Juan Villegas Martín y Antonio Mira Toscano. Las operaciones militares entre 1810 y 1812. Como consecuencia de todo lo expuesto hasta aquí, la historia del estuario del Tinto-Odiel durante el período de la ocupación francesa se presenta completamente salpicada de acciones de guerra, desembarcos y combates de todo tipo. Intentaremos a continuación presentarlos en forma cronológica y de manera sucinta, remitiendo para un mayor conocimiento de cada hecho a las fuentes citadas.
El primer hecho bélico del que tenemos noticia en la zona es lo que las fuentes napoleónicas llaman “Bataille de Huelva”, ocurrida el 27 de marzo de 1810 (Degroide 2002). Se inserta en el contexto de las primeras expediciones galas de invasión del territorio onubense, en las que, sobrepasando la línea del Tinto, los franceses exigen contribuciones e intentan someter a la población a la fidelidad del rey José I. Desde principios de marzo se registra ya presencia francesa en la villa de Huelva, donde había acampado un ejército de unos 5.000 soldados entre caballería e infantería, dejando tras su retirada un destacamento de 60 hombres para controlar la población.
Tal vez la demanda el día 20 de una contribución de 40.000 reales de vellón, que probablemente no fue satisfecha por los vecinos, pudo ser uno de los desencadenantes del enfrentamiento, pero no debe olvidarse que ya en la fecha las autoridades napoleónicas han comprendido la necesidad de impedir el uso del puerto onubense para el embarque de víveres hacia Cádiz. Tal circunstancia figura ya entonces entre las preocupaciones que desde Sevilla baraja el mariscal Soult. En sus informes se recoge la noticia de haberse establecido en el puerto de Huelva un cuerpo de ejército enemigo precisamente con esta finalidad (Orléans 1902:19), suponemos que expulsando a la guarnición francesa antes referida.
Sea como fuere, a fines de marzo según unos, el día 27 según otros, el duque de Arenberg dirigió contra Huelva a su regimiento de cazadores a caballo apoyado por varias compañías de infantería; le esperaban las tropas españolas que dirigía el Vizconde de Gante. Las diversas fuentes no ofrecen dudas sobre la victoria francesa en esta primera batalla en nuestra zona de estudio, aunque existen matices de detalle en torno al desarrollo de la misma. Según el conocido relato de Jean d’Orléans, las bajas españolas habrían ascendido a 150 hombres, más 250 prisioneros y un convoy de nueve buques cargados de grano (Orléans 1902: 19), seguramente dispuestos para su envío a Cádiz. Para el diario El Español, la entrada del francés en Huelva se efectuó “matando a todos los que encontró sin distinción de personas, de edad ni sexo”.
La primera consecuencia militar de esta batalla parece haber sido la retirada de las fuerzas de Gante hacia el Andévalo, más concretamente hacia Sanlúcar de Guadiana (Degroide 2002), inaugurando lo que se convertirá en táctica habitual del ejército español en la zona: la búsqueda de refugio en las tierras del Andévalo occidental y en la cercanía de Portugal. La segunda consecuencia sería el dominio francés sobre Huelva, aunque, como veremos, este parece haber durado relativamente poco.
La reorganización de las fuerzas españolas, en particular desde el relevo en el mando del Ejército del Condado a mediados de abril de 1810, supondrá un punto de inflexión en el desfondamiento inicial de la defensa española. Así, el empuje imperial se verá contenido, llegándose a una cierta estabilización de los frentes y de las zonas de dominio. Colaborarán a ello por un lado la llegada del nuevo comandante español, el mariscal de campo Francisco Copons, y por el otro la creación por estas fechas de las unidades de fuerzas sutiles, a las que hemos dedicado ya algunos párrafos. Precisamente serán estas fuerzas las protagonistas en los últimos días de mayo de 1810 de una acción en que se hace evidente la pugna por el dominio del medio acuático.
En efecto, en tales fechas las tropas imperiales habían observado un numeroso tránsito de chalupas cañoneras españolas por el río Tinto con la intención de desembarcar gente en la orilla izquierda, ante lo que el duque de Arenberg dispuso una emboscada en la noche del 26 al 27 de mayo en las cercanías de Palos. Al parecer, una de las finalidades de estas chalupas sería la de capturar ganado en manos del enemigo, cosa que intentaron unos 100 hombres desembarcados de una cañonera. Es ese el momento en que los franceses emboscados, al mando de los oficiales Lebreton y De Reile, les salieron al paso y los forzaron a retirarse al barco. Tras un intenso fuego cruzado entre los ocupantes de la cañonera y los soldados imperiales de la orilla, estos últimos abordaron el barco y, tras capturar su artillería, lo incendiaron (Orléans 1902: 24). Al menos otras tres embarcaciones españolas participaron en el tiroteo y recogieron a sus correligionarios tras el abordaje francés. Como es habitual, las versiones de uno y otro bando difieren en cuanto al resultado del combate. Para el comandante Lorenzo Parra, que exalta la valentía de sus hombres, se saldó con un muerto y un herido españoles, por 8 muertos y 13 heridos franceses. Las fuentes pro-napoleónicas, sin citar sus pérdidas, incidirán en que los ocupantes de las chalupas, a los que califican de “salteadores españoles e ingleses”, perdieron “mucha gente entre muertos y ahogados”. El duque de Arenberg envió las banderas del barco enemigo incendiado a su superior directo, el mariscal Soult (Degroide 2002).
Con seguridad, acciones de este tipo se repitieron de manera muy frecuente en el estuario, sobre todo en el río Tinto. Solo en el mes de junio de 1810 tenemos noticia de tres desembarcos españoles con amplia participación de las fuerzas sutiles, demostrando la importancia de estas en el hostigamiento de las posiciones imperiales y en la fijación de su límite de influencia. El día 7 de junio desembarcaba en el lugar de Santa, cercano a Moguer, cierta cantidad de tropa y marinería bajo el mando del capitán José González Cranda45, no encontrándose en principio con oposición armada del enemigo, por lo que pudieron adentrarse en tierra y usar libremente su artillería sobre la guarnición napoleónica instalada en la villa. Al menos 400 infantes y otros tantos jinetes del cuerpo de Arenberg se alojaban a la sazón en unos cuarteles en Moguer, los cuales quedaron tras el desembarco bajo el alcance de los cañones españoles. Esto, unido al avance de las tropas, hizo que los franceses escaparan hacia los campos moguereños, de manera que la villa quedó a merced de los españoles, sacándose “la plata labrada que tenía el enemigo en la parroquia” y capturando 45 reses vacunas que tenían para su abastecimiento.
