Ramón Llanes. Lo mínimo para empezar a sostenerse entre la virulencia del tiempo, que existieran buzones de sugerencias en las plazas, en los mercados, en las carreteras, como señales de tráfico o árboles; que este calor tuviera un antídoto o un límite, saber hacerse a la planicie de la tarde listos de mañas y sabiendo del tributo que pagamos a la luz, rompiéndole un poco su esquema ardiente. En definitiva amamos el verano, la raza de donde provenimos trajo en lo más exquisito de su etnia el sometimiento a las dulces y sobradas consecuencias del estío.
En las sugerencias no baste atender consejos de lejanía, no todo será al frescor de la playa, que muchos quedan atrapados, estación completa, en zonas de mediana estructura, apreturas de aires muy cálidos y con pocas alternancias para saborear las virtudes que los tiempos imponen. Allá un cualquier empujoncito desde el día a la noche o acá un abanico gigante que mueva aire y sonrisas, que no haya de ser agobio meterse en sudores ni dolor permanecer alegres las horas todas, sombrear los caminos y adaptar las miradas a las ropas ligeras. Que ayer, sin ir más lejos, a eso de las seis ni pizca de frío hacía por esta tierra y en mangas de camisa se podía pasear sin temor a una oleada de algo con azotes de fresco.
A nadie y a todos está permitido enumerar las medidas que son adecuadas para el sopor en estos calidoscopios del día, el sol entra por todos los rincones, se queda, se arrisca, se engancha a estar con la concurrencia y forma toda esta amalgama de colores y sofocos que se padecen unas veces y se alaban otras. Ejercer de seres ubicuos y estar en todos los sitios a la vez, ora en una isla con palmeras y cocos, ora en un desierto de relaciones, ora en la más codiciosa de las celebraciones, así hasta pasar fácilmente a la locura o a la sensación de felicidad o a la templanza absoluta.
Y descifrar cómo convivir con muchos grados a cuestas sin morir en el intento.