Juan Carlos Jara. Tacones, corbatas, pamelas…; fotógrafos impertinentes, posados artificiales, sonrisas de tensa mirada…; caros chaqués alquilados, calurosas chaquetas, largas colas de blanco pureza…; pañuelos de seda, peinados horteras, zapatos estrechos que tornan a chanclas…; Te duelen los pies, te sudan los brazos, te tira del pelo la horquilla del tocado… Horrible experiencia aunque estemos celebrando. Y de guinda, la barra libre… ¿de pecado? Pues que tire la primera piedra.
Bodas, bautizos, cumpleaños, graduaciones de chicos y grandes, comuniones y despedidas de solteros con hijos ya espabilados… La agenda siempre está repleta de compromisos no improvisados, de largo vestido y pantalón estampado. ¡¡Para correr espantado!! No tengo traje, pues éste me lo puse una vez y ya no es inédito. Y la corbata dorada también la he usado. El Corte Inglés, Massimo Dutti y un rato en el rastro y ya solo me faltará el reloj de mi hermano.
Celebrar, en nuestra sociedad, se ha convertido en un trámite a superar que nos vemos obligados a preparar durante semanas, si no durante meses o años, y que a muchos agobia y compromete al mismo tiempo que para otros supone un derroche económico importante. Celebramos encorsetados, siguiendo un protocolo que ni siquiera hemos valorado para confirmar que es el mejor y que, en muchos casos, se impone promovido por grandes tiendas, por salones de celebraciones o, incluso, por fotógrafos poco mañosos.
La celebración esporádica, relajada y no forzada, la que no provoca cansancio, queda demasiadas veces en el olvido. Ya obligamos, incluso, a niños de cinco años a celebrar una graduación, que si ya resultaba absurda entre adultos que ni siquiera terminaron aún sus estudios imaginen cómo queda a esas edades. Y celebramos banquetes para 100 con comida y bebida para 300, no sea que alguien se quede con hambre, o ensalzamos la pureza virginal de los contrayentes mientras les hacemos fotografías a lado de su hijo, el que ya luce bigotillo.
Y, claro, obligados por eso pasamos calor o frío en las bodas porque hay que lucir el atuendo y andamos cojeando en el bautizo porque era el único zapato dorado que quedaba en la tienda. Y contratamos violinistas sin importarnos su repertorio o servimos copas de balón con gin-tonic aguado en la comunión del pequeño de la casa.
La vida no está pensada para que nos la compliquemos ni para encorsetar, con protocolos cerrados, nuestros más mágicos momentos. Apuesto por la boda con camisa o camiseta, por la cena improvisada tras un último examen o por el viaje sorpresa, al castillo ‘embrujado’ del pueblo de al lado, tras la Primera Comunión. Me gusta el chocolate con churros después de esa boda temprana y no la larga espera, con zapatos apretados, hasta que pasen tres horas y aparezcan los novios fotografiados y pese a ello perseguidos, todavía, por el mismo fotógrafo impertinente. Y es que la foto con mi gente dándome besos siempre me gustó más que el posado junto al trigo o en un sendero con flores. Cuestión de gustos… Y de relax, de mucho relax.