Rafael Muñoz.
(Publicado en La Provincia el 28 de mayo 1918, páginas 1 y 2,
por Agustín Moreno y Márquez)
Como el pequeño muelle de mampostería no podía ser atracado por los botes y lanchas más que en la pleamar, se prolongó con otro de madera que penetraba dentro de las aguas del río.
Aunque no era muy firme por descansar sobre palos de pino no muy grueso, no obstante ofrecía relativa comodidad, pues tenía a derecha e izquierda dos fuertes barandas y al final, una especie de plazoleta en forma de rectángulo, con dos escalinatas, o sea una en cada lado, a las cuales podrían atracar hasta las embarcaciones pequeñas; y por el frente de la plazoleta indicada, la baranda podría abrirse como dos puertas giratorias, pudiendo allí atracar otros barcos mayores para el embarque de cerdos, vacas, sacos de trigo y otras mercancías.
En estas condiciones, el muelle vino a ser la distracción de muchos desocupados que en la hora de la marea venían con su capachito, con sus anzuelos y su caña de pescar. Allí se sentaban, unos más acá y otros más allá, ponían su “carná” en el anzuelo, levantaban la caña y dejaban caer el hilo con su corchuelo, aguardando pacientes a que el pececillo picara. ¡Y zás! El corcho se hundía y el pescador tiraba de la caña, sacando del anzuelo, vivito y coleando, ya una lisa, ya una mojarra o ya otro pez cualquiera.
Acaso extrañarán nuestros lectores esta abundancia de pescado que en nuestro río había; pero téngase en cuenta que no se conocían las minas de ahora, las cuales han envenenado sus aguas.
Hoy no se encuentra en él ni siquiera un marisco y entonces, en la bajamar, los muchachos, descalzos, metían la mano en el fango y llenaban en menos de un cuarto de hora su canastito de almejas o de coquinas.
Así se explica la baratura que en Huelva tenían esa clase de mariscos.
Como ya los barcos se podían contemplar más de cerca, fue el muelle el paseo obligado de la ciudad, muy especialmente por la tarde.
Cuando venía alguna embarcación grande, nacional o extranjera, muchas personas, por curiosidad o por recreo, se embarcaban para verla, y por un par de reales daban su correspondiente paseo por el río. En los días de verano era muy agradable todo eso.
Recuerdo que en esa estación vino a nuestro puerto un barco de guerra francés de mucho calado, pues medía sólo de eslora 90 metros y traía seis cañones por banda y otros dos más pequeños montados á proa. No sé si este buque era corbeta o goleta, pero sí que se llamaba “Newton” y que venía tripulado por muchos hombres y soldados de marina.
Según luego pude entender, traía á bordo una comisión científica o hidráulica que visitaba los puertos españoles para el estudio del flujo y reflujo de las aguas.
Yo, que siempre fui un poquillo curioso, observé que pusieron en el muelle un palo muy largo pintadas con rayas blancas y encarnadas, como de un centímetro de anchura, en la hora de la bajamar, apuntando en un cuaderno algunos números que debían referirse a los centímetros que las aguas marcaban; y en los días sucesivos pude ver que al crecer la marea, cada vez que el agua pasaba de cada una de esas rayas, hacían sus correspondientes anotaciones en el cuaderno expresado.
Aquel muelle prestó buenos servicios por algunos años; pero las ostras por una parte y por otras las aguas, fueron carcomiendo y pudriendo los puntales o columnas de madera en que se asentaba y en una avenida se rompieron dichos puntales y fue tumbado y empujado hacia un lado.
Por consiguiente, se hizo otro nuevo, más sólido, que descansaba sobre grandes bloques de piedra labrada, el cual duró mucho tiempo, hasta que se fue terraplenando la parte del río que daba al lado de la ciudad, con la tierra que se iba sacando del desmonte del alto cabezo de San Pedro.
Más tarde se construyó otro más fuerte y elegante, parte del cual dura todavía.
El movimiento de buques de este puerto no era grande; en general se reducía al comercio de cabotaje con otros del litoral de España y rara vez venía algún barco de América o del extranjero.
Entre Cádiz y Huelva navegaban semanalmente tres barcos armados de místico que llamaban de la Compañía y bautizados con los nombres de “Toro”, “Colegio” y “Relámpago”. Tal era el puerto de Huelva.