Antonio Mira Toscano y Juan Villegas Martín. La inseguridad de las costas españolas y su constante exposición a los ataques de piratas y corsarios es, como se sabe, una constante en la historia de nuestro litoral. Resultado directo de esta realidad son las actuaciones, especialmente intensas durante la Edad Moderna, destinadas a fortificar la costa para su adecuada vigilancia y defensa. Uno de los capítulos más destacables de este proceso lo constituye la construcción de una cadena de torres vigías que, enlazadas entre sí por medio de señales visuales, pudieran ofrecer alguna garantía de seguridad a los indefensos habitantes de los núcleos costeros y a los navegantes. Como se sabe, el asunto tiene una destacada plasmación en el arco costero onubense, donde estuvieron operativas al menos 13 de estas torres, algunas de ellas ya desaparecidas, ocupando su construcción un amplio abanico temporal entre el último cuarto del siglo XVI y las dos primeras décadas del XVII.
El presente trabajo intentará desgranar, a la luz de la documentación histórica disponible, los pormenores del proceso de planificación y construcción de estas fortificaciones en uno de lo puntos más sensibles del litoral onubense, el estuario de los ríos Tinto y Odiel.
La defensa del estuario antes de las torres de almenara.
El control del estuario del Tinto-Odiel revestía en la Edad Moderna un alto interés para la vida cotidiana de villas como Huelva, Aljaraque, Palos, San Juan del Puerto o Moguer, todas ellas muy directamente relacionadas con este espacio común a través de sus respectivos ríos, esteros o establecimientos portuarios. En una época en la que el medio acuático era claramente dominante sobre el terrestre para las comunicaciones y transportes, la seguridad de estos puertos y villas quedaba muy seriamente comprometida por la acción impune de una piratería que no se limitaba al frente del mar abierto, sino que en ocasiones se podía internar incluso en las aguas del estuario.
Testimonio de ello son las frecuentes alusiones a este peligro, especialmente en el siglo XVI. Citemos a modo de ilustración las precauciones tomadas en mayo de 1547 por las autoridades de Huelva ante el temor de un inminente ataque corsario, convocando en la plaza de San Pedro a los caballeros de cuantía y a los demás vecinos para organizar la defensa (Gozálvez Escobar 1988: 363); o la orden formulada por el cabildo de la misma villa en julio de 1559 para que los habitantes no salieran de sus casas y estuvieran prestos a acudir a rebato ante el acercamiento a la costa de 14 galeras de turcos con siniestras intenciones (Gozálvez Escobar 1993: 96). La documentación nos revela cómo tanto caballeros cuantiosos como simples vecinos estaban sujetos a la obligación de servir en la milicia local que se ponía en marcha con motivo de estas amenazas. Lanzas, espadas o arcabuces debían estar preparados para intervenir en caso necesario, o para ser revisados en los periódicos alardes a los que debían acudir sus portadores; la llamada a rebato les obligaba a presentarse, de día o de noche, ante el capitán o bandera correspondiente a cada uno. Permanentemente los cabildos manifiestan sus precauciones ante “el daño que los moros pueden hacer en la gente que navega por la costa y en la gente de las redes y pueblos de la costa”1, quedando siempre atentos a las noticias que les puedan poner sobre aviso de tales incursiones.
Aunque nuestro trabajo pretende centrarse en el territorio encuadrado en el paraje de las marismas del Odiel y la isla de Saltés, es imposible tratarlo fuera del contexto inmediato del estuario del que forman parte, ya que, tanto por la configuración física del mismo como por las características de su ocupación humana y evolución histórica, se muestra como un espacio completamente interrelacionado e interdependiente. Ello se observa fácilmente al abordar, por ejemplo, la configuración de un elemento clave de la zona, como es la comunicación del estuario con el mar. Por efecto del proceso de sedimentación, con fuerte deriva hacia el Sudeste, la entrada o salida al mar en la Edad Moderna se encuentra, especialmente tras el cierre progresivo de otros accesos menores y más antiguos, aproximadamente frente a lo que hoy es Mazagón. Se trata de la llamada, entonces y ahora, “barra de Huelva”. Aunque su situación la vincule a la costa de Palos, es decir, a espacios territoriales correspondientes a señoríos diferentes del onubense, es evidente que esta barra y su seguridad no eran solo del interés de la villa de Huelva; indudablemente incumbía a todas las villas, puertos y asentamientos del interior del estuario.