A pesar de ello, no cabe pensar que la pretensión española fuera la de establecer un dominio permanente sobre Moguer, limitándose a asestar un golpe y a retirarse con las capturas efectuadas. Así se hizo, dirigiéndose hacia la torre de la Arenilla, donde se embarcarían las reses. Tras la desbandada inicial, la caballería gala se rehizo y acabó cargando sobre los españoles para impedir el citado embarque, enfrentándose al fuego de la cañonera comandada por el teniente de navío Manuel Torrontegui. Este lograría finalmente pasar el ganado a la isla de la Cascajera, además de causar al enemigo la pérdida de 17 hombres y 12 caballos. Los espacios insulares del estuario, protegidos al mismo tiempo por la naturaleza y por las embarcaciones sutiles, empezaban a mostrar su alto valor estratégico como resguardo seguro en las operaciones de retirada.
Pocos días después tendría lugar una nueva acción de similares características, en esta ocasión sobre la villa de Palos. Sus protagonistas serían las tropas mandadas por José de Saavedra, que, el día 13 de junio atacaban a la división francesa en aquella población. No obstante, y si seguimos a la prensa española, no se trató de un verdadero desembarco, sino de una maniobra de distracción para favorecer las operaciones de otras fuerzas españolas en otro lugar. El aparente desembarco había sido concertado con el general Copons, de manera que el duque de Arenberg quedara ocupado en la defensa de Palos mientras que tropas del Ejército del Condado lograban volar los repuestos de pólvora francesa de Trigueros, sacar la plata labrada que los franceses tenían en San Juan del Puerto, reclutar jóvenes en estos pueblos, y retirarse con tranquilidad a Villanueva de los Castillejos. Mientras todo esto ocurría, los hombres de Arenberg veían cómo los españoles les cañoneaban desde el río y tiroteaban a la caballería gala en una zona de viñas inmediata a la villa. Acompañada por simples faluchos pescadores de Huelva, la cañonera de Manuel Torrontegui puso en jaque a las fuerzas imperiales y les causó algunas pérdidas, aunque quizá lo que resulta más llamativo es que, situándose de ellas “a tiro de pistola, con la vocina (sic) los desafió viniesen al abordage”. El uso de este tipo de maniobras de provocación y engaño podía ofrecer notables resultados a las fuerzas españolas en un territorio como el de nuestro estudio, sobre todo porque, tras la estabilización de las zonas de dominio y la reducción del número de efectivos franceses, empezaba a ser evidente la insuficiencia de estos para atender a todas las posiciones.
El tercer ataque español del mes de junio en el río Tinto tiene de nuevo como objetivo Moguer y como protagonistas a las cañoneras onubenses del antes citado Saavedra (Ocampo Aneiros 2009: 32). Según su propio informe al Consejo de Regencia, ante el conocimiento de que “los enemigos tenían en Moguer tres místicos acabados de construir”, el 28 de junio dirigió contra ellos un ataque nocturno con el fin de apresarlos. Los barcos estaban custodiados por una avanzadilla imperial, a pesar de lo cual, y siempre según el relato del comandante de las fuerzas sutiles españolas, se logró dicho objetivo. Como se aprecia por esta noticia y por alguna otra que hemos comentado anteriormente, también los franceses fueron conscientes de la importancia del medio acuático en el estuario, e hicieron intentos de disponer de embarcaciones armadas con que contrarrestar a las de sus enemigos; no obstante todo apunta a que en este medio casi siempre se vieron superados. Lamentablemente, en el estado actual de nuestras investigaciones no conocemos información procedente de fuentes francesas sobre estas tres últimas acciones armadas; por ello la realidad de los datos y su completa veracidad queda siempre sujeta a las naturales cautelas que impone el manejo de las fuentes en tiempo de guerra, donde la propaganda forma parte indisociable de la propia estrategia bélica.
De la cooperación entre el general Copons y las embarcaciones armadas de Huelva habrían de surgir notables beneficios para los objetivos de la defensa española. Hay que remarcar esto, ya que coordinación y colaboración no siempre fueron virtudes comunes entre los jefes de los diversos cuerpos de ejército españoles o aliados durante la Guerra de la Independencia, mostrándose ello en ocasiones, como veremos más adelante, también en nuestra zona de estudio.
No obstante, la coordinación no era cosa difícil cuando entraba en juego el disciplinado militar que era Francisco de Copons y Navia. Según las fuentes francesas, el día 10 de julio se había producido un desembarco de 300 españoles en Aljaraque, en la orilla del Odiel que los españoles podían considerar zona segura. Ello suponía un motivo de inquietud para el duque de Arenberg por la amenaza de una acción próxima de sus enemigos (Degroide 2002). En relación con esto, sabemos que Copons había dispuesto 100 hombres “en una isla frente de Huelva protejidos (sic) por las lanchas cañoneras para conseguir el momento de un desembarco en la costa de Moguer”51. La ocasión se presentó cuando “el duque de Arenberg varió de posición ocupando a Niebla y Villarrasa, dejando solo ciento y cincuenta hombres de infantería y ochenta caballos” en Moguer. Las “guerrillas de caballería” de Copons se aproximaron a este pueblo por el vado de San Juan del Puerto, mientras que desde el río actuaba la flotilla sutil al mando de José de Saavedra, forzando a la guarnición francesa a la evacuación y ocupando la villa. La operación fluvial contaba también con el apoyo por tierra de parte de las tropas que Copons había situado en Gibraleón, y de otro contingente de 150 hombres que, con el propio general español, esperaban en Aljaraque para reforzar el desembarco.
