Ramón Llanes. Por fin la conversación del tiempo tiene causa para romper el fatuo silencio del ascensor cuando el encuentro fortuito con un extraño invita a deshacerlo por aquello de la extroversión, de las relaciones personales con los demás o incluso de la curiosidad. Sin entrar en debates de última hora o someternos a la encuesta de una determinada red social y acaso sin saturarnos de las conclusiones más nimias, entrar en un ascensor y hablar del calor asegura el entretenimiento durante el trayecto y anima también a una conformidad en tono aquiescente de cualquier conversante. Es obvio que estamos en una época que propicia una temperatura alta y a nadie se le ocurre comenzar a romper ese cálido silencio indicando “uff, cuándo vendrá el calor del verano”, porque de inmediato obtendrá un rechazo general, aunque algunos por complacer son capaces hasta de decir que la gente se queja por vicio o que “no es para tanto”.
El verano, en esta ocasión, ha puesto al calor de moda como en los viejos tiempos; ni tormentillas ni ventoleras ni mañanas con niebla, solo calor y calor apretando a destajo y despertando las ganas de salidas y de festejos; todo el personal con las ilusiones puestas en el disfrute y el relax, que hasta el empleo ha venido a quedarse al sofoco de esta ola ardiente para animar la multitud de pasiones dormidas por estos andurriales tan esquivos a la abundancia.
Ni comparación tienen estas tardes largas y quietas con aquellas otras del frío enero donde las dieciocho dan casi a madrugada, los vientos hacen de las suyas y las lluvias duelen en sus ilimitados excesos. Donde se ponga un amanecer de estos, de este estío profundo y benigno, nunca un invierno tosco y cerrado, nunca la sombra, aunque contradigamos a quienes aman la naturaleza por su actividad. Pues debe entenderse que la fluidez del tiempo calmo es también naturaleza viva o eso nos parece.