónde había ido a parar West Kensington de repente. Y, de alguna manera, era como volver a casa”. Mi “Strawberry Fields” personal.
Ritos como la lectura de Peter Pan en las siestas de verano, al resguardo del frescor del sótano, ese frescor tan lenitivo, en medio del calor sofocante, como el del agua del aljibe del que hablo alojada en el vientre de la tinaja de barro, pintada de azul, de la cocina.
Después de este aljibe, el más antiguo y emblemático en mi recuerdo, hubo otros en el pueblo antes de que se instalara la red pública de agua. Pero este es el único que viene a mi memoria cuando, alguna rara vez, como si se tratara de una magdalena proustiana, bebo de un búcaro una tarde de calor, con mucha sed y los ojos entornados.
2 comentarios en «El aljibe viejo»
Hermosa descripción de nuestra aljibe y lindos recuerdos que hacen querer volver al pasado. Medico, Don Emilio, lo suyo, era vocación y entrega. Da gusto leerte, Félix. Gracias.
El barco negro era el «Fortuna» y recuerdo, recuerdo cuando tenía 9 o 10 años el quedarme a mirar un caballo en una consulta junto a la iglesia donde hice mi primera comunión y Blanca me prohibía que lo mirase y bajo la casa, en un sótano admirar el piano que años atrás había pertenecido a mi madre. Recuerdo a Félix con la selección de poemas de Leonard Cohen, a mi gran amigo Miguel Angel, compañero de viaje en la canoa.