Juan C. León Brázquez*. Desde que Juan Ramón conoció a Zenobia Camprubí no cejó en su empeño de casarse con ella. Sabía que estaba ante la mujer con la que iba a recorrer el resto de su vida. Tal día como hoy de hace cien años, aquel 2 de marzo de 1916, en la iglesia católica de Saint Stephen, en Nueva York, los jóvenes novios se presentaron de calle, con algunos familiares de ella, y se casaron. A partir de ahí, 40 años juntos.
Los amores de uno y otro quedaron por el camino. Fue, como decía su amigo Ricardo Gullón, “vivir en el presente, pero desde el ayer”. El primer encuentro fue en la Residencia de Estudiantes de Madrid, en 1913, cuando aquella chica pizpireta, “la americanita”, llamó la atención del poeta, que rápidamente quedó prendado de todo lo que ella significaba. Guapa, culta y alegre frente a un poeta ‘nazareno’, de gesto triste y casi aburrido. Y sin embargo, estaban hechos el uno para ella y ella para el uno, aunque a Zenobia, al principio, no le hizo mucha gracia aquel ‘penitente’ del amor. Ella, además llevaba pegada a su madre, doña Isabel, que no entendía cómo un poeta ‘pueblerino’ podría mantener a su hija y, para colmo, existía un ‘buen’ pretendiente norteamericano que llegó a España tras ella. Y sin embargo, la sensibilidad poética de Juan Ramón terminó calando en aquella maravillosa joven que terminaría por caer en sus arrullos y en sus letras.
Catalana de nacimiento, con selecta educación en Estados Unidos, bilingüe, se encontró con un joven literato de Moguer, encerrado prácticamente en su pueblo, tratando de consolidarse como uno de los poetas de referencia en aquella atrasada y convulsa España. Novios ya, fue ella la causante de que en 1914 se publicase una edición recortada de Platero y Yo, lo que no gustó al poeta. Pero Zenobia ya quedó herida en aquel noviazgo con tal fuerza que nunca se separó de Juan Ramón, siendo su más firme apoyo en todo cuanto en adelante el poeta hizo. Ricardo Gullón, amigo del matrimonio la definía con claridad:
“…práctica, eficiente, alegre, todo fue de otra manera. Las diferencias eran tan visibles como las afinidades, pero la pasión arrastró al poeta, que luchó por hacerse querer, bajó de las nubes y logró convencer a la realista muchacha de que, si no de la poesía, era posible vivir con y en la poesía”.
Nueva York, 2 de marzo de 1916; el año en el que Juan Ramón acabó, esta vez sí, su Platero definitivo, en una edición completa y más importante que vio la luz a principios de 1917. Y el año en el que él dio un giro radical a su poesía, con la publicación del Diario de un poeta recién casado y Sonetos espirituales, ambos publicados también en 1917. No solo era la expresión de su estado anímico, sino que inició una segunda vida, en lo personal y en lo poético. Atrás dejó su equipaje anterior y viajó hacía una nueva poesía, tal como él mismo dijo de aquellas notas de su viaje de novios por varias ciudades norteamericanas, “empieza el simbolismo moderno de la poesía española”. Renueva todo lo que se estaba haciendo en lengua española y entra por derecho propio en el Olimpo de los grandes, creando escuela y transmitiendo a las nuevas generaciones literarias todo un nuevo concepto y sentido de la poesía. No es extraño que desde la ventana de su apartamento de Nueva York expresara lo que expresó: “¿Es la luna, o un anuncio de la luna?”.
Su vida cambiaría definitivamente, durante veinte años (1916-1936) viviría en España, con continuos cambios de residencia en Madrid y durante otros veinte años (1936-1956), junto a Zenobia, viviría el exilio en varios países americanos (Estados Unidos, Cuba y Puerto Rico). Un ir y venir del que se quejaba Juan Ramón:
“…y en cada viaje, la casa a cuesta, mudanza de todo y pérdida de tanto: casas, cosas, libros, libros libros y, sobre todo, manuscritos, manuscritos, manuscritos. (Con la guerra en España, pérdida violenta por robo de miserables, casi total, aunque recuperada, por devolución de buenos, luego y en parte) Y en cada sitio volver a empezar, volver a empezar, volver a empezar; y durante todo el tiempo, del comienzo al fin, enfermedades, enfermedades, enfermedades”
escribió Juan Ramón en el prólogo de Leyenda, en lo que terminó siendo su testamento poético.
Pero fue Zenobia la que le dio un nuevo sentido a la vida del poeta onubense. Ella estuvo siempre atenta, a su lado, conociendo los condicionantes psicosomáticos de su esposo; levantándolo de las continuas caídas depresivas y haciendo que la vida cotidiana no lo hundiera con las obligaciones de la vida diaria. Fue quien le dio la paz que el poeta necesitaba para hacer la inmensa obra que hizo. La equilibrada y sensata Zenobia no solo le dio la paz que Juan Ramón necesitaba, sino que lo ayudó a moldear cada letra puesta en cada poema. Ni siquiera las penalidades de la Guerra Civil los separó. Muy al contrario, el matrimonio afrontó unidos el exilio. Y en su viajar por América, Zenobia siguió siendo el sostén de tan insegura personalidad, dándole apoyo en la cotidianidad y en el continuo recaer depresivo de tan irrefrenables tormentos.
Estamos ya en la tercera y última etapa personal y poética de Juan Ramón. Lejos de España siguió machaconamente con su intensa creatividad literaria, reinventándose una y otra vez: “Yo intento –dice en La corriente infinita– una poesía como creador y una crítica de mi propia creación, primero, y luego y por otro lado, una crítica poética general, como si yo no fuese un creador”. Perfeccionista hasta el límite, revisaba su obra una y otra vez. Nunca la vio acabada y nunca la acabó. A los 40 años de aquel matrimonio, el Nobel le llegó en 1956 cuando Zenobia yacía, con su destructible cáncer, a solo tres días de su muerte. Ahí acabó el matrimonio y también Juan Ramón, quien moriría casi dos años después, en Puerto Rico, en su Isla de la Simpatía; la isla escogida por Zenobia para que Juan Ramón volviera a escuchar el ritmo del español con su acento caribeño. Fue su vuelta imaginada a España, a Andalucía, a Huelva, a Moguer…
Juan Ramón encontró en Zenobia a su propia primavera perenne, de la que nunca se separó, desde que aquel día de hace cien años se casaron en una iglesia neoyorquina. Estuvieran donde estuviesen, estuvieron juntos, como hoy lo están en Moguer.
*León Brázquez, bibliógrafo y periodista onubense, posee más de 400 ediciones de Platero y Yo, editadas en todo el mundo. Tiene el Premio del Club Internacional de Prensa, Andalucía de Periodismo, Ciudad de Huelva, Parlamento de Andalucía, Diploma de Honor de la Armada, Premio de Defensa 2009, entre otros.
Moguer celebra el centenario de la boda de Zenobia y Juan Ramón