Ana Rodríguez. Cuando en 1501 le preguntaron a Miguel Ángel cómo había logrado el nivel de perfección de su David, obtenido de un único bloque de mármol, éste respondió: «David estaba dentro de ese bloque, yo tan solo quité lo que sobraba». En la provincia de Huelva también tuvimos hasta hace sólo 27 años a nuestro propio Miguel Ángel, un hombre que era capaz de quitar «lo que le sobraba» a la madera, la piedra, el barro o el bronce y extraer de estos materiales las imágenes que se escondían en su interior. Él era Antonio León Ortega, un escultor onubense cuya fe y religiosidad lo condujeron a los caminos de la imaginería, un arte en el que imprimió su propio sello, logrando que sus tallas fueran, y sigan siendo, únicas en todo el mundo.
Su vida. Antonio León Ortega nació en Ayamonte en 1907, en la finca Domingón, entre La Arboleda y el Calvario, en el seno de una familia humilde. Cursó los estudios primarios, pero como tenía dos hermanos y la economía familiar no daba para mucho, a los 14 años tuvo que dejar la escuela, a pesar de que era un alumno brillante, para dedicarse a cuidar cabras en la finca que su padre tenía alquilada para su explotación. Fue entonces cuando surgió el escultor, en aquellos ratos en los que el joven ayamontino, mientras observaba a los animales, sacaba su navaja y daba con ella forma a un trozo de corcho o de madera de adelfa, creando una pequeña colección de figurillas de personajes del campo.
Alberto Vélez de Tejada, sobrino de la dueña de la finca en la que trabajaba León, descubrió un día las tallas del joven cabrero y, dadas sus extraordinarias condiciones, instó a su tía para que Antonio pudiera estudiar. Vélez de Tejada tenía amigos en Madrid y a través de ellos contactó con el por entonces director del Museo de Arte Moderno, Mariano Benlliure, a quien envió algunas de aquellas piezas de madera. Éste quedó gratamente sorprendido, llegando a afirmar en una de sus misivas que en aquel pequeño onubense podía haber un artista.
Gracias a la intercesión de Alberto Vélez de Tejada, León Ortega obtuvo una beca -primero de la dueña de la finca y posteriormente de la Diputación de Huelva- con la que pudo marcharse a Madrid en octubre de 1927 a estudiar en la Escuela de Artes y Oficios Aplicados y en la Real Academia de Bellas Artes de San Fernando con los mejores escultores del país, como Benlliure, Manuel Benedito, José Capuz, Rafael Doménech o Juan Adsuara. Al ser un alumno brillante, obtuvo matrícula de honor y fue premio extraordinario de Anatomía Artística.
Tras cinco años formándose, pasó a colaborar en los estudios de Adsuara y Capuz, de quienes aprendió técnicas prácticas y complementarias. Pero en aquella época ya no tenía becas y, al quedarse sin recursos, se puso a trabajar de albañil, entrando entonces en contacto con ideas anarquistas y tomando conciencia política.
En torno a los años 30, en los prolegómenos de la Guerra Civil, el escultor regresó a Ayamonte. Para entonces ya se había casado y tenido a su primera hija. Eran tiempos difíciles y tuvo que ganarse la vida haciendo de todo, pero también intentó arrancar en el mundo de la escultura. Para ello montó un taller con José Vázquez Sánchez y Rafael Aguilera, pero no cuajó.
También su situación en aquella época era complicada, pues su compromiso con los ideales revolucionarios que había abrazado mientras vivía en Madrid hizo que durante la Guerra estuviera condenado a muerte en tres ocasiones, aunque las tres se salvó, la última por intercesión de las Hermanitas de la Cruz. En este sentido, su hijo, Antonio León Ferrero, recuerda que «en sus comienzos, a las Hermanitas de Ayamonte les hizo unos arreglos sin cobrarles por ello y, como era tan dulce, lo querían mucho. Cuando lo detuvieron la tercera vez, la hermana de su primera mujer buscó a las religiosas y les pidió ayuda, logrando éstas que pararan la ejecución. Mi padre, muy agradecido, estuvo siempre vinculado a ellas, de hecho les restauró el altar mayor de la iglesia de La Merced de Ayamonte e hizo, entre otros, el Cristo del convento de Huelva».
