Redacción. La tradición de cargar pasos de cristos y vírgenes durante la Semana Santa isleña es reciente. Poco más de 30 años han transcurrido desde que hermanos-costaleros portaron, por primera vez, al Gran Poder, entre la expectación y emociones de unos feligreses que lo acompañaron en sus más de ocho horas de procesión nocturna.
Aunque en Isla Cristina ya se habían portado vírgenes en andas, no fue hasta la década de los 80 cuando llegó la novedad, procedente de Sevilla y Huelva, de “cargar” los pasos de cristos y vírgenes. Fue el Gran Poder el que, en la madrugada de 1981, meció por primera vez su túnica por las calles isleñas. Medio centenar de chavales, con más devoción que experiencia, fueron los privilegiados de hacer historia, no sin dificultades, ya que la ortodoxia de las hermandades, que marcaba la línea de actuación, aún no veía clara la innovación.
Dos en punto de la madrugá y el patio de la ermita está a rebosar. La chiquillería subida a los pilares de ladrillos que circunda el recinto, así como agarrados a sus rejas de hierro forjado. El silencio es sepulcral. Apenas un murmullo expectante sobre la novedad ese año. Los costaleros ya están dentro, desde horas antes, con la cara oculta por capuchas moradas selladas con el emblema de la Hermandad en rojo sangre, esperando las órdenes del capataz. Y tras un rezo, todos ocupan sus trabajaderas, según altura y complexión física. Pateros, costeros, corrientes (centrales) y fijadores tienen la mirada perdida y en la mente mil imágenes por segundo, la tensión es máxima.
Se abren las puertas del templo y suena la voz del capataz, “todos por igual valientes, a ésta es”. Tras el golpe seco del llamador, el Gran Poder se alza por encima de los hombros de los treinta costalaros, cinco por cada una de las seis trabajaderas, y vuelve a caer, algo más de cincuenta kilos por hombros. La Banda de Cornetas y Tambores de la hermandad de “Los 33” interpreta el himno nacional y el paso asoma por el pórtico del templo para comenzar un recorrido a través de las empedradas calles isleñas. Suenan los primeros aplausos de fieles que se estremecen con cada “levantá”.
El capataz es Paco Eugenio Gómez, quien acaba de llegar a Isla Cristina para trabajar y, aunque tan solo cuenta con veinte años de edad, ya tenía experiencia como costalero en hermandades de la capital. Eugenio asiste casualmente a uno de los primeros ensayos de la inexperta cuadrilla y, sin saber muy bien cómo, termina con la responsabilidad de sacar el paso a la calle.
Paco recuerda que acumularon “bastante retraso porque todos querían disfrutar”, tanto costaleros, como feligreses. Y aunque todo el recorrido fue vivido de forma intensa, se queda con un momento concreto, el de la recogida, “igual o con más gente que en la salida, los costaleros extasiados por el cansancio y la emoción de saber que habían cumplido”, liberándose, en apenas unos segundos, de la presión de una responsabilidad acumulada durante meses. El capataz es consciente de lo conseguido y no tardaría, mas de dos o tres días, en recoger elogios y enhorabuenas de todo el que lo paraba por la calle, “a la gente les pareció algo espectacular, a pesar de los fallitos que yo vi” y que fue limando con el paso de los años, a la par que la cuadrilla ganaba en experiencia.
Quien recibía las órdenes bajo el paso era su boquilla, Manuel Pedro Martín Jara, “Jarita” para los amigos. Guarda buenos recuerdos de entonces y como anécdota cuenta cruzarse por el Paseo de Las Palmeras con amigos que ensayaban en comparsas, mientras él, costal y faja en mano, iba a su hermandad para meterse bajo una estructura de madera y cientos de kilos en lo alto, “el sacrificio era enorme porque después de trabajar nos íbamos a ensayar”, rememora Jara, y así día tras día, noche tras noche, durante meses.
“La primera levantá se la dedicamos al Gran Poder, a nuestras madres y novias. Tras el martillazo lo subimos un metro y cuando bajó, empezó nuestro sufrimiento”. Un sacrificio anónimo que imponía la capucha, nadie, excepto familia y amigos más allegados sabían quiénes iban debajo, el resto de la población era ajena a este hecho. La muchedumbre aplaudía cada arranque, “fue algo que me impactó”, dice Jara, porque, en un principio lo entendía como una falta de respeto, aunque nada más lejos de la realidad, era emoción transformada en palmas de gratitud por unos momentos únicos.
Eran otros tiempos. Ahora los materiales con los que se confeccionan fajas, costales y, sobre todo, las alpargatas, son otros. El calzado era fundamental para soportar la penitencia justa y necesaria. Eran de esparto, incluso hoy día se pueden ver entre las modernas zapatillas deportivas. Las calles de adoquines, algunos en punta, y muchos socavones. Había calles “malditas” porque su diseño en “V” sobrecargaban a los costeros y pateros, mientras los corrientes se arrimaban a las bandas para ayudar a sus compañeros y compensar el peso. “Lo compartíamos todo, un bocadillo por trabajadora cada hora, suficiente para reponer fuerzas y seguir hacia delante, un cigarro para todos y poca agua porque te enguachina el estómago y no se rinde igual”, la palabra hermano cobraba todo su sentido.
Por entonces, el Hermano Mayor de la hermandad era, el ya difunto, Juan Estévez Tortosa, “Juanichi”, de quien habla el actual, Antonio Martín Martínez, como una persona que supo convencer a la Junta de Gobierno sobre la inclusión de los costaleros “porque era más estético” y a pesar de que estos debían ser hermanos, al corriente de sus cuotas, así como cumplidores de otras estrictas normas de comportamiento, la tradición pesaba en demasía “y había reticencias a los cambios”, finalmente, consigue convencer y el Gran Poder salió a hombros.
Para el máximo responsable de la Hermandad, “hoy día no se concibe ver de lejos al Gran Poder sin su movimiento de túnica, de lado a lado, dando la impresión que viene andando”. Para Martín, esta primera salida procesional del Gran Poder a costaleros, “fue todo un revulsivo, tanto para la hermandad, como para toda la Semana Santa isleña, tal fue la novedad, que en apenas dos o tres años llegamos a tener dos cuadrillas y media”, y lo mismo ocurrió con el paso de Las Mercedes, que salió al año siguiente (1982), con Rafael Medero Ballesteros como capataz.
Para Antonio Martín, Isla Cristina ha madurado mucho, en cuanto a cultura cofrade, “seguimos aprendiendo de Sevilla, sobre todo, pero también Málaga y Huelva”. Y aunque estos tiempos no son los más propicios para presidir una hermandad, por las dificultades económicas de los hermanos, “los cuales, muchos, no pueden pagar sus cuotas”, Antonio se aferra a su fe y espera que esto cambie pronto, deseando que “haya una gran afluencia de hermanos para la salida, a pesar de lo duro que es la madrugada, pero sin hermanos nazarenos, no tiene sentido una estación de penitencia”.
En el término municipal de Isla Cristina procesionan a hombros una veintena de pasos, contando con los más de quince del núcleo urbano, así como los de Pozo del Camino y La Redondela. Y aunque la tradición y devoción ha menguado o estabilizado con el paso de los años, la cantera está más que garantizada y ya, hoy día, no se concebiría una estación de penitencia a ruedas. Los portadores de la fe engrandecen la Semana Grande de Isla Cristina.