(Publicado en La Provincia el 30 de abril de 1918, páginas 1 y 2)
Agustín Moreno / Recopilado por Rafael Muñoz. Aunque las nuevas ideas políticas proclamadas por los Gobiernos liberales se iban enseñoreando poco á poco de la nación y la piqueta revolucionaria empezaba a demoler las antiguas instituciones, sin embargo era señal de aquellos tiempos la religiosidad de las gentes y Huelva no podía substraerse a este estado de cosas. Por eso todavía mostraba dentro de su recinto las señales de lo que había sido en el orden religioso, durante la primera mitad del siglo pasado.
Tenía dos parroquias, tres conventos de frailes, uno de monjas, otro quizás de beatas y seis ermitas, de los cuales todavía existían, dándose culto, nueve de ellos: San Pedro, la Concepción, San Sebastián, Soledad, Saltés, las Monjas, San Francisco, la Merced y en las afueras la Virgen de la Cinta. Al presente solo quedan siete porque la Soledad y Saltés ya han desaparecido.
Mas si considerada en ese orden llenaba con exceso, si se quiere, las necesidades del espíritu religioso, no sucedía lo mismo en el concepto intelectual, pues sus centros de cultura eran bien pocos: una escuela pública de niños, de la que ya nos hemos ocupado en el capítulo anterior, otra de carácter privado en la calle Monasterio, costeada por los matriculados del mar, alguna “Amiga” o clase privada de niñas, una cátedra de Latín o cosa parecida en la calle del Puerto, pagada por cinco o seis alumnos que asistían a ella, y, por último, una clase nocturna de Dibujo en la misma calle, sostenida por la Sociedad de Amigos del País recién creada entonces. Como elementos de recreo solo podían contarse dos: un pequeño teatro en la misma calle junto a la escuela de niños y un casino en la del Hospital, hoy MendezNuñez. Ya ven mis lectores lo deficiente que eran los centros de cultura de esta hermosa ciudad.
Si pasamos ahora a considerarla en el orden comercial y mercantil, solo podemos decir que contaba con dos imprentas, dos o tres tiendas de tejidos con algo de quincalla situadas en la calle Concepción, algunas tiendas de comestibles repartidas por sus diferentes barrios, tres boticas y dos carnicerías. Su industria se veía representada por una confitería solamente, un taller de platería para la compostura de alhajas, diez o doce zapaterías, tres esparterías para la confección de cuerdas, capachos, espuertas y serones, dos fraguas o herrerías, tres molinos de aceite, cuatro ídem de harina y cinco o seis panaderías. Es claro que también tendría Huelva sastres, carpinteros, albañiles y herradores; pero que yo no podía conocer entonces desligado por mi edad de todos ellos. ¿Cómo había de pensar que andando los tiempos tendría necesidad de escribir estos apuntes?
De su movimiento de población y consumo podrá juzgarse sabiendo que se mataba una vaca cada dos o tres días y tres o cuatro machos cabríos, y que el mercado diario estaba en la Placeta a donde se iba a la compra todas las mañanas. El pescado solía venderse por las tardes en ranchos o montones de algo más de una docena de piezas en el mismo muelle donde se desembarcaba y por la noche especialmente las almejas y otros mariscos en la Placeta o por las calles.
¿A qué precio? ¡Ah! parecerá inverosímil: a diez o doce cuartos el rancho, cuando más a dos reales.
Muchas veces vi comprar el ciento de buenas almejas a cinco o seis cuartos, es decir, a dos perras gordas, poco más o menos.
De esto se deduce que aquí la vida era barata, puesto que no había arbitrios municipales y todas las demás cosas guardaban la misma relación. Una casa grande con todos los artefactos de una panadería que ni padrino tenía en la Calzada pagaba dos pesetas diarias o sea doce duros mensuales, y aún así a mí me parecía que aquella renta era exorbitante. ¡Oh! lo mismo que ahora, que no bajaría dicha casa si existiera de treinta o cuarenta duros.
Únicamente alcanzaba un buen precio los objetos y confituras que se vendían en pública subasta al salir de las novenas y septenarios que se hacían en determinadas noches. Era costumbre entre los fieles ayudar al gasto de esos cultos religiosos con regalos consistentes en gallinas, palomas y conejos, en hornazos, tortas de dulce y bogavantes cocidos, y no pocas veces hasta en ramos de flores, especialmente en manojitos de claveles en la estación de primavera.
La subasta o puja se hacía presentando un muchacho el objeto al público y preguntando a éste: ¿Cuánto vale? Respondiendo uno cualquiera de los presentes: un real o una peseta, según su importancia; mas otro decía: dos reales o dos pesetas, y así iba subiendo poco a poco, adjudicándosele al mejor postor cundo ya no había quien diera más por ella. En un septenario de Dolores ví subastar un clavel rojo, que desde un real llegó al precio de tres pesetas. ¿Qué como fue eso? muy sencillamente, porque dos jóvenes se lo disputaban para regalárselo a sus respectivas novias y los concurrentes jaleaban al uno y al otro prorrumpiendo “¡Que se lo lleva!” “¡que se lo lleva!” enardeciendo el ánimo de ambos postores.
Por último, para terminar este capítulo, haremos constar aquí que esta ciudad era muy escasa de agua, de ese precioso líquido para la vida y que había muchos industriales dedicados con sus burros y algunos con tantos, que parecían verdaderas recuas, a traerla de la Fuente Vieja, de la Noria Faría o de los pozos de los huertos y llevándola a todas las casas. Más así en invierno como en verano venía muy poco limpia, turbia casi siempre, y había necesidad de depositarla en grandes tinajas destinadas a ese fin para que el cieno se posara en el fondo antes de usarla.