En este punto, cabe destacar que la faceta de imaginero de León Ortega brotó cuando tenía 17 años, una madrugada que, tras acompañar a Padre Jesús en Ayamonte, llegó a la Plaza de San Francisco y vio el paso del Cristo de la Vera Cruz. «Sintió la necesidad de plasmar aquella imagen, que le pareció fantástica, en madera», cuenta Alberto Germán Franco, escultor e investigador de la vida y obra del ayamontino. Lo que no imaginaba aquel joven Antonio era que años más tarde, en 1941, una talla suya sustituiría a aquel Señor cuya contemplación había sacado al imaginero que llevaba dentro. Éste sería su primer crucificado reconocido, una pieza con la que sorprendió a todo su pueblo y de cuya conclusión hace ya 75 años.
En mayo de 1938, cuando fallece su primera esposa, se marcha a Huelva y entra a trabajar durante un tiempo en el estudio que compartían los pintores Joaquín Gómez del Castillo y Pedro Gómez en la calle San Cristóbal. Sobre esta etapa de la vida del escultor, la licenciada en Bellas Artes Rocío Calvo Lázaro ha encontrado datos muy interesantes que ha dado a conocer en su tesina ‘Historia de las imágenes de la Hermandad de San Francisco de Huelva’, presentada en enero de 2014 y dirigida por el catedrático de la UHU José María Morillas Alcázar.
Según Rocío Calvo Lázaro, la primera obra en la que colaboraron el sevillano Gómez del Castillo y León fue el Sagrado Corazón de Jesús de la iglesia de San Pedro. Antonio modeló la talla a partir de un boceto del sevillano y el pintor la policromó. A partir de ahí, apunta en su estudio la investigadora, utilizaron el mismo método para hacer la Virgen de la Esperanza, San Juan Evangelista, la antigua imagen de la Victoria y la Virgen de Consolación y el Cristo de la Buena Muerte. «Aunque hicieran las obras juntos, aparecían como que eran de Gómez del Castillo. Al principio a Antonio León no le importó porque necesitaba el dinero para comer y también porque gracias al sevillano aprendió a policromar. Él nunca reivindicó aquellas imágenes«, afirma Rocío.
El llegar a este descubrimiento ha sido fruto de un largo proceso y también una cuestión de suerte. Por un lado, la joven se percató, a base de comparar varias imágenes, de que las atribuidas a Gómez del Castillo se parecían mucho a las de León Ortega. Un ejemplo era el Cristo de la Vera Cruz de Ayamonte, que es idéntico al de la Buena Muerte o el San Juan Evangelista de la Hermandad de San Francisco, muy parecido al San Juan del Descendimiento. Luego contactó con Antonio León Ferrero, quien le facilitó un documento autobiográfico de su padre, del año 1977, en el que comenta su vida y todas las imágenes que hizo a lo largo de la misma. A raíz de él concluyó que todas las imágenes atribuidas a Gómez del Castillo entre 1938 y 1941 -salvo el San Bartolomé de San Bartolomé de la Torre- son coautoría de los dos.
Tras romper su relación con Gómez del Castillo, el ayamontino se volvió a su tierra para hacer el citado Cristo de la Vera Cruz y luego, tras la muerte del artista sevillano, regresó a Huelva, dándole de nuevo un espacio el pintor Pedro Gómez en el taller de la calle San Cristóbal. Además de escuela informal de artistas -llegó a ser conocida como la ‘Academia de San Cristóbal’- aquel taller se convirtió en un ateneo de las artes y de las humanidades en la Huelva de la época, frecuentado por casi todos los artistas que vivían o pasaban por la capital, así como por poetas, médicos, escritores, periodistas…
En este sentido, en paralelo a la escultura, León Ortega desarrolló una labor como pedagogo en su taller, en el seminario Diocesano, donde dio clases de dibujo durante años, y en el embrión de lo que es hoy la Escuela de Arte León Ortega, impartiendo clases de dibujo y modelado.