No cabe duda de que este desembarco en Moguer fue una operación diseñada desde la coordinación y con una importante visión geoestratégica para implicar a fuerzas terrestres y marítimas. De todas formas, y como en ocasiones anteriores, no parece que se encontrara entre sus objetivos la ocupación permanente de Moguer, puesto que los españoles se retiraron de la villa después de sacar 100.000 reales procedentes del importe de diversas rentas, el vino del suministro de la guarnición imperial, una serie de mozos y desertores, y algunos prisioneros, probablemente moguereños, que se contaban entre los partidarios del rey José.
Sin duda Moguer se había convertido por estas fechas en un objetivo obsesivo de la resistencia española en el estuario del Tinto-Odiel. Así lo expresa el general Copons en una carta fechada el 11 de julio de 1810, en la que indica que “había mucho tiempo que no se separaba de mi memoria el pueblo de Moguer en que, por hallarse mucho tiempo ha el enemigo, contaba un partido considerable”. El otro gran objetivo era Niebla, bastión que aseguraba para los franceses el camino de Sevilla y con ello la protección de sus centros principales de poder. Ambos lugares estarán en el punto de mira del desembarco más conocido de los producidos en la costa onubense en las fechas que tratamos, el efectuado el 24 de agosto de 1810 por las fuerzas anfibias del general Luis Lacy con el apoyo de las terrestres de Francisco de Copons y Navia.
La operación no era, como en ocasiones anteriores, una acción de modestas proporciones protagonizada por unos cientos de hombres. Entre 3.000 y 5.000 soldados, transportados por 150 barcos, formaban parte del cuerpo expedicionario de Lacy (Peña Guerrero 2000: 29; Orléans 1902: 45; Degroide 2002). Procedente y organizada desde Cádiz, la expedición pretendía el dominio de la margen izquierda del Tinto y especialmente del cuartel general francés en Niebla. Parece evidente que este audaz movimiento estaba motivado por el convencimiento de la debilidad francesa en el control de estas posiciones y por la importancia que la toma de Niebla podría tener para el hostigamiento de la Sevilla ocupada por las fuerzas napoleónicas. El punto de desembarco fue la playa de Morla, lugar junto a la entrada de la barra de Huelva y actualmente identificable con la zona de Mazagón. Desde ese punto, las columnas españolas se dirigieron hacia la torre de la Arenilla y desde allí, pasando por la Rábida y Palos, alcanzaron Moguer. Este último pueblo, defendido por una guarnición imperial de unos 500 infantes y 100 jinetes, fue atacado en una acción combinada desde tierra y desde el río, lo que, unido a la superioridad numérica española, determinó su abandono por los franceses (Peña Guerrero 2000: 29). Lo mismo ocurrió en San Juan del Puerto, concentrándose en Niebla las tropas de Lacy y Copons.
Aunque la expedición logró inicialmente gran parte de sus objetivos, haciendo huir a los franceses de Niebla, la coordinación con las tropas de Copons fue deficiente. Estas fuerzas, las del Ejército del Condado, se hallaban por entonces mayoritariamente ocupadas en el Andévalo y la Sierra, y su jefe no tuvo noticias del desembarco de Lacy hasta pasadas cinco o seis horas de su inicio. La rápida marcha de Copons desde Villanueva de los Castillejos le posibilitó, no obstante, llegar a Niebla a tiempo para atacar a los franceses por su espalda, entrando en la villa el día 25 de agosto. La ocupación de la ciudad amurallada permitió a las fuerzas del Condado recoger caballos, quintos y dispersos en pueblos habitualmente ocupados por los enemigos, como Villarrasa, La Palma, Almonte, Rociana, Bonares, Bollullos, Manzanilla o Villalba. Sin embargo, y a pesar del notable avance de las líneas que suponía esta situación, el general Copons tuvo el día 26 que conformarse con presenciar la retirada del cuerpo expedicionario de Lacy, que alegaba el cumplimiento de órdenes superiores. Al amanecer de dicha jornada las tropas gaditanas se encaminaron hacia el puerto de Huelva y el 27 reembarcaron de regreso a Cádiz, aunque el convoy tuvo que hacer “noche cerca de la torre de la Arenilla por falta de viento y marea”.
Sin esta fuerza, el dominio español sobre Niebla y la orilla izquierda del Tinto era cosa totalmente temporal, como demostraría la recuperación de las posiciones francesas por los generales Gazan y Pépin en los días inmediatos (Peña Guerrero 2000: 30). Probablemente se había perdido una gran oportunidad de trastocar el dibujo de la guerra en el suroeste peninsular, y tal vez incluso de desestabilizar la situación de la capital andaluza. Jean d’Orléans, en su relato necesariamente tintado de perfiles pro-franceses, considera que el embarque de Lacy se había producido “en desorden durante la noche, abandonando muchos de sus efectos en la playa y una gran parte de toneles vacíos o llenos que no habían podido transportar a bordo por falta de tiempo”. La expedición, según afirma, “no fue más que una vergüenza para el enemigo, que perdió gran número de soldados por la deserción” (Orléans 1902: 47). Contraria es la visión ofrecida por las fuentes españolas, que se esforzaron en resaltar la heroicidad de una acción que había sido capaz de desalojar a los franceses de sus principales puntos de ocupación en el Condado, liberando especialmente el área de influencia del estuario del Tinto-Odiel. Heroicidad que, al fin y al cabo, sería de muy poco provecho para los intereses españoles, ya que solo unos días después toda la zona era de nuevo ocupada por las fuerzas napoleónicas y la orilla izquierda del Tinto volvía a ser parte de sus dominios. En cualquier caso, no debemos perder de vista que con muchas de estas acciones sobre el suroeste peninsular el mando español solo buscaba desencadenar operaciones de diversión para detraer tropas del enemigo de frentes más importantes, como los de la propia Cádiz o Extremadura.