Naturalmente, la importancia tanto de la barra como del resto del estuario justifica la preocupación desde antiguo por la fortificación de puntos concretos de este espacio, aunque, a pesar del interés común de su defensa, no siempre los esfuerzos defensivos se hayan caracterizado por la coordinación de las distintas partes. Son conocidos algunos ejemplos de construcciones defensivas anteriores al proyecto de las torres de almenara, todas ellas caracterizadas por un planteamiento muy centrado en la vigilancia y defensa individual de enclaves, puertos o villas.
Las más antiguas son, como se sabe, los castillos. En el estuario que estudiamos, Huelva, Palos, Moguer y Aljaraque, dispusieron de fortalezas medievales, la mayor parte de las cuales todavía en la Edad Moderna seguían desarrollando activamente su cometido de vigilancia y defensa.
Otras fortificaciones menores se levantaban, según indican algunos autores, junto al convento de la Rábida y en el propio puerto de Huelva. En el primero de estos lugares se habla de un baluarte, que habría sido reconstruido ya en el siglo XIV, destinado a proteger la entrada del río Tinto. Por su parte, el puerto onubense estaría también protegido desde fechas similares por otro baluarte, llamado “de la Estrella”, junto al río Odiel (Gozálvez Escobar 1988: 366). Un caso especialmente interesante lo constituye la torre atalaya existente en Aljaraque desde finales del siglo XVI. Coetánea del proyecto de las torres de almenara, esta edificación representa también una visión defensiva individualizada sobre un punto concreto del interior del estuario, puesto que, aparte de las lógicas labores de vigilancia, fue concebida principalmente como refugio de la población en caso de ataque. La torre, que se proyectó y construyó entre 1588 y 1591 bajo la iniciativa del duque de Medina Sidonia y de los propios vecinos, era una pequeña fortaleza de tapial, de planta rectangular, con dos alturas y terrado con almenas3. Se adosó a la primitiva fachada de los pies de la iglesia de la villa, de manera que tanto el edificio religioso como el militar pudieran albergar al vecindario amenazado. El terremoto de Lisboa la destruyó prácticamente, y acabó por desaparecer en las obras de ampliación de la parroquia efectuadas en 17564.
Pero además de este interés por la defensa concreta de los lugares poblados, protegerse de la amenaza de piratas o de otros enemigos requería para las villas ribereñas de Tinto y Odiel la ejecución de ciertas acciones coordinadas. Sin duda la vigilancia del estuario, por medio de la colocación de guardas a pie y a caballo y la realización de señales con faroles era una importante tarea común que debían llevar a cabo todos los cabildos de la zona. Este dispositivo tenía, como en el resto del litoral, un claro carácter estacional, pues solía responder a los avisos de ataques, y estos se producían normalmente en verano. Así, los guardas se colocaban desde los meses primaverales y solían concluir sus funciones con la llegada del otoño, cuando ya las condiciones de la mar no favorecían las expediciones piratas. En términos generales, y salvando las fluctuaciones registradas a lo largo del tiempo en la colocación de esta vigilancia, la margen derecha del Odiel, especialmente la zona de la Punta de Umbría, solía ser de la incumbencia de Gibraleón. No obstante, el cabildo olontense contaba habitualmente con la ayuda de su lugar de El Rincón de San Antón y la de la villa de Aljaraque, a pesar de que esta no pertenecía a la misma jurisdicción, sino a la de Huelva.
Por su parte, la villa de Huelva, que era tal vez la principal interesada en la seguridad interior del estuario, solía encargarse de colocar guardas en su propia fortaleza y otros puntos fortificados de su casco urbano. Y por la margen izquierda del río Tinto era a Palos, y a veces a Moguer o San Juan, a quienes correspondía la colocación de los efectivos que garantizasen la vigilancia.
