Juan Manuel Alfaro / Sección Especial ‘El Cuaderno de Muleman’. El pasado viernes un presunto vecino de Las Adoratrices, de nacionalidad senegalesa, que se encontraba durmiendo a eso de las 16:00. Despertó súbitamente de su letargo sesteante a causa de unos gritos que lograron traspasar el doble cristal de las ventanas de aluminio, del piso de 50 m2 que comparte con otros ocho compañeros.
El hombre que se encontraba en ese momento tendido en el sofá, con la camisa desabrochada, la correa sobre la silla, el botón del pantalón quitado y los calcetines sudados sobre la una silla del comedor. Se levantó sobresaltado, abrió la ventana y salió al balcón, donde un termómetro marcaba 42 grados a la sombra, para pedir silencio a dos hombres que forcejeaban por una caja junto a la higuera de un cabezo, al mismo tiempo que no dejaban de gritarse despectivamente. En uno de los momentos de más tensión, dos mujeres se acercaron a ellos para mediar, momento en el que cayeron como un dominó súbitamente sobre el albero, víctimas de un golpe de calor, al mismo tiempo que un chiguagua y un perro de presa negro no dejaban de ladrar y un individuo que había salido de una chabola con un crucifijo en la mano, como si fuera un exorcista. Aquel hombre de Dios se puso de rodillas y mirando al cielo protector que parecía querer derretirlo todo, comenzó a rezar sin descanso. Aquella discusión entre aquellos dos hombres que parecían ser padre e hijo, término cuando empezaron a compartir las brevas que contenía aquel receptáculo cubierto de hojas y trece brevas, al mismo tiempo que las dos mujeres recuperaban la consciencia, los perros guardaban silencio y el hombre besaba una estampa de la Virgen de la Cinta, que tenía clavada en el tronco de un gran eucalipto que daban sombra y cobijo a aquella desoladora imagen.
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-¿En qué pensó cuando despertó violentamente?
-Pues me imaginé lo peor, viviendo como lo hacemos yo y mis otros siete compañeros y cada uno buscándose la vida. Uno de ellos en los semáforos vendiendo pañuelos de papel y viendo de todo, dos trabajando en la chatarra y cogiendo cobre de donde no tienen que cogerlo, uno guarda de seguridad en uno de los antros más conocidos de la ciudad. Otro aparcando coches por en la zona de la Plaza de la Merced, uno de ellos es cocinero en una freiduría sin extractor y yo, que soy el único que tiene la tarjeta de residencia dando la cara siempre y evitando que se metan en líos. Así que cuando escuché aquellos gritos creía que la policía venía a por nosotros para mandarnos en un vuelo de esos calientes más allá del Sahara. Pegué un brinco del sofá, que casi pego con la cabeza en el techo, al mismo tiempo que despertaba al resto de mis compañeros que yacían tendidos sobre el suelo y repartidos por todo el piso buscando el fresquito del terrazo. Además, como el piso está sin amueblar y estamos diseñando y construyendo poco a poco el mobiliario, pues las voces en estos micro espacios vacíos se escuchan incluso más amplificadas. En menos de un minuto y antes de salir al balcón para ver lo que pasaba, ya estábamos todos con los petates en la mano listos para salir escalando por un canalón sin que nadie nos viera. En fin, cosas de vivir hacinados y no residir legalmente en esta ciudad.
-¿Por qué cree usted que estaban discutiendo esos hombres?
-Mira que yo he visto peleas de verdad, peleas de perros ilegales en el polígono Polirrosa, gente amenazándose de muerte por coger una colilla del suelo en la Plaza de las Monjas, sacar la porra a un policía y liarse a golpes con un gitano, por buscar comida en un contendedor del Mercadona a mediodía. Mira que he visto discusiones en los plenos del ayuntamiento en la televisión local o tenderos en la plaza de abastos enzarzándose por un cliente que iba por un cuarto de almejas. Pero lo de hoy superaba cualquier pelea de niñatos por ver quién la tiene más grande o quien le hace la putada más grande al indigente que duerme en el cajero del BBVA de la C/ Concepción. Aunque en verdad, la gente no tiene ni idea de lo que es pelear por un trago de orina después de dos días en un cayuco, en medio del mar y sin tener ninguna forma de pedir auxilio. Yo he visto hombres rajarse por una miga de pan, yo he visto tirar el cuerpo de un hombre al mar y la gente quedarse más callada que en misa. Bueno, pero eso fue hace unos años, eran tiempos en los que no había teléfonos móviles para llamar a salvamento marítimo cuando se estaba a unos kilómetros de la costa y en los que se confiaba ciegamente en la pericia del traficante de seres humanos de turno. Así que lo de hoy me ha parecido más una pelea de gallos de rap, mucho vocerío, pero al final, ha habido menos sangre que una corrida de cucarachas y toreros asesinos.
-¿Por qué no hizo nada para que pospusieran la pelea hasta después de la siesta?
-En un primer momento estuve a punto de llamar a la policía, pero cuando me di cuenta de que a lo que estaba asistiendo era una pelea de un padre y un hijo, lo que hice fue abrocharme la camisa, colocarme las chanclas y bajar tranquilamente con el cinturón en la mano, pero cuando llegué abajo la discusión había tomado un giro que no me estaba gustando nada. Habían empezado a echarse en cara el uno al otro, cosas del pasado, guerras civiles y todo eso. Llegó un momento que cuando parecía que se habían quedado sin recursos, ya estaban otra vez recordándose el uno al otro cosas de herencias, de editoriales en quiebra, deudas millonarias y consejos de administración impugnados. Luego siguieron con lo de que nunca me has llevado a las actividades extraescolares, eres un villano (eso el «chavalito» de cincuenta años, mientras que el vejete le recordaba la vida de excesos de la que había tenido que ser testigo, sus caprichos, lo mal escritor que era, que no era capaz de terminar ni un soneto…). La cosa hasta aquí iba bien hasta que le dijo que no le iba a pagar una boda Balinesa con una de las mujeres que se desmayaron nada más salir de la chabola. Aquello parecía una película de serie B, con los perros meándose en los pies de uno, un tío con la camisa desabrochada y la panza cervecera haciendo un exorcismo a las dos mujeres tendidas. Hasta que le dijo que iba a ser abuelo otra vez y que ya tenía heredero para el emporio editorial y de comunicación y todo cambió, y lo que hace un momento era «te voy a echar del Cabezo de la Joya, cueste lo que cueste, porque aquí se hace lo que a mí me dé la gana», pasó a un estado de júbilo y felicitación mutua, abrazos fraternales como si no hubiera pasado nada y todo por unas cuantas brevas que terminaron comiéndose juntos y compartiendo con lo que comenzó siendo aquel cuadro del duelo a garrotazos de Goya.
-¿Cree usted que se está convirtiendo esa zona en lugar poco seguro?
-Hombre yo no sé si esta zona se está volviendo peligrosa o no, pero en este cabezo pasa algo extraño, porque todo el que viene hasta aquí termina perdiendo la cabeza. Yo no quiero decir nada, pero el otro día vi unos tipos muy raros con unos trajes blancos y una máquina en la mano dando vueltas por todo el solar. Creo que aquí están ocurriendo muchas cosas de las que nadie quiere hablar.