No tardaría en producirse un nuevo desembarco combinado entre las fuerzas del Condado y otras llegadas de la asediada ciudad gaditana. Menos de un mes después de la expedición de Lacy, Moguer se encontrará por enésima vez en el centro de la diana. Todo indica que esta vez los atacantes españoles no gozaron del factor sorpresa, ya que en los primeros días de septiembre los servicios de información del ejército galo habían detectado una preocupante concentración de barcos en Huelva y en la Cascajera. De nuevo se ponían de manifiesto las dificultades francesas para impedir las operaciones marítimas españolas en el interior del estuario, resultando la isla de Saltés un lugar fuera del alcance de cualquier intento galo. Si seguimos el relato de Jean d’Orléans, el motivo de la expedición combinada sería conseguir agua potable para abastecer a Cádiz, produciéndose el desembarco español en Moguer en la madrugada del 15 al 16 de septiembre de 1810. Parece que la tentativa acabó en fracaso, ante la rápida reacción de las fuerzas imperiales, que lograron expulsar a las tropas de Copons hacia el Andévalo y obligaron a las gaditanas a reembarcar precipitadamente y retirarse hacia su punto de origen (Orléans 1902: 50-51).
Probablemente nos encontramos en un momento de repunte del poderío francés en el estuario, puesto que corresponde también a estas fechas el ataque del comandante Rémond sobre la villa y puerto de Huelva, el día 13 de octubre de 1810, al que nos hemos referido al tratar sobre las fortificaciones. Añadamos solo a lo dicho allí que el escritor y periodista Esteban Paluzíe, en su recopilación de apuntes históricos, consideraba este ataque como una de las acciones de guerra más notables entre las desarrolladas en la provincia onubense (Paluzíe Cantalozella 1883: 90). Se saldó con derrota española, efectuándose la retirada de nuevo por las aguas de la ría, en la que el teniente coronel Pedro de Reyes, comandante de las fuerzas defensoras del fortín onubense, “se embarcó baxo la protección de las fuerzas sutiles”.
Los hechos bélicos constatados en los meses finales de 1810 y en los primeros de 1811 inciden en la estrategia de hostigamiento español sobre Moguer por el río. Por orden del comandante del Ejército del Condado, entre los días 10 y 11 de diciembre de 1810 más de 500 hombres se embarcan en Cartaya y El Terrón con destino a una nueva operación sobre Moguer (Villegas y Mira 2011a: 107).
Aunque las mareas retrasaron y desconcertaron los planes iniciales, los faluchos al mando de Torrontegui se lanzaron el día 12 sobre Palos y Moguer, expulsando temporalmente a los franceses de este último punto. La acción se saldó con cinco bajas galas, además de algunos prisioneros y la captura de granos y víveres que tenían recogidos. Tal parece ser el objetivo de estas breves incursiones, que acaban siempre en el reembarque de la tropa y la vuelta a la situación inicial. En cualquier caso, no hay que olvidar el continuo desgaste que suponían para el enemigo, que en cada ocasión se veía obligado a enviar refuerzos desde Niebla o Sevilla, debilitando con ello otros puntos estratégicos. En el caso que comentamos, el refuerzo imperial llegó el día 13, frustrando un nuevo intento de ataque de Torrontegui, que consideró inviable el segundo desembarco ante tropas ya superiores en número. A renglón seguido, y como en otras ocasiones ya citadas, “se retiró toda esta expedición a la isla de la Cascajera, para esperar nuevas órdenes del general” (Villegas y Mira 2011a: 108).
Otra muestra de esta continua estrategia de desgaste en la ría la encontramos en la captura de un místico francés en Moguer por parte de una lancha cañonera y varios botes llegados desde Huelva. Ocurrió el 10 de enero de 1811, produciéndose de nuevo acciones de hostigamiento desde la lancha hacia la guarnición francesa de aquel pueblo.
A pesar de ello, el río Tinto seguía siendo en 1811 un límite a partir del cual los franceses no estaban dispuestos a tolerar las incursiones españolas. Sin embargo, la correspondencia entre los responsables militares napoleónicos revela su temor ante los continuos intentos del Ejército del Condado y de otras unidades por desembarcar en el estuario, y el convencimiento de que la línea del Tinto estaba insuficientemente defendida por parte de las tropas galas. Es ilustrativa de esta idea la carta que el coronel Rémond envía desde Villanueva de los Castillejos al mariscal Soult el 26 de enero de 1811. Es el día siguiente a la victoria gala en la batalla librada contra Ballesteros en aquel pueblo (Mira, Villegas y Suardíaz 2010), a pesar de lo cual, y tras comunicar a su superior los detalles de tal acción, el coronel francés se atreve a plantearle que las medidas adoptadas por el mariscal para la defensa del Tinto no son suficientes, expresándole sus temores de que se produzca un desembarco en cualquier fondeadero del Condado de Niebla y que desde allí los españoles logren con facilidad alcanzar enclaves estratégicos incluso en Extremadura. En estas fechas, hacer pasar al enemigo la línea del Tinto es para los franceses equivalente a alejarlo hasta posiciones de seguridad para sus intereses; ver cómo la traspasan desata sin embargo todas las alarmas. Cuando en febrero de 1811 Soult reciba informes de que la división volante de Ballesteros, repuesta de la derrota de Villanueva de los Castillejos, ha forzado la línea del Tinto, el temor de que pueda caer sobre Sevilla toma cuerpo (Priego López 1992: 61). Del mismo modo, las noticias de sus actuaciones en los primeros días del mes siguiente al este del río Tinto, presionando al comandante Rémond, harán que el gobernador de Sevilla, el barón Darricau, no tarde en ordenar una importante operación contra el español para hacerle retornar al oeste de la línea del río (Gómez de Arteche y Moro 1895: 170-171).
