Rafael Muñoz.
(Publicado en La Provincia el 19 de junio de 1918, páginas 1 y 2,
por Agustín Moreno y Márquez)
Los toros, como espectáculo sangriento han tenido y tienen muchos detractores, pero también sus partidarios. El origen de esta función se pierde en los tiempos antiguos, pues no falta quien crea que tuvo principio, aquí en España, en la Edad Media en las justas y torneos, habiendo sido el primer alanceador de toros el mismo Cid Campeador, mientras que otros se remontan mucho más atrás, nada menos que a la época del circo romano, cuando los esclavos y mártires eran arrojados a las fieras.
Pero de todos modos, sea eso o no sea, hay que confesar que dicho espectáculo nada tiene de culto; embota el sentimiento, despierta el instinto sanguinario de la fiera que según dicen, llevamos oculta en el corazón todos los hombres. Así es que los publicistas, los intelectuales, los amantes del progreso, los que desean la suavidad de las costumbres por la educación popular necesariamente han de ser enemigos de los toros.
Yo era niño cuando leí por vez primera el opúsculo de don Gaspar Melchor de Jovellanos titulado “Pan y Toros”, en el que se anatematiza esa bárbara afición de los españoles.
Y sin embargo, sus partidarios dicen que es una fiesta llena de luz y animación, que atrae grande concurrencia y por lo tanto, movimiento y vida, que se traduce en abundancia de dinero; más nosotros creemos lo contrario. En la generalidad de los casos el dinero se va para el pago de los toros, de los caballos, de los toreros y de los derechos que el Gobierno impone a ese espectáculo. Por consiguiente esos decantados bienes no son sino penuria y pobreza.
Mas basta de preámbulos y vamos a lo que en mis tiempos era en Huelva la función de toros. Había frente a la calle de Miguel Redondo una plaza de madera de escása capacidad donde los aficionados al toreo daban en el verano algunas funciones generalmente sin picadores y con uno o dos becerros de muerte. La cuadrilla se componía de un matador “Mequi”, padre de Miguel Baez “Litri”, dos banderilleros, “Sevillano” y “Chachón”, y un puntillero “Crucita”.
Para mí lo más divertido de esta fiesta era el encierro, que se verificaba de madrugada entrando los becerros por la calle Berdigón y tapadas con carretas o maderos las salidas de derecha e izquierda, y la de enfrente de las señas para que siguieran directamente a la plaza por la de Miguel Redondo y el callejón de sus huertos cerrado después con dos vallas de madera un corto trayecto hasta la plaza. Una vez que los becerros estaban dentro de los chiqueros, se dejaba uno suelto en la plaza al que capeaban los aficionados sirviéndose de la chaqueta en lugar del capote y recibiendo muchos de ellos sus testarazos y revolcones consiguientes.
Pero en la función de tarde, lejos de divertirme, siempre estaba asustado; me parecía que a cada instante podía ser cogido algunos de los banderilleros, y muy especialmente el matador que haría al becerro en la propia cruz. Recuerdo que un día se anunció la lidia de dos novillos por “Crucita” dentro de una canasta la cual era de forma cilíndrica, abierta por ambos lados y con dos azas en el interior a las que se agarraba para no caerse cuando el cornúpeto le hacía rodar de un lado para otro.
Pero el segundo novillo más intencionado o marrajo se encariñó con la canasta y empezó a correrla en la misma dirección sin hacer caso a los capotes hasta que tuvo un punto de apoyo sobre los tablones que formaban el redondel y aquí… fue Troya. “Crucita” quiso salirse al tiempo que el novillo le metió el cuerno y le dio un cimbronazo cayendo el pobre torero hecho un revoltillo, siendo después corneado y pisoteado. Yo me asusté mucho con aquella cogida que costó la vida al desgraciado puntillero y, desde entonces he tenido horror a las corridas de toros.
Más esa clase de espectáculo tenía en aquella época otra segunda parte mucho más expuesta que la primera. Con frecuencia, por cualquier motivo, ya por ser víspera de alguna señalada fiesta, ya por haberse concedido al pueblo alguna mejora o ya por exigencia de los aficionados, lo cierto es que se corría un toro enmaromado por las calles el cual servía de diversión a las gentes, ¡Toro, toro! Y corrían los chiquillos y los hombres por delante entrándose a los portales y subiéndose en las rejas para poderse librar de sus acometidas mientras que otros por detrás le tiraban de la maroma.
Pero en cierta ocasión, cuando uno de esos toros corría casi en libertad por descuido de los que sujetaba con la maroma tropezó con un pobre anciano que iba para su casa y fue corneado, tirado por alto varias veces y conducido al Hospital provincial, falleció a poco de haber ingresado en aquel benéfico establecimiento. Desde entonces no se autorizaron más toros enmaromados por las calles.
Y si la muerte de Crucita hubiera también servido para suprimir esa cruenta función, n se hubiese dado bastantes años después el triste espectáculo de ver morir en la misma plaza a uno de los jóvenes más distinguidos de Huelva. Qué horror! El cuerno de la fiera le atravesó de parte a parte entrándole por la espalda y saliéndole por el pecho. Tales son los frutos de esa fiesta de barbarie.