El taller de calle San Cristóbal cerró en 1961 y posteriormente Antonio abrió otro en la calle Luis Buendía, donde estuvo trabajando hasta que en 1985 sufrió un ictus que le retiró de su mayor pasión, falleciendo el 9 de enero de 1991.
Quienes lo conocieron, saben que era un hombre de fuertes convicciones, muy trabajador, sociable aunque callado, muy inteligente, humilde y respetuoso, sencillo y sensible, con una enorme fuerza de voluntad y al que poco le interesaba lo material. Para el ayamontino la familia era muy importante pero el arte, el arte era su vida, lo que más le gustaba y el dedicarse a ello le proporcionaba una paz interior que era capaz de irradiar. Así lo recuerda su hijo Antonio, «siempre en el taller, porque en casa paraba muy poco, sólo a comer y dormir. Al amanecer escuchaba la puerta de casa cerrarse cuando se marchaba para allá. Mi abuelo materno me llevaba a verlo al trabajo y siempre tenía perros y gatos allí porque le gustaban mucho los animales».
Su obra. Pero si hay algo que verdaderamente condicionó la vida y obra de León Ortega fue su religiosidad. Él mismo afirmaba que «el imaginero tiene que ser primero artista, luego escultor y después sentir la imaginería, compenetrarse con ella e intentar que cada imagen sea una oración«. Así pues, el ayamontino hacía sus tallas religiosas desde el convencimiento y el sentimiento, pues su intención era conmover con su obra. Según su propio hijo, «para él Jesús era un ser revolucionario que buscaba la hermandad y la justicia, eso era lo que pensaba de la religión y lo que quería transmitir con sus esculturas».
El onubense no sólo poseía la formación, sino que también creía en lo que hacía y le apasionaba. A ello se unió la época en la que le tocó vivir, una Huelva de postguerra en la que la gran mayoría de las esculturas de las iglesias habían sido destruidas -sólo quedaba un Cristo Nazareno, el del Buen Viaje y la Virgen de los Dolores-, encomendándole el destino la labor de volver a dotar a los templos de nuevas imágenes.
En esta línea, entre las conclusiones de la tesis de Alberto Germán Franco titulada ‘Antonio León Ortega: una imaginería concebida como escultura’, éste pone de relieve que la obra del escultor ayamotino destaca por su magnitud, ya que se han catalogado más de 300 obras con certeza, excluyendo las restauradas y otras de las que no se tiene completa seguridad. Así pues, fue el escultor más prolífico de postguerra, con actividad hasta 1985. Lo reclamaron de fuera de la provincia, encontrándose obras suyas en Sevilla, Cádiz, Málaga, Cáceres, Badajoz, Salamanca, Pontevedra, Madrid, Bélgica e incluso en Estados Unidos, concretamente en Standford, donde la Holy Name Church guarda su imagen del franciscano Maximiliano Kolbe.
Pero además de su capacidad de producción, León Ortega pasará a la historia por establecer con su obra un nuevo estilo de imaginería en la provincia de Huelva fruto de la simbiosis de influencias levantinas y castellanas que confluyeron en él y que recibió mientras estudiaba en Madrid. Hasta entonces, las esculturas de tipo religioso que se encontraban en terreno onubense se encuadraban en el estilo barroco sevillano, principalmente por pertenencia a la Archidiócesis hispalense.
Sin embargo, y como bien apunta Germán Franco, la obra de León Ortega no se puede mirar desde los ojos del Barroco, ya que «posee una fuerte personalidad que le confiere un carácter exclusivo a la Semana Santa onubense».