Los temores de Victor Rémond y de otros militares franceses eran, desde luego, fundados; su experiencia cotidiana de la guerra en el solar onubense les permitía presagiar que el litoral, y en especial el estuario, seguirían siendo una fuente de problemas para sus intereses. Será a mediados de marzo de este mismo año cuando la zona conozca otra de las operaciones de gran alcance que han quedado marcadas en la historia más conocida del conflicto. Se tarta del desembarco efectuado por el general José de Zayas en marzo de 1811, operación en la que participaron entre 5.000 y 6.500 soldados españoles, según las diversas fuentes (Obanos Alcalá del Olmo 1905: 257; Gurwood 1837: 399; Blanco White 1811: 80; Muñoz Maldonado 1833: 32). La expedición estaba concebida como una operación diversiva en colaboración con las fuerzas de Ballesteros en favor de la guarnición de Badajoz (Priego López 1992: 88). Con un diseño parecido al de la expedición de Lacy, se proyectaba atacar los centros de poder imperial en el Condado, especialmente Moguer y Niebla, para hostigar posteriormente a la guarnición de Sevilla. Las fuerzas mandadas por Zayas zarparon desde Cádiz el 18 de marzo, desembarcando sin contratiempos en las inmediaciones de Huelva al día siguiente.
De nuevo se pone de manifiesto el alto valor estratégico de la desembocadura del Tinto-Odiel no solo ya para los resistentes locales, sino para la propia planificación de la guerra al más alto nivel. Es indudable que a estas alturas la barra de Huelva y el propio estuario se habían convertido en uno de los puntos débiles más visibles del ejército napoleónico, constituyendo una especie de “puerta trasera” por la que podían llegar amenazas importantes para sus principales posiciones, además de ser uno de los elementos más claramente responsables de la incapacidad francesa para cerrar el asedio de Cádiz.
El desembarco de la caballería de Zayas logró, como en otras ocasiones, el desalojo de Moguer, pero, a pesar de tratarse de una operación concebida desde la coordinación, tampoco esta vez funcionó el acuerdo con Ballesteros, que debía haberse sumado a la acción para atacar Niebla y no lo hizo. La rápida reacción del mariscal Soult enviando importantes refuerzos al mando del general Maransin permitió recomponerse a las tropas francesas y recuperar el territorio.
La caballería española fue obligada a reembarcar el día 23, abandonando incluso los caballos, algunos de los cuales, según diversos relatos, atravesaron el río nadando para reunirse con sus dueños (Priego López 1992: 88). Como indica el Conde de Toreno, los hombres se refugiaron “en la isla de la Cascajera, al embocadero del Tinto” (Queipo de Llano y Ruiz de Saravia 1839: 286), permaneciendo en este lugar varios días. Otras fuentes amplían la zona de refugio de las tropas a la Punta de Umbría, siendo llevados los heridos, en número de 400, hasta Cartaya (Corpas y Corpas 1993: 74). Todavía intentaría Zayas una nueva operación el 29 de marzo, desembarcando por la punta de la Arenilla y atacando de nuevo y con algún éxito a la guarnición de Moguer.
Con este frustrante bagaje zarpaba el 31 de marzo, según Toreno, la expedición de regreso a Cádiz (Queipo de Llano y Ruiz de Saravia 1839: 287), aunque si la fecha es correcta debemos entender que no todo el contingente español pudo embarcar ese día, ya que las fuentes francesas señalan el ataque dirigido por el duque de Arenberg el 1 de abril a una “isla de Palos” que debe de ser la de Saltés. Así opina también la profesora María Antonia Peña, para quien este debió de ser el enfrentamiento decisivo, logrando los franceses capturar la práctica totalidad de la caballería española (Peña Guerrero 2000: 34). Según el relato de Jean d’Orléans, tomado a su vez del capitán Lapène, para llegar a la isla, Arenberg y su regimiento de cazadores a caballo avanzaron en peligrosa marcha a lo largo de un dique o barrera poco cubierta en ese momento por las aguas, y bajo el fuego de las chalupas cañoneras españolas fondeadas en la desembocadura del río Tinto (Lapène 1823: 132; Orléans 1902: 64).
Poco más de quince días después de la partida de Zayas, de nuevo los puertos onubenses –esta vez Ayamonte y Huelva– recibían a contingentes militares venidos de Cádiz. Habían partido de la ciudad sitiada el 16 de abril de 1811 al mando del general y regente del reino Joaquín Blake (Muñoz Maldonado 1833: 76) para desembarcar en el litoral onubense el día 18. Confirmando los vaticinios de Rémond, estas tropas no pretendían actuar en el territorio onubense, sino atravesarlo para intervenir en los importantísimos frentes extremeños abiertos en aquel momento. Así, 12.000 hombres, 1.200 caballos y 12 piezas de artillería desembarcados en estas costas franquearían Sierra Morena para reunirse en Badajoz con las fuerzas de Castaños y Beresford (Solá Bartina 2013: 66). También sabemos que en los primeros días de mayo de 1811 salía de Cádiz un nuevo convoy destinado a Huelva con tropas y material de guerra. Lo formaban cinco barcas chatas, comandadas por el capitán de fragata Rafael Lobo, y dos bergantines ingleses de escolta, a cargo estos del capitán Hamilton (Obanos Alcalá del Olmo 1905: 253). No cabe duda de que la seguridad ofrecida por la marina británica permitía a las fuerzas sutiles españolas la mayor libertad de comunicaciones entre las costas gaditana y onubense.
Desconocemos gran parte de lo sucedido a partir de estas fechas en el estuario de Tinto y Odiel, pero cabe suponer que la dinámica de los hechos fue similar a la ya descrita. Así, mientras que los franceses mantenían su dominio sobre la orilla de Moguer, controlando Niebla y el camino hacia Sevilla, seguían actuando en la zona la división de fuerzas sutiles de Huelva y el ejército español del Condado, que el 23 de enero de 1811 vería reemplazado a Francisco Copons en su mando sucesivamente por el general Ballesteros, el brigadier Pusterlá y el mariscal de campo Pedro de Grimarest.
