María Mascareña / Psicóloga y Psicoterapeuta del Centro Kambalaya. Cuando hablamos de comunicación, estamos hablando sobre una actividad que hacemos a diario, tan “fácil” y automática como respirar, pero tan difícil y llena de complicaciones como la vida misma. Comunicar es algo que hacemos desde que nos despertamos por la mañana de muchas maneras diferentes. Cuando conversamos con nuestra pareja en el desayuno, a través de mensajes de teléfono con los compañeros del trabajo, con nuestro silencio, con nuestros comportamientos, en momentos de soledad, cuando estamos rodeados de gente… Porque, aunque nos guste estar solos, todos queremos ser escuchados, comprendidos, tenidos en cuenta, y casi todo lo que ocurre a lo largo del día es comunicación.
Todo niño desde sus primeros días de vida necesita comunicarse. Al principio lo hace a través del llanto, los gritos, las pataletas… que son los medios que tiene a su alcance, hasta que poco a poco va introduciendo también el lenguaje verbal pero, aunque la vida es comunicación y aunque en el colegio tratan de enseñarnos cómo utilizar nuestro propio lenguaje de una forma correcta y útil, no sabemos hacerlo.
A la hora de la verdad surgen muchos condicionantes, muchas limitaciones que nos impiden entendernos con los demás con eficacia, por lo que tenemos que aprender a solucionarlas. Debemos hacerlo, en primer lugar, tomando consciencia de lo que decimos y de cómo lo hacemos y luego aprendiendo a través de la práctica, con nuevos intentos, cometiendo errores, corriendo riesgos…, pero este aprendizaje tan importante y necesario, a pesar de su utilidad, es una carrera de fondo, es algo que ocupa toda la vida.
A través de la comunicación podemos expresar nuestros propios deseos e intereses, nuestros sentimientos, nuestras expectativas… Podemos también indagar en los sentimientos y expectativas de los demás, debatir y establecer acuerdos, dar y recibir instrucciones, pedir o dar algo, comprar o vender, publicitarnos, respetar o insultar a los demás… en definitiva nos sirve para interaccionar con el mundo que nos rodea.
El problema es cuando queremos interaccionar de una forma con los demás y no sabemos cómo expresarlo ni qué errores cometemos. Por eso, vamos a reflexionar sobre algunas de las dificultades que nos encontramos y que no nos benefician a la hora de interrelacionar con los demás:
– Las generalizaciones: Palabras como siempre, nunca, todo o nada son grandes enemigos de una buena comunicación. Por ejemplo cuando dices a tu hijo: “Siempre estás pegando a tu hermana” o “nunca obedeces”. (Seguro que en algún momento hace algo distinto de pegar a su hermana y posiblemente, alguna vez, sí ha sabido obedecer).
– El juicio de los mensajes: Los juicios provocan mal ambiente, tensión y ayudan a malinterpretar las palabras del otro. Por ejemplo cuando tu pareja llega de la calle y le dices algo como: “¡Anda!, hoy has sido capaz de llegar a la hora que habíamos quedado”
– No saber escuchar para comprender bien lo que nos quieren decir realmente. Es muy típico pensar que sí escuchamos, cuando muy a menudo estamos casi atropellando al otro (sin atenderlo realmente) sólo para que nos escuche lo que nosotros tenemos que decir. Escuchar es prestar atención, escuchar es demostrar que estás ahí y estar realmente con tus cinco sentidos.
– Discusiones sobre nuestra versión de algo que sucedió hace ya tiempo. Cuando algo se discute hoy, debería zanjarse en este momento, no dejar temas pendientes para rescatar en tiempos futuros. ¿Para qué darle tanta importancia a sucesos ya pasados? Revolver algo que supuso una discusión y que quedó zanjado tiene grandes posibilidades de volver a suponer un conflicto.
– El silencio. El silencio en sí no tiene por qué ser un problema, la dificultad está cuando ese silencio que emitimos nos hace pensar que estamos exentos de comunicación. El silencio es una comunicación más. Puede expresar acuerdos o desacuerdos, puede expresar ignorancia al otro y puede generar mucho más conflicto incluso que un insulto. Es importante estar atentos no sólo a lo que decimos sino también a lo que callamos.
– Poner etiquetas. Es muy típico poner etiquetas a los niños desde bien pequeños, bien por sus capacidades o dificultades, a modo de broma… por supuesto sin ninguna intención negativa. Sin embargo, las etiquetas son de las cosas menos agradables, además funcionan a un nivel inconsciente y nos hacen creer que son reales, cuando muchas veces no lo son.
– El lugar y el momento que elegimos para hablar a veces no son de lo más acertado. Es importante buscar los momentos más adecuados para comunicarnos y decirnos determinadas cosas. Está claro que debatir sobre algo que es muy importante para nosotros en medio de la calle o mientras hacemos la compra puede suponer que el otro no nos pueda atender como nos gustaría o que no podamos expresar lo que pensamos y sentimos con total libertad. Por eso, es mejor escoger bien dónde y cuándo decimos las cosas.
– Los reproches. Probablemente este punto no haga falta ni explicarlo. A todos nos ha pasado que a partir de un reproche se genera un conflicto mucho mayor…
– El abuso de los Tú deberías, Yo debería hacer; en vez de los: Qué te parece si…, Quizás te convenga, Yo quiero hacer, Me conviene, He decidido.
– Los “tonitos”. Todos sabemos que hay mil formas de decir una misma frase y en función del tono con el que la digamos su significado es uno u otro. Para una frase como “No seas idiota” podemos estar expresando amistad, buen rollo o bien un insulto. Todo depende del tono, no sólo del contenido.
Como podemos ver, estas dificultades ocurren en la vida de todos, en nuestra mano está prestarles atención y tratar de cambiarlos.