La fidelidad de los objetos

Ramón Llanes. La relación del ser humano con los objetos llena de extrañeza su significado; nos resultaría incómodo establecer con ellos una relación distanciada y fría con un trato de posesión y otro de dependencia o con prepotencia y sumisión. Llegaron a nuestras vidas, en la mayor de las ocasiones, en un acto consciente de nuestra voluntad previo requerimiento expreso de nuestro deseo o como causa de una contraprestación emotiva por razón de alguna efemérides o circunstancia llamada a compensar la amistad o el amor con un objeto a modo de regalo. Una vez en nuestro círculo de propiedad la vida del objeto discurre por una serie de aconteceres de muy diverso gramaje sentimental quizá hasta constituir auténtico fetiche o mito de imposible desafectación de nosotros mismos. Los objetos -no todos- consiguen entrarnos de lleno y ser parte de nuestro carácter e identidad, están en nuestro juego y en nuestras ocasiones, se muestran con orgullo, se les otorgan privilegios de estancia, de mimo y de casi reverencia íntima.

Esa adquirida relación con los objetos se hace engranaje de cariño; el libro, el disco, la guitarra, la sortija, la casa, todos son consanguíneos en la convivencia y son tesoros que conservan el recuerdo de una determinada fecha o momento, de una persona, de una ocasión, que produce desazón su pérdida y mucho arraigo y complicidad tenerlos cerca del sentimiento. Se respeta a los objetos, se les custodia con esmero y se aman los objetos con esa parte de ternura que el alma dispone para ellos. Se hace fuerte y necesaria la relación persona objeto, a veces hasta con conmiseración y excesivo denuedo y esta relación es tratada como natural; se evidencia la posibilidad real de amar cosas sin ser orgánicamente depravado.


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Los objetos, sin embargo, guardan, -por su especial posición de quietud-, una ética (dicho sea como pura licencia literaria) de fidelidad indestructible. Me contaron de la huida de una familia en tiempos de nuestro horrendo conflicto bélico dejando todas las cosas y encendida la luz del salón, encontrándola también encendida casi veinte años después cuando se produjo la vuelta. Los objetos no tienen intención de cambiar de sitio ni de amo, no se mueven para aparentar ni hacen oposiciones a otro trato mejor, nunca abandonan, nunca desisten, permanecen siempre -quizá una eternidad- con su inerte atención a las personas sin importarles la dependencia o el deber de sumisión; son objetos, con toda su capacidad, sin sentimiento ni voluntad, distintos de los humanos pero apetecidos por estos y nunca en viceversa. Es la grata sensación de fidelidad que producen los objetos.


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