Como es natural, estos centinelas se colocaban preferentemente en los puntos fortificados, pero no únicamente en ellos, lo que revela la insuficiencia del sistema defensivo en los tiempos anteriores a las torres de almenara. Veamos, a título de ejemplo, dónde se colocó vigilancia en julio de 1587, cuando ninguna de las torres estaba aún acabada. Se seguían entonces órdenes del rey para conjurar el peligro de las correrías a que el corsario Francis Drake estaba sometiendo la costa andaluza y portuguesa. El cabildo de Gibraleón había recibido en el mes anterior dos cartas ordenándole poner “guardas y velas de a pie en los lugares mas commodos y eminentes que aia en la dicha costa”, por lo que decidieron colocarlos en “el cabezo del atalaya junto a la Punta de Umbria”. Desde allí comunicarían el peligro por medio de “almenaras y azumidas” –fuego y humo– tanto a la villa como a los otros puestos, es decir, su misión era la misma que las torres que en unos años ocuparían estos lugares. Conviene precisar el sentido del término “cabezo del atalaya”, que no parece referirse a ninguna construcción previa a la torre de Punta Umbría, sino a una elevación desde la que se efectuaría la vigilancia. Desde allí, los guardas olontenses se corresponderían con los situados en Marijata (costa de San Miguel de Arca de Buey) y Sierra Bermeja (barranco del Catalán, en Lepe), mientras que en el resto del estuario lo harían con los colocados en el convento de La Rábida y en la alota de Palos. Interesantes son las señales que debían hacer estos guardas, destinadas tanto a comunicar el número de barcos enemigos divisados –“ayan de hazer tantos fuegos como fueren los navíos que paressieren”– como a especificar sus tipos: “si fueren de alto bordo tendrán que dar los hachos y fuegos que ensendieren hasta que se consuman; y siendo de remos, a los últimos fuegos les
esparsirán aceyte, con que se entenderá que son galeras o galeotas”.
Es evidente que sin algún principio de coordinación de los esfuerzos, la efectividad de la vigilancia en una zona tan interdependiente sería prácticamente nula. Tal vez por esto, con anterioridad a 1585 consta la existencia de una “hermandad” entre las villas del Tinto-Odiel para la mutua colaboración en la vigilancia y defensa ante la amenaza pirata. A este pacto o acuerdo antiguo se refiere el padre Ortega, que centra su cometido en la vigilancia del estuario con guardas ubicados en el convento de la Rábida y otros lugares (Ortega 1925: 150-151). Según el erudito franciscano, el propio cenobio, en correspondencia con los otros puntos, se encargaba de dar la voz de rebato por medio de su campana y servía de refugio a la población, haciendo remontar todas estas costumbres –no queda claro si incluye en ello también la existencia de la propia hermandad– a los tiempos de la Reconquista.
En cualquier caso, la documentación correspondiente al último cuarto del siglo XVI nos muestra ya a esta hermandad como cosa antigua y poco o casi nada activa. El mismo padre Ortega cita una serie de actas de los cabildos de Huelva y Gibraleón en que se aprecian importantes discrepancias en torno a las obligaciones de colocación de centinelas. Así, en junio de 1585 Huelva y Palos no se ponen de acuerdo sobre los de la Rábida y el Puntal, siendo necesario invocar las antiguas costumbres y “la hermandad que siempre se tenía en ello” (Ortega 1925: 151-152). En la misma época existen desacuerdos entre Huelva y Gibraleón sobre la vigilancia del sector occidental de la desembocadura, pretendiendo la primera villa que los guardas con faroles que en otro tiempo se ponían en la Punta de Umbría incumbían a la villa olontense, y que Huelva, además de no tener en la fecha posibilidad de costearlos, no los necesitaba para su propia defensa.
