Redacción. Apostados en sus respectivas paradas, bien en la Gran Vía, Paseo de los Reyes o frente a la Estación de Autobuses, e Islantilla, los taxistas isleños pasan las horas perdidas ojeando un periódico, oyendo la radio o manoseando el teléfono móvil con el fin de quemar las horas muertas mientras aparece quien les pida una carrera a la playa, a la capital o, si hay suerte, al aeropuerto de Sevilla o Faro.
Dicen que los tiempos cambian, pero según para qué sectores, porque para estos profesionales del volante tan solo ha variado la herramienta de trabajo, el coche, lo demás sigue casi impertérrito con el paso de los años. Como los de antaño, muchos combinan dos profesiones, siguen esperando una llamada para solicitarles un servicio o que alguien suba al vehículo. Algunos les exigen rapidez, otros valoran su seguridad y calma al volante, algunos son clientes de toda la vida y, los menos, los que que les han dejado a deber la carrera. Hay de todo, como en botica.
Rafael Munell Fragoso fue uno de los primeros que se dedicó a esto del taxi, allá por 1920. Como recuerdan sus hijas, Maruchi y Antonia Munell, su padre era frutero, con dos puestos en la Plaza de Abastos cuando compra un coche para dedicarlo a taxi. La carrocería era en madera y cristal, posiblemente uno de los modelos que la marca americana Ford traía hasta España. La mayor de las hermanas guarda aún en su memoria cuando venían a buscar a su padre a casa, “gente pudiente del pueblo, de clase media-alta, para que los llevara hasta su casa del campo, a las fiestas de los pueblos cercanos o más lejos, a veces estaba días fuera”.
Con aquellas carreteras todas las distancias eran grandes. Para ir a la capital había que programarlo con antelación por la hora y media de trayecto. Entre las gestiones y volver se perdía medio día o más. Ya no digamos ir a Sevilla y sus cuatro horas de ida y las correspondientes de vuelta, por este motivo, a veces, regresaban al día siguiente, eso sí, pensión y comida corrían a cargo de la parte contratante. Localizarlos era fácil, el pueblo nunca ha sido grande en extensión, acercándose a la bodega de Agustín, frente al desaparecido Salón Circo Victoria (donde se retiró La Piquer-1958), llamándolo por teléfono a su número, el 114, o parándolo por la calle. Al principio no tenían ni parada, total, para uno o dos coches que había.
Rafael terminó dejando el taxi y montando una fábrica de gaseosas y sifones. Le puso el nombre de ‘La Miloja’ porque era el dulce preferido de su esposa que elaborada, y sigue elaborando, Pastelería Pavón. Agua carbonatada, jarabes y esencias sabiamente mezclados en las máquinas más modernas de la época que manejaba la propia familia y que luego el progenitor repartía por tascas, bodegas y casas de comidas en una batea de madera tirada por un caballo. Las calles empedradas y la ausencia de barandas en el carro provocaba que, de vez en cuando, terminaran parte de las botellas por los suelos y el consiguiente enfado de Munell que pacientemente recogía las que quedaban enteras y continuaba con el reparto.
Rafael tuvo dos taxis, el Ford y luego uno más moderno de color negro, el cual no tuvo un final feliz porque “por esquivar un burro en la vardilla terminó en el fango. A él y a los que llevaba no les pasó nada pero el coche quedó inservible”, comenta Maruchi. Munell murió como vivió, de forma modesta, no hizo fortuna, y si la hizo, como recuerdan sus hijas, “no la invirtió convenientemente” pero la alegría, emprendimiento y gracejo siempre rondó a su alrededor.
Amigo de Rafael era el otro taxista del pueblo, Antonio Rodríguez Fragoso, conocido como Antoñito ‘Pelegrín’, apodo que heredó de su padre. Uno de sus sobrinos, Antonio Aponte Romero, mecánico de profesión, tiene recuerdos aún frescos de él y de su época con el taxi. “Le decían El Compadre y viajé mucho con él”. Empezó con un Ford “de pedales” y luego llegó el Seat 1500 negro que compró de segunda mano en Badajoz con el segundo premio de una quiniela. Era un coche señorial, de aspecto oficial, como el que llevaba por entonces el Gobernador Civil de la provincia, motivo por el que la Guardia Civil se les cuadraba cuando les veían pasar.
“Todas las bodas le tocaba a él”, recuerda Aponte. Y es cierto, lo atestiguan muchas fotografías de novios entrando en la iglesia para casarse, y de fondo, el Seat 1500 de color negro. “Le duró bastante, entonces esos coches iban a menos revoluciones y el motor se calentaba menos, por eso le hizo más de un millón de kilómetros”. “Un par de averías gordas se las reparó Alfredo Simoes, taller donde él guardaba el coche por las noches”, recuerda su sobrino. Pelegrín y Simoes eran amigos y además de arreglarle el coche, se lo dejaba guardar cuando acababa la jornada, ya que la parada estaba justo a la vuelta de la esquina, en la Gran Vía, frente al Bar El Ciro, local donde tomaban café y esperaban a los clientes.
Antonio Rodríguez también recuerda a su abuelo, otro de los taxistas isleños, ya mas reciente, que se dedicó toda su vida al taxi. Joaquín Romero Garrote, cuñado de Pelegrín. Tuvo como primer vehículo un Seat 1400-C y después un 1500 bifaro de color verde claro. Por entonces, ya en la década de los sesenta, las familias modestas podían costearse algún que otro viaje, dándose casos como el del abuelo, que con la paga semanal como marinero en los galeones de sardinas, contrataba a Joaquín para que lo llevara a Huelva y cumplir el sueño de su nieto, subir por primera vez en coche.
En las primeras décadas del siglo veinte, apenas un puñado de estos ruidosos y humeantes coches circulaban por Isla Cristina, casi sin regulación municipal, hasta el 7 de febrero de 1961 que se el ayuntamiento otorga la primera licencia a Juan Martín Oria y ahora, medio siglo después, ya van por la treintena.
Rafael, Antonio o Joaquín son algunos de los nombres que irán unidos para siempre a la historia de Isla Cristina, a los que relevaron otros muchos que han pasado por las mismas vicisitudes con el objetivo de llevar un sueldo a casa. Nunca contaban con cantidad económica fija, nada de previsiones a largo plazo. Como entonces, ahora hay meses buenos y muchos malos. Los buenos, iban aparejados al fin de las campañas de pesca o veraniegas, los malos, los de invierno que se hacen interminables pero siempre con la misma devoción por los coches y quemar kilómetros, en muchos casos cumpliendo sueños, la ilusión por viajar.