Es conocido que el signo de la guerra fue cambiando a partir de los comedios de 1812 en favor de la causa española. Influyeron sin duda en esta evolución por un lado el progresivo incremento de la coordinación entre españoles y aliados y el fortalecimiento de un mando único de la guerra en la figura de lord Wellington; por otro, la decisión de Napoleón de detraer parte de sus tropas de la Península Ibérica para destinarlas a otros frentes europeos, especialmente el ruso. Añadamos la derrota francesa del 22 de julio de 1812 en Los Arapiles, que franqueó el camino para lograr el 12 de agosto la ocupación de Madrid por parte de ingleses y españoles.
Desde finales de julio la retirada francesa de Andalucía es ya un hecho incuestionable; pronto se iniciarían las operaciones de retirada también de sus fuerzas instaladas en el Condado. El mismo día que Wellington entraba en Madrid, el 12 de agosto, los soldados imperiales dejaban Niebla, volando su castillo y clavando la artillería que se vieron obligados a abandonar. Es en este contexto donde se inserta el último de los hechos destacables de la Guerra de la Independencia en suelo onubense. Nos referimos a la expedición del mariscal de campo Juan de la Cruz Mourgeon, con el desembarco en el estuario del Tinto-Odiel de un cuerpo de ejército integrado por británicos, portugueses y españoles.
Procedentes, como en tantas otras ocasiones anteriores, de Cádiz, cuyo sitio se encontraba ya en sus últimos compases, los barcos de Cruz Mourgeon zarpaban en la madrugada del 10 de agosto con dirección a las costas onubenses. La expedición, que respondía a órdenes de la Regencia, estaba compuesta por 64 embarcaciones españolas y un número indeterminado bajo pabellón británico. Transportaban, además de caballos, armamento y víveres, un ejército expedicionario de 5.100 hombres, de ellos más de 3.000 españoles y casi 2.000 ingleses y portugueses, a los que habría que añadir un número de jinetes en torno a los 140, la mayor parte aliados.
Al mediodía del 11 de agosto la escuadra avistaba la torre de Punta Umbría, haciendo su entrada por la barra de Huelva para iniciar el desembarco entre Huelva y San Juan del Puerto. Al parecer, las naves aliadas, de mayor calado que las nacionales y seguramente por la dificultad de la barra, debieron aguardar en mar abierto, por lo que el desembarco interior correspondió a los 64 barcos de Cruz Mourgeon, circunstancia que retrasó la operación varios días hasta completar la llegada a tierra de toda la fuerza expedicionaria. Así las cosas, el comandante debía temer la llegada de refuerzos franceses a Niebla; de hecho llegó a recibir aviso de que 4.000 soldados imperiales se acercaban a la ciudad amurallada, aunque, como hemos apuntado ya, la realidad era que un día después del desembarco español los franceses abandonaban aquel enclave que habían dominado tanto tiempo. Una parte de las tropas de Cruz Mourgeon desembarcó junto a la torre de Punta Umbría, desde donde debían marchar por tierra hasta Ayamonte para reunirse allí con tropas británicas aún por desembarcar. Podemos apreciar en esta diversidad de frentes las precauciones que se tomaban ante el desconocimiento de las verdaderas intenciones de los franceses. Pero muy pronto se comprobó que los temores eran infundados y que la retirada gala era una realidad. Por ello, y considerando ya segura la ría de Huelva, el desembarco continuó en el estuario, maniobra que el propio Cruz Mourgeon calificaba como muy larga y penosa por la lejanía de los barcos fondeados65. Mientras, las avanzadillas españolas ocuparon la abandonada Niebla, donde se les unió el Ejército del Condado, al mando del brigadier Pusterlá, procediendo a recoger la artillería que pudiera ser aún útil y a remitirla al puerto de Huelva para su traslado a Cádiz. Todo ello ocurrió sin combate, ya que los defensores franceses de Niebla marchaban ya hacia Sevilla.
Con la llegada del mariscal Cruz Mourgeon a la ciudad amurallada el día 15 de agosto y la destrucción de las defensas levantadas por las tropas imperiales se lograba, después de más de dos años de guerra abierta, el control definitivo del área de dominio francés en el Condado. La reunión al día siguiente de toda la fuerza expedicionaria española marca el comienzo del avance, también definitivo, hacia Sevilla; la capital de Andalucía sería abandonada por los franceses el 28 de agosto de 1812. Cinco días después el cabildo de Huelva acordaba la proclamación de
la Constitución de Cádiz.
Nuevo protagonismo de la zona en 1823. La situación vivida en el estuario de los ríos Tinto y Odiel habría de repetirse en términos bastante similares en 1823, aunque en esta ocasión con un desarrollo temporal mucho más corto, dadas las características de la campaña militar de esta fecha. Recordemos el contexto histórico que rodea a los hechos ocurridos en el mes de junio de dicho año en la zona de nuestro estudio. Como se sabe, nos hallamos en los últimos momentos del régimen constitucional instaurado en España a partir del pronunciamiento del 1 de enero de 1820 y que conocemos como Trienio Liberal. Transcurrida una parte sustancial de este interesante período en que el
país había adoptado la Constitución de 1812, obligando al rey Fernando VII a jurarla y a someterse a ella, la estabilidad del régimen liberal iba a verse comprometida tanto por la reacción absolutista interior como por las presiones internacionales auspiciadas por las potencias de la Santa Alianza. Es también historia conocida que el golpe definitivo a la Constitución y al Trienio vendría de la mano de la intervención en los asuntos españoles de un ejército francés conocido como los Cien Mil Hijos de San Luis, cuya misión era derribar el régimen constitucional y
reponer a Fernando VII en la plenitud de sus poderes absolutos.
Desde el 7 de abril de 1823 empiezan a entrar tropas francesas en España por el río Bidasoa, siendo recibidas favorablemente por los partidarios realistas y provocando la retirada hacia el Sur de las fuerzas defensoras de la Constitución. Esto motivó igualmente el desplazamiento de las más altas instituciones del Estado hacia Sevilla, donde se instalarían provisionalmente las Cortes y el rey hasta que la situación les obligue a tomar el camino de Cádiz en busca de refugio más seguro. Se repetían así los pasos seguidos por la Junta Central en 1810, dibujándose
un escenario bélico, salvando las distancias, bastante similar al de la conquista francesa de Andalucía y el asedio de Cádiz en aquel primer conflicto hispano-galo.
