Ramón Llanes. El solano inyecta un lubricán preciso a la marisma allí donde la recua cruza de lado a lado las venas del coto, donde el silencio es una efigie conservada y donde los juncos aprendieron a hablar con los esteros. Prominencia de sensualidades, naturaleza viva y seductora, paraíso de soñadores y tesoro de la fe de muchos. Se llama como el agua que acaricia la yerba en la amanecida, como el primer soplo de exuberancia que el universo viene a colocar con su liturgia de respeto en los humedales; siempre así, en aquel lugar de Rocío mayor, de avecillas, de calmas, de estancias deseadas; siempre en la cal nueva que adorna la ermita; lo natural allí es todo, desde la póstula hasta el rezo, todo está envuelto en un extraño manto de misterio y música.
Se llama como se llaman los nombres que la vida pone a los momentos únicos, como la grandeza y como la humildad; la marisma le va poniendo señales a su nombre, todos los nombres se juntan cuando la arena se pega a los botos y cuando la devoción empuja sentimientos. Las campanas enloquecen los aires, las guitarras pregonan su mensaje, los caballos son más caballeros y lucen en las semblanzas del arte, la locura mística es la glosa que los peregrinos acercan a los pies mismos de la Madre que pretenden adorar. Y se hace una vida nueva, se hace Rocío de luz a techumbres, como una conspiración colectiva en favor de la felicidad.
Hay verdades que no se entienden y lágrimas que no se ven, muchas emociones traspasan los pilares de lo religioso, no es necesario prender la vela, pronunciar la oración o gritar el salmo, casi basta con la mirada, con establecer esa complicidad de seres entre sí llamados a compartir la esencia mágica que transmite el lugar y toda la simbología envolvente de esa tierra convertida en cielo por unos ratos. No es necesario creer ni comprometerse, es suficiente con estar y dejarse un poco de alma en cada grano de esa vida; los momentos importantes se llenan de humanidad y entusiasmos. Se llama Rocío, como la primera caricia que el amanecer deja en el suelo, como el rito más imprescindible de la adoración, como el universo entero, se llama Rocío.