Bien es cierto que en los años 40, sus primeros trabajos son más barrocos, influenciado en gran medida por Martínez Montañés, pero conforme pasó el tiempo fue buscando la sencillez y huyendo de la filigrana y la aparatosidad de este estilo. En este sentido, fue clave su Cristo de la Sangre de 1949, el de la Hermandad de Estudiantes, porque con él encuentra su propio canon, fue el comienzo de su nuevo estilo. Además aquella talla vincularía para el resto de su vida a León con la Hermandad de San Sebastián, siendo a sus pies y con la Virgen del Valle vestida de luto donde se elevaron las últimas plegarias por su alma cuando falleció hace 25 años.
A partir de los años 50, el ayamontino hizo, rompiendo con los esquemas anteriores e imprimiendo ya su propio estilo, piezas tan impresionantes como el Grupo del Descendimiento o el Cristo de La Lanzada de Ayamonte, el Cristo de la Virgen de las Angustias, el Santo Entierro, el Cristo de la Paz Eterna de Moguer, el del Descendimiento de Jerez de los Caballeros… tallas algunas de ellas que, según Germán Franco, rozan el expresionismo.
Estas obras dramáticas con contenido van ya ahondado en la búsqueda de la espiritualidad que, en su caso, llega a la máxima expresión en la segunda mitad de los años 60, cuando el arcaicismo de las formas toma protagonismo, aplicando policromías muy suaves que dejaban ver cada vez más la madera, la esencia de la espiritualidad. Los años de la reforma litúrgica y de la modernización del arte sacro le sirvieron de estímulo para evolucionar en la simplificación de volúmenes y formas. Si ya había iniciado la búsqueda personal, en solitario, de la severidad castellana, ahora va a conectar con el espíritu del Concilio Vaticano II, que aconseja la autenticidad de la materia, la pobreza y austeridad, la verdad de los contenidos expresados en la verdad de los materiales.
Al margen de sus diferentes etapas, León Ortega se caracterizó también por su manera de trabajar. «Los imagineros tenían personas para sacar los puntos, pero él tallaba todo directamente, ya fuera en madera, piedra o cualquier otro material, y además los Cristos siempre los hacía completos, aunque luego fueran vestidos. Te hacía un crucificado tamaño natural en un mes, tenía la imagen clara en su cabeza y hacía un boceto pequeño en barro y también utilizaba los modelos al natural, por eso sus Cristos no tienen una anatomía exagerada, no buscaba el artificio. Las telas de las figuras las hacía con la misma caídas que tenían en el modelo natural», explica Alberto Germán Franco.
A pesar de tener aprendices en su taller, no se puede afirmar que su estilo haya conformado una escuela porque tras su muerte vuelven los cánones de la estética profesional sevillana. Este hecho da más valor si cabe a su obra por su singularidad y obliga a defenderla como un patrimonio exclusivo de la provincia y como un elemento diferenciador de su identidad.
Así pues, a fin de proteger este legado, a mediados de 2015 la Consejería de Cultura incluyó la obra de León Ortega en el Catálogo General del Patrimonio Histórico Andaluz, una actuación que ofrece a las obras que del escultor se conservan en la provincia Huelva la protección de Bien de Interés Cultural. Este hecho contribuirá a lo que era más importante para el imaginero, que la obra quedara, permaneciera en el tiempo, le sobreviviera…
Sin embargo, Antonio León Ortega sigue siendo un gran desconocido, a pesar de que fue uno de los escultores más importantes del siglo XX y, en la imaginería, uno de los grandes. Su nombre en Huelva está indisolublemente vinculado a su Semana Santa, pero lo que hizo fue mucho más que ponerle cara a esta fiesta, consiguió que fuera única porque rompió con las modas y los canónes. Por ello, descubrir nuestra Semana de Pasión es descubrir la autenticidad de la obra de este ‘loco divino’, un hombre que supo impregnar a sus tallas de una ‘serena grandeza’.