En lo que concierne directamente a este trabajo, debemos centrarnos en la situación de Sevilla a mediados de junio de 1823, cuando la amenaza francesa obliga a la marcha de las Cortes y del rey hacia Cádiz. Tal cosa ocurre en medio de graves disturbios y de un levantamiento absolutista que preparaba ya la llegada de las tropas de los generales Bordesoulle y Bourmont, enviadas por el jefe de las fuerzas galas, el duque de Angulema (Sánchez Mantero 1981: 65-66). Las cosas eran para los franceses muy diferentes que en los días de la Guerra de la Independencia, pues ahora contaban con el apoyo de una parte importante de la población en los pueblos y ciudades que encontraban a su paso. Su avance hacia el Sur se convirtió pronto en una persecución rápida de las tropas españolas defensoras del gobierno constitucional, las del general López-Baños68, que llegaría a Sevilla el 16 de junio.
Una vez en la capital, López-Baños es consciente de que los franceses le pisan los talones. Después de enfrentarse a los disturbios que dominan las calles, y aunque pretende dirigirse directamente a Cádiz, es informado de que el general Bordesoulle avanza con su columna hacia la isla de León69. Esta maniobra francesa podría impedirle llegar hasta su objetivo, ante lo que López-Baños decide marchar hacia el Oeste el 18 de junio, buscando llegar al estuario del Tinto- Odiel, para desde allí alcanzar Cádiz por vía marítima. Como puede apreciarse, aún seguían vigentes los conceptos de la defensa española puestos en práctica una década antes, la idea de que el socorro a la ciudad asediada debía llegar por mar desde la costa onubense. Al parecer, la infantería española pretendía llegar hasta Huelva y allí embarcarse rumbo a Cádiz, mientras que la artillería tomaría la dirección de San Juan del Puerto con la misma intención.
Pero la presión gala era muy fuerte sobre las fuerzas españolas y la distancia entre perseguidos y perseguidores muy escasa. La retaguardia de López-Baños fue ya alcanzada en Sanlúcar la Mayor el día 19 de junio, continuándose la persecución francesa sobre el resto de las tropas españolas por el Condado durante los días 20 y 21 del mismo mes. Anticipemos que el resultado final de la operación fue un absoluto desastre para las tropas de López-Baños, reflejo por otra parte de la debilidad militar española en este conflicto, que habría de causar el rápido desfondamiento de la resistencia liberal de Cádiz y el final de la aventura constitucionalista del Trienio. Apuntemos también que, a consecuencia de estos sucesos, el general López-Baños, que había sido ministro de la Guerra hasta abril de 1823 y gozaba de excelente reputación por su actuación en el pronunciamiento de 1820, fue encausado formalmente por abandono de sus tropas en la acción que relatamos (Miñano y Bedoya 1837: 295).
Pero centrémonos en la zona de los ríos onubenses y situémonos en la villa de San Juan del Puerto el día 21 de junio de este año 1823. Tal día habían llegado a dicho puerto las columnas españolas buscando embarcaciones suficientes para poner a salvo la artillería que aún conservaban. El retraso producido en conseguirlas y la propia rapidez de la marcha francesa hizo que 200 jinetes de los regimientos 7º y 9º de dragones, enviados por el general Saint-Mars y a cargo del coronel d’Hautefeuille, alcanzaran a los españoles en pleno momento del embarque en el río Tinto, ante lo cual, los soldados encargados de custodiar las piezas artilleras se lanzaron sobre los barcos y abandonaron el material72. Además, la carga francesa contó con la ayuda de un grupo de partidarios absolutistas venidos de Moguer, a cuyo frente se encontraba un clérigo (Ramírez Codina 2014). Todo ello provocó la desbandada de las fuerzas constitucionalistas españolas y la pérdida sin remedio de la artillería. Así, once cañones de calibres diversos, treinta cajones de munición y otros útiles militares cayeron en manos de los franceses que, además, montaron un cañón y un obús a tiempo para disparar sobre los embarcados y lograr tomarles nueve piezas más que ya se encontraban a bordo (Lebeaud 1824: 54-55)73. Como es habitual en este tipo de conflictos, la valoración de los hechos suele magnificarse por los vencedores, y así parece que se hizo por parte francesa. En este sentido, se oyeron críticas españolas sobre que se llamara acción de guerra lo que simplemente merecía nombrase como la recogida de unas piezas abandonadas por los españoles, aunque el jefe de Estado Mayor General del ejército francés señalaba que, además de las piezas, se habían hecho 350 prisioneros, y capturado 400 caballos y algunos carruajes (Ramírez Codina 2014). Sea como fuere, de lo que no cabe duda es de las desastrosas consecuencias que la acción de San Juan del Puerto habría de tener para el ejército de López-Baños y para el desarrollo ulterior de las operaciones.
En lo que respecta a la infantería española, todo apunta a que había seguido la ruta de Huelva para efectuar el embarque, mientras que la caballería se había retirado por Trigueros en dirección a la Sierra de Aroche. Huelva, donde el brigadier Pedro Ramírez tenía “preparados, en cumplimiento de órdenes superiores recibidas, todos los buques y cuanto más se necesitaba para dicha operación de embarque” (Ramírez 1842: 7), estaba precariamente defendida por “el comandante militar de la provincia, con varios cazadores de la misma, el resguardo militar de Madrid y algunos dispersos”. Esperaban los liberales pronto “aumentar sus fuerzas, tanto para sostener el espíritu público, cuanto para hostilizar a los enemigos”75, pero tales previsiones no se vieron cumplidas, pues también el 21 de junio llegaron los franceses, al mando del coronel Joli, para ocupar la villa. El temor a la aproximación gala habría de dificultar sobremanera la operación de embarque, efectuada, a pesar de lo declarado por el brigadier Ramírez, en precarias condiciones por la insuficiencia de los botes o lanchas previstos. A estos momentos corresponde el episodio relatado por el general español Burriel de compañías enteras formadas con el agua a la cintura a la espera de las embarcaciones que debían recogerlos en la ría de Huelva (Ramírez Codina 2014). Pero, impedidas para poder eludir completamente a sus perseguidores, gran parte de las tropas de López-Baños hubieron de retirarse, como en tiempos pasados, a la isla de Saltés o la Cascajera (Bajot 1825: 319).
Allí, “dans l’île de Saltes, sous la protection d’un bâtiment de guerre”, los españoles intentaron defender la posición. Les cubrían desde el río las cinco bocas de fuego de la cañonera “la Señora del Carmen” –o simplemente “Carmen”76, según las fuentes–, que acabaría siendo capturada por los franceses (Bajot 1825: 319). Contra esta embarcación se dirigiría el fuego de una pieza traída por los soldados imperiales al mando del vizconde Ducouëdic, un destacamento de dragones de la Saône y una compañía de infantería, que vencerían finalmente la resistencia de los refugiados españoles. En la madrugada del 22 al 23 de junio el citado Ducouëdic, a bordo de la embarcación española apresada, ponía pie en la isla y la ocupaba, haciendo 95 prisioneros españoles y capturando 100 caballos (Bajot 1825: 319).
Según la prensa madrileña, controlada ya por los absolutistas, entre 7.000 y 8.000 infantes y casi 1.500 jinetes del cuerpo de López-Baños fueron dispersados en el curso de estas acciones, todos en “huida vergonzosa”77, de manera que no habrían logrado llegar a Cádiz más que un millar de soldados (Miñano y Bedoya 1837: 295). Duros comentarios recibiría también por parte de sus propios compañeros la actuación del general español. El comandante de las fuerzas de la provincia onubense y testigo de los hechos, Pedro Ramírez, lamentaba “la alarma y desorden, que no se sabe de qué pudo provenir, en Huelva, de precipitarse al agua en la mayor confusión para el embarque”. Para Ramírez, el general López-Baños “debió de ver visiones al advertir su precipitación y atropellamiento”, insistiendo en que “en ninguna guerra debe perderse la calma y serenidad” a riesgo de “perder el militar que manda su reputación” (Ramírez 1842: 7). En Cádiz el episodio tuvo amplísimo eco, criticándose sin reserva la imprevisión del general en la protección del embarque de la artillería en San Juan del Puerto y la desairada desbandada que malogró la única fuerza que podría haber supuesto una esperanza de victoria para los constitucionalistas. El asunto tenía además un importante componente psicológico para los defensores de la Constitución, puesto que suponía la ruina del crédito de uno de los personajes míticos de la revolución de 1820 (Ramírez Codina 2014).
Al día siguiente de la toma de Saltés, las tropas francesas abandonaban el lugar hacia San Juan del Puerto, mientras que “La Señora del Carmen” partía bajo mando galo hacia el frente de Cádiz, donde sería utilizada por los franceses en la toma de la isla de Sancti Petri. La villa onubense quedaba bajo el control de las fuerzas absolutistas, iniciándose a renglón seguido la remodelación política y el desmontaje de la obra liberal. En efecto, con fecha 24 y 25 de junio de 1823 el comisionado regio de los Cuatro Reinos de Andalucía enviaba instrucciones a las autoridades de Huelva instando a la reversión de la administración local a su estado anterior al 1 de marzo de 1820, cesando a los cargos nombrados después de esa fecha y suprimiendo los puestos de significación constitucional79. Se tomaban igualmente medidas para el apoyo desde los ayuntamientos a las milicias realistas y a las tropas francesas aliadas, debiéndose suministrarles puntualmente en sus peticiones. Las autoridades de Huelva debían además recoger en su partido el armamento, caballos, monturas y uniformes que pudieran estar en poder de los milicianos nacionales, favorecer a los desertores del ejército constitucional que pretendiesen pasar al del rey, así como cuidarse bien de “no auxiliar de modo alguno a ninguna partida suelta o cuerpo franco”80 dudoso o susceptible de operar en favor de la Constitución.
A pesar de estas medidas, la resistencia española en territorio onubense se prolongaría todavía algún tiempo, organizándose los restos de las columnas dispersadas por los franceses en la orilla derecha del río Tinto. Estas operaciones responden a la iniciativa del brigadier Pedro Ramírez, quien formará una junta de defensa y se ocupará de recoger dispersos, exigir contribuciones en los pueblos, suministrar víveres a Cádiz y armar a las milicias locales.
Siguiendo también el modelo de la Guerra de la Independencia, Ramírez operará apoyado en las seguras posiciones del Andévalo –especialmente el fuerte de Paymogo– o la Sierra, aunque su principal baza para desestabilizar a los franceses será, de nuevo, su acceso a los puertos del litoral, especialmente Ayamonte, Huelva y Moguer, y su comunicación marítima con Cádiz. Así, nuevamente la villa de Moguer aparece como lugar estratégico y deseado por ambos contendientes. Prueba de ello es la intervención militar efectuada sobre este pueblo por las fuerzas constitucionalistas el día 29 de junio de 1823, aunque en esta ocasión hay que destacar que no tendrán que enfrentarse a los franceses, sino al propio vecindario de la villa, completamente posicionado en el bando absolutista. El ataque del brigadier Ramírez se produjo por tierra y tuvo como efecto la reposición de las autoridades constitucionales y el control provisional del pueblo por las tropas liberales.
Pero la experiencia vivida entre 1810 y 1812 enseñaba a los mandos franceses que mientras el núcleo resistente onubense accediera sin cortapisas a los puertos, el asedio de Cádiz sería ineficaz. Será este convencimiento el que desencadenará las operaciones finales contra las tropas de Ramírez en el mes de julio de 1823. Se ocupará de ello una columna móvil a cargo del general Bourmont, rechazando a los liberales españoles hacia el Andévalo o hacia el Guadiana, donde una parte de las tropas de Ramírez se embarcan hacia Gibraltar. La ocupación de los puntos claves del litoral por los franceses y la toma del fuerte de Paymogo ponen prácticamente punto final a la resistencia constitucionalista española en el territorio de Huelva.