Así las cosas, la realidad parece demostrar que las actuaciones orientadas a garantizar la seguridad del estuario del Tinto-Odiel, si acaso pudieron en algún momento reposar sobre bases de colaboración mutua, a finales del siglo XVI distaban mucho de seguir los deseables criterios de la planificación global y la coordinación entre las villas implicadas. Ello se aprecia especialmente en lo concerniente a las fortificaciones antes citadas, todas ellas enfocadas de manera parcelaria hacia la defensa de enclaves concretos, y siempre dependientes de los cabildos locales o de los señores territoriales. Es precisamente lo contrario de lo que pretende el proyecto de las torres de almenara, impulsado por la Corona y concebido, a pesar de sus dudosos resultados finales, como un sistema de la máxima coordinación entre sus elementos para lograr el objetivo de la seguridad global. Se nos revela aquí una interesante confrontación de ideas y de intereses, controversia que probablemente se encuentre en la base del fracaso relativo del proyecto de las torres. Mientras que a los señores territoriales y a las villas les interesa la salvaguarda de los enclaves poblados y de sus intereses propios, prioritariamente los comerciales o pesqueros, la Corona sostiene un concepto de protección y defensa global de la costa, acorde con la idea del poder central de la monarquía hispánica; y busca especialmente una garantía de seguridad para las flotas de Indias, tan amenazadas frente a nuestro litoral y el del Algarve por las armadas corsarias. Las dos ideas defensivas se cruzan en este último cuarto del siglo XVI, escenificando de alguna manera las tensiones políticas siempre existentes entre los poderes territoriales y el centralismo monárquico de quienes, como Felipe II, aspiraron al control de la poderosa nobleza castellana.
El escenario del Tinto-Odiel nos ofrece precisamente en estas fechas un episodio ilustrativo de tales diferencias. Ocurre entre 1576 y 1577, cuando por un lado el cabildo de Huelva y el duque de Medina Sidonia pretenden edificar –o reformar– un baluarte en el puerto de la villa, y por el otro el rey envía a su comisionado para ordenar la construcción de ciertas torres vigías en el frente marino del estuario. En efecto, la villa onubense se encuentra en septiembre de 1576 ocupada “en lo que toca a la fabricación del baluarte que se pretende hazer en la puerta de la Calçada desta villa”. En su reunión del 21 de septiembre el cabildo acordaba que, para iniciar la edificación y para proveerse de los materiales, se tomaran 200 ducados a censo redimible sobre los propios, cosa que debía ser autorizada por el señor de la villa, el duque de Medina Sidonia.
La Calzada onubense, situada aproximadamente en el espacio que hoy ocupan la parte baja de la calle Marina y la plaza 12 de Octubre, era punto vital en la geografía urbana y en la economía de Huelva. Lugar de salida a la ría del Odiel y puerto de la villa, parece probable que, como hemos apuntado ya, existiera allí alguna fortificación anterior (Gozálvez Escobar 1993: 97), la cual se pretendía ahora completar o reedificar, aunque en la documentación se habla de “fabricación”. Una vez recibida la licencia del duque, junto a la autorización para tomar los 200 ducados, en los primeros meses de 1577 se procedía a la elaboración de las condiciones y seguramente de las trazas de la construcción, pregonándose la obra en abril del mismo año (Gozálvez Escobar 1993: 104) tanto en Huelva como en las villas comarcanas. Poco después ya se había adquirido la piedra y la cal, y el duque se había comprometido a aportar la “artillería que oviese menester” (Mora-Figueroa 1981: 103), encontrándose la obra rematada y a punto de empezar, si no se había incluso empezado ya. El 25 de julio de 1577 el cabido onubense se refería a la construcción como “un fuerte” que “tenían determinado plantar en la Punta del Beringuel, que es frente de la puerta del baluarte desta villa” (Sancho de Sopranis 1957: 48).
Es en este momento cuando se recibe en Huelva la visita de Luis Bravo de Lagunas, comisionado por Felipe II para ordenar la construcción de las torres de almenara. Lo primero que se aprecia es que la llegada de Bravo no parece despertar gran entusiasmo en el cabildo onubense, cosa desde luego nada extraña, ya que de una visita así solo podían esperarse gastos y molestias para la villa. Durante su preparación, los capitulares comentaron que la estancia sería breve, y debatieron sobre si tenían o no obligación de correr con los gastos, pues no existía orden del duque ni provisión real que lo mandara9. Hubo diversos pareceres, y algunos capitulares, entre ellos el síndico, propugnaron y votaron que no se pagaran estos gastos; se alegaba la pobreza del cabildo, pero en todo ello no deja de percibirse que la venida de Bravo no era una buena noticia ni para el concejo ni para su señor. Evidentemente, las órdenes del comisionado suponían el inicio de un plan defensivo completamente diferente del sustentado por los poderes locales. Más preocupado por el frente litoral y bastante menos por el interior del estuario, Bravo de Lagunas ordenaba el 20 de julio de 1577 al cabildo de Huelva la construcción de dos torres, una en la Punta de Umbría y la otra en la Cascajera, en la parte sur de la isla de Saltés. Más adelante comentaremos una serie de problemas de interpretación referentes a estos emplazamientos, pero ahora debemos destacar cómo el nuevo proyecto de la Corona interfiere con la obra del fuerte en que estaban ocupados los onubenses, acabando por paralizarla y anularla.
De hecho, según el cabildo, el propio duque de Medina Sidonia había mandado suspender inicialmente la obra “teniendo nueva de la venida del señor comendador” (Mora-Figueroa 1981: 103), y ello a pesar de tener almacenados los materiales, prevista la artillería y adjudicada la construcción. Aunque acataran las órdenes, en su respuesta del 25 de julio al comisionado, los regidores se lamentaban de que el citado fuerte habría permitido a Huelva tener “la Calçada y ría della y sus navíos defendidos”, puesto que el resto de la tierra firme quedaba muy “segura por los pantanos y cachones y lama con que la natura quiso fortificarla”. Con todo, reconocían que Bravo de Lagunas tenía que regirse por planteamientos más globales, y que por ello actuaba “mirando más adelante”, pues “no contento con la defensa sola desta villa tenía determinado de fortalezer la propia mar y entrada della” (Mora-Figueroa 1981: 103). En resumen, y aunque los disciplinados ediles onubenses no lo digan en su escrito, se colige que veían con claridad que el proyecto de las torres de almenara iba a añadir muy poca seguridad a su villa, ya de por si defendida naturalmente, y que, además, iba a impedir la obra del fuerte o baluarte que podría haber ofrecido la protección más adecuada para sus intereses locales.
Así fue, en efecto. La suspensión inicial parece haberse transformado en definitiva, pues el 20 de septiembre, un par de meses después de la visita de Bravo de Lagunas, el cabildo de Huelva acuerda que Luis Sánchez y Francisco de Vera dispongan de la cal de la obra del fuerte, que se encuentra almacenada, y procuren su venta, si es posible obteniendo beneficio. De la misma manera, el 7 de octubre ya se había vendido la piedra destinada a esta construcción y se pedían cuentas de esta venta a Gaspar Martín, así como también a Juan de Toledo, de los 200 ducados que se depositaron para la obra.
A la vista de todo lo anterior, el asunto del fuerte onubense del Beringuel parece muy ilustrativo de las diferencias de concepción que en la época existían sobre la defensa de la desembocadura del Tinto-Odiel. Precisamente estas y otras diferencias van a ser en los años siguientes una de las constantes principales en el desarrollo del proyecto de las almenaras en la zona, pues la planificación defensiva se muestra salpicada de desacuerdos, dudas sobre los puntos a fortificar, cambios de planes constructivos y otros inconvenientes relacionados. Tal problemática no es, desde luego, extraña en la historia constructiva de las torres de la costa andaluza, como demuestra lo dilatado de un proceso que, iniciado por Felipe II, solo alcanzará a concluir Felipe III en los años finales de su reinado. En cualquier caso, el desarrollo de los planes defensivos tiene en la zona que estudiamos uno de los ejemplos arquetípicos de todos estos defectos.
A todo ello coadyuvaba la propia configuración del estuario, tanto en lo físico como en lo jurisdiccional. Por un lado, debemos considerar la dinámica de sedimentación, el continuo avance de los bancos arenosos hacia el Sudeste y el consiguiente desplazamiento de la única entrada viable, como ya se ha dicho, hacia la zona de Mazagón. Esto, que condicionaba indudablemente el emplazamiento de las fortificaciones, hacía entrar en el juego de los intereses y las obligaciones a villas como Palos o Moguer. Por otro lado, la pertenencia de la orilla de Punta Umbría a la lejana Gibraleón y la cercanía –y consiguiente mayor interés por la defensa de aquel punto– de Huelva se encuentra en el origen de un conflicto de intereses tanto de las poblaciones como de sus señores, los poderosos duques de Béjar y de Medina Sidonia